La semana pasada ha sido especialmente rica de encuentros digitales. De lunes a viernes participé en el encuentro de los claretianos de América, agrupados en nueve provincias desde Canadá hasta Argentina. De miércoles a viernes tuve un curso con formadores de lengua inglesa de diversos países. Y ayer, al final del día, compartí una meditación sobre san José con un grupo de unos 50 seglares claretianos de Centroamérica. Fue una experiencia hermosa. Todas las actividades se realizaron a través de la plataforma Zoom, que se ha convertido en el gran punto de encuentro de millones de personas durante los meses de la pandemia.
Me fui a la cama al filo de la media noche cansado, pero contento de haber tenido la oportunidad de encontrarme con muchas personas de varios lugares del mundo en los últimos días. Por mi mente desfilaban sus rostros en la pantalla de mi ordenador, y también las imágenes del muy británico funeral del príncipe Felipe de Edimburgo y las noticias que hablaban sobre los más de tres millones de muertos causados ya por el coronavirus en todo el mundo. No tuve tiempo de escribir la entrada de hoy, así que lo hago a primera hora de este III Domingo de Pascua. En Roma luce un sol espléndido, aunque la temperatura es fresca. El Resucitado nos espera en la Eucaristía dominical.
El Evangelio de este domingo (Lc 24,35-48) nos sitúa geográficamente en Jerusalén. Es de noche. Los discípulos están reunidos en una casa el primer día de la semana. Cuando ya se preparaban para descansar, llegan sudorosos los dos que habían ido a Emaús. Todavía emocionados, cuentan “lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan”. Todos están desconcertados. En estas, sin previo aviso, Jesús se presenta en medio de ellos y los saluda con el don de la paz. Cualquiera de nosotros hubiera estallado de alegría. Sin embargo, los discípulos se asustan: “Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma”. Como buenos israelitas, acogen la presencia de lo divino con temor y temblor. Es más estupor reverencial que pavor. No están preparados para reconocer la presencia de Jesús en su corporalidad glorificada. Tampoco nosotros. Lucas dice que dudan.
Para disipar estas dudas, Jesús no muestra su rostro (como hacemos nosotros cuando queremos desvelar nuestra identidad), sino las manos y los pies con las señales de los clavos. Con este lenguaje simbólico, Lucas está transmitiendo un claro mensaje a los lectores de su Evangelio; es decir a nosotros: a Jesús lo encontramos en todos aquellos que siguen llevando sus marcas, sus heridas. Por si no fuera suficiente, Jesús realiza una catequesis semejante a la que realizó con los dos discípulos que caminaban desalentados a Emaús: “Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse. Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras”. Las personas sufrientes y la Escritura son dos de los lugares privilegiados en los que el Resucitado sigue encontrándose con nosotros.
Los hombres y mujeres del siglo XXI llevamos siglos de racionalismo. Nos cuesta aceptar todo aquello que no veamos con nuestros ojos o, por lo menos, comprendamos con nuestra razón. Por eso, nos resulta tan difícil hacernos cargo de lo que significa vivir como resucitados. Sabemos en qué consiste la corporalidad física, pero no hemos experimentado la corporalidad espiritual. Tendemos a pensar que con la disolución del cuerpo físico se aniquila nuestra realidad personal. En cierto sentido, nos repugna intelectualmente pensar en la posibilidad de una vita “eterna”. Aunque vivían en otro contexto cultural, los discípulos de la primera hora también tuvieron dificultades y dudas. Cuando Lucas escribe su Evangelio en la década de los 80, quiere iluminar esa situación. Es probable que el lenguaje simbólico que emplea no conecte mucho con nuestra sensibilidad moderna, más acostumbrada a los axiomas que a los símbolos, pero el mensaje es claro.
Jesús sigue vivo entre nosotros. Se hace especialmente encontradizo en las Escrituras (en el relato de Emaús se acentúa también la Eucaristía) y en las personas sufrientes que siguen llevando en sus vidas las “marcas” del Crucificado. Debemos buscar en esa dirección y no tanto en la soledad de nuestra conciencia, siempre sometida a engaños y autojustificaciones. Es probable que ese encuentro nos produzca de entrada estupor y desconcierto, pero acabaremos experimentando una gran paz porque la paz y el perdón de los pecados son los dones que el Resucitado concede a quienes se encuentran con él.
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