Las autoridades italianas ya lanzan mensajes sobre reapertura de comercios, bares y locales de restauración y ocio. Es evidente que confían en “recuperar el verano”. El país, aunque tiene un fuerte tejido industrial (sobre todo en el norte), depende mucho del turismo. Parece que la vacunación masiva empieza a abrir la puerta de la recuperación. En otros países europeos sucede algo parecido. En este contexto esperanzador, tenemos que prepararnos para una nueva “pastoral de la cercanía”. Después de tantos meses de distanciamiento social y de alejamiento físico de las iglesias, de uso de la mascarilla y de ausencia de besos y abrazos, nos hemos acostumbrado (o, por lo menos, resignado) a la lejanía. Por si fuera poco, las videoconferencias han ido reemplazando en muchos ámbitos (familiares, educativos, empresariales, comerciales y eclesiales) a los encuentros cara a cara.
¿Qué va a suceder ahora? Algunos expertos dicen que estas nuevas herramientas y prácticas han venido para quedarse y que, por tanto, es mejor dejarse de añoranzas y ver cómo podemos aprovecharlas al máximo. Yo también creo que hemos dado un gran paso en esa dirección, pero no es suficiente. Lo experimento a diario. Esta semana, por ejemplo, he estado combinando la participación en la asamblea de los claretianos de América con un curso a formadores claretianos de todo el mundo. Me he pasado delante de la pantalla varias horas diarias. Y me he dicho a mí mismo lo que otros muchos usuarios se dicen: ¡Qué maravilloso es que podamos compartir una sesión de trabajo personas de varios lugares del mundo sin movernos de nuestro lugar, ahorrando dinero en viajes y dosificando el tiempo! ¡Somos privilegiados por disponer de estas herramientas que acortan distancias y ofrecen nuevas y prometedoras posibilidades!
Luego, una vez cerrada la plataforma Zoom, con los ojos algo irritados y una sensación generalizada de cansancio, he añadido: Todo esto está muy bien, pero hay algo que no funciona. Hemos hablado sobre diversos asuntos, he dado mis clases virtuales, he compartido vídeos y presentaciones power point, he organizado salas de diálogo, pero acabo con la sensación de que nada es comparable al milagro que se produce cuando estamos físicamente cerca. La presencia física es mucho más que una mera mediación, es un “sacramento”: es decir, un signo visible de nuestra identidad y un instrumento de comunión. La fe cristiana es, en este sentido, muy materialista. No reduce la experiencia de fe a ideas o sentimientos. La vincula a realidades tangibles (agua, pan, vino, aceite, libro, palabra, abrazo, imposición de manos…) que transparentan el Misterio que celebramos. Cuando esta realidad tangible se esfuma o se virtualiza, corremos el riesgo de convertir la fe, no en un encuentro personal con el Dios que se ha hecho hombre en Jesús, sino en una ideología o en un sentimiento vaporoso siempre a merced de nuestros estados de ánimo. No podemos nunca olvidar que la nuestra es una espiritualidad de la encarnación.
En los próximos meses y años vamos a necesitar mucha creatividad pastoral y mucho sacrificio para reaprender a estar cerca. Tendremos que reaprender a regresar a la iglesia, celebrar juntos, compartir reuniones y fiestas. Tendremos que intensificar una pastoral de la proximidad con los ancianos de las residencias, los enfermos de los hospitales y los internos de las cárceles que en muchos casos han sido desprovistos de asistencia espiritual durante este largo tiempo de pandemia. Tanto los sacerdotes como los laicos tendremos que dar muestras de generosidad y entrega, yendo más allá de lo estipulado.
Tendremos también que reaprender a conversar con sosiego, no a través de una pantalla de plasma, sino cara a cara, disfrutando del efecto sacramental de los encuentros presenciales. Tendremos que reaprender a estar cerca de quienes siguen llorando la muerte de sus seres queridos, de quienes han perdido su trabajo o su negocio y no reciben ayudas públicas, de quienes padecen las secuelas de la pandemia psicológica en forma de ansiedad, angustia o depresión. Tendremos que reaprender a estar cerca de quienes, agotados por la pandemia, se han cansado de creer y ya no confían ni en Dios ni en la Iglesia. Tendremos que reaprender a estar cerca de quienes se refugian en su casa porque el mundo exterior (personas y cosas) les infunde miedo. Tendremos que reaprender, en definitiva, a vivir una espiritualidad como la que practicó Jesús. Eso implica estar cerca, escuchar, mirar, tocar, bendecir, hablar, ungir, perdonar, animar y acompañar. Todo un desafío para los próximos meses y años. Es mejor que nos vayamos preparando juntos.
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