domingo, 3 de enero de 2021

Solo soy hijo de Dios

La verdad es que este domingo me resulta un poco complicado escribir la entrada. En algunos países como Italia, España, Argentina, Guatemala, Panamá, Perú o Puerto Rico se celebra el II Domingo después de Navidad. En otros como Portugal, Chile, Colombia, Costa Rica y México hoy celebran ya la solemnidad de la Epifanía. Como vivo en Italia y la mayor parte de los lectores de este blog están en España, me atengo al calendario litúrgico de estos dos países, así que hoy no hablaré de los magos de Oriente y de la famosa estrella. Lo dejo para el próximo miércoles. Me centro en el domingo. 

Por tercera vez en este tiempo navideño se nos propone el Evangelio del prólogo de Juan. Ya lo leímos el día de Navidad (25 de diciembre) y el séptimo día de la Octava (31 de diciembre). Hoy quisiera fijarme en una sola frase que conecta con el mensaje de la segunda lectura: “A cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre” (Jn 1,12). En el himno de la carta a los Efesios (segunda lectura) leemos: “Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado” (Ef 1,5-6). Se nos recuerda que estamos llamados a vivir como hijos.

Cuando me encuentro con personas amargadas o resentidas, casi siempre descubro que en la raíz hay un problema de identidad. No se sienten a gusto con lo que son. Influidas por la educación recibida o por los ideales que nos propone la sociedad competitiva, hubieran soñado con cursar la carrera que no han podido hacer, ganar mucho más de lo que ganan, o realizar otros muchos proyectos que tienen que ver con las tres aspiraciones humanas sempiternas: amar, tener, poder. No aceptan la clase social en la que han nacido, reniegan de la educación recibida y critican la falta de oportunidades que, según ellas, les ha impedido progresar en la vida. Envidian a quienes han escalado posiciones en la sociedad, disponen de holgura económica y saborean el reconocimiento de los demás. 

En el origen de muchas amarguras, hay una enorme frustración. Los sentimientos que se generan son de inferioridad, tristeza, envidia y a veces odio. ¡Qué difícil es vivir sereno cuando la felicidad se fía a estos baremos! Siempre habrá alguien más inteligente, más guapo, más rico, mejor formado y más exitoso que nosotros. Si todo lo basamos en las comparaciones, nunca sabremos quiénes somos y cuál es la fuente de nuestra verdadera dignidad.

Hay personas a las que les gusta presumir de sus títulos o cargos. Si de ellas dependiera, mandarían imprimir tarjetas de visita en las que figurase la panoplia de sus credenciales. En este contexto de superficial vanidad, ¿qué pasaría si una persona, al presentarse, dijera algo parecido a esto: “Yo solo soy un hijo (una hija) de Dios”? En algunos casos provocaría hilaridad, pero en otros haría pensar. Su aplastante humildad derribaría con un potente soplo el castillo de naipes de quienes entienden que la dignidad de una persona está ligada a sus títulos o cargos. ¿Hay algo más real, contundente y digno que ser hijo de Dios? El prólogo del Evangelio de Juan nos dice con claridad que a quienes acogen a Jesús como la Palabra de Dios se les da “el poder de ser hijos de Dios”. Por ninguna parte se dice que la fe en Jesús será fuente de prosperidad económica, prestigio o éxito profesional. 

El gran fruto de la fe es hacernos conscientes de nuestra condición de hijos e hijas de Dios. No hay dignidad superior a esta. De ella nace nuestra seguridad en la vida, la cordialidad en las relaciones, la alegría en cuanto hacemos, el deseo de vivir la fraternidad con los demás hijos e hijas de esta inmensa familia. Vale la pena leer por tercera vez el mismo mensaje. En él descubrimos que somos solo hijos de Dios. No sé si esto luce mucho en una tarjeta de visita.



1 comentario:

  1. Hay que estar alerta para ir descubriendo y leyendo los mensajes que nos van llegando para poder interiorizar esta realidad de que somos hijos de Dios.
    Poder reconocernos Hijos de Dios es un don que se nos da… y que somos conscientes de ello cuando es nuestro momento…. A veces requiere de mucha búsqueda.
    En este tiempo de pandemia parece que Dios está ausente…
    Ojalá pudieramos tomarnos en serio una de las muchas cosas que nos dice en la carta del Padre:"Búscame con todo tu corazón y me encontrarás."
    Gracias Gonzalo por habernos llevado al enlace de Vivir como Hijos.

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