Nadie me ha nombrado embajador del pueblo en el que nací, pero ejerzo como tal en mis viajes misioneros por todo el mundo. Cuando me preguntan de dónde soy, siempre digo que
soy de Vinuesa, a sabiendas de
que muy pocos en Chile, Indonesia o Kenia, por ejemplo, saben dónde demonios queda ese lugar que en tiempos remotos debió de llamarse Visontium. No tengo más
remedio que ir haciendo algunas maniobras de aproximación. Primero digo que soy
de España. La mayoría se sitúan sin problemas, incluidos los norteamericanos, que suelen confundir España con México. Si insisten un poco más, aclaro que vengo de
una región llamada Castilla. En Latinoamérica se ubican enseguida porque todos saben que a la lengua española se la llama también castellano. Asocian
con rapidez la región a la lengua que ellos mismos hablan, aunque a veces evocan también la famosa y denostada conquista llevada a cabo por la Corona de Castilla. La cosa se complica
cuando digo que soy de una provincia llamada Soria.
En México están acostumbrados a la cadena de supermercados “La Soriana”, creada
hace décadas por los hermanos Francisco y Armando Martín Borque, pero en otros lugares no tienen ni la más remota idea de dónde está ese lugar que suena casi a vasco. Así que corto por lo sano
diciendo que mi pueblo se sitúa a unos 260 kilómetros al nordeste de
Madrid. La capital del reino sí es conocida, aunque solo sea por sus equipos de fútbol. Google Maps se encarga de rematar la operación.
Todo esto viene a cuento de una noticia muy reciente. El pasado viernes 24
de enero los alcaldes de las localidades sorianas de Vinuesa y Monteagudo de las Vicarías recogieron
en la Feria Internacional de Turismo de Madrid (Fitur) el diploma que las
acredita como pueblos más bonitos de España. No son los únicos, por supuesto. Forman parte de una red de unos 100 pueblos incluidos en la lista de los pueblos más
bonitos. En realidad, el reconocimiento se había otorgado el
pasado 1 de diciembre. Con estas dos incorporaciones, son ya cuatro (Yanguas, Medinaceli,
Montegaudo de las Vicarias y Vinuesa) los pueblos sorianos incluidos en esa apreciada lista. Imagino la satisfacción de Juan Ramón Soria Marina, el joven alcalde de mi pueblo, a quien conozco y estimo, y la del resto de la corporación municipal. Recogen frutos de semillas sembradas hace tiempo.
Me alegra una
noticia tan positiva. Este reconocimiento puede ayudar a revertir la
despoblación imparable que se viene produciendo en los últimos años. Vinuesa
pertenece, como tantos otros pueblos castellanos, a la España “vaciada”. Crecen los turistas, pero disminuyen los habitantes. No es fácil para los jóvenes quedarse en un lugar en el que escasean las oportunidades laborales. No se puede fiar todo al turismo de temporada, por más que se estire la cuerda a base de nuevos reclamos (ferias ganaderas, jornadas micológicas, belén viviente, paso de la Vuelta Ciclista a España, etc.). Es preciso crear puestos de trabajo estables y más servicios (educativos, médicos, asistenciales, etc.) que beneficien a los que viven en el pueblo todo el año. Yo mismo, aunque nacido allí, soy un visitante ocasional. No siempre me es posible ir todas las veces que quisiera. Por eso, quizás no me hago cargo de hasta qué punto no se puede vivir solo de belleza, por más atractiva que resulte para propios y extraños.
La belleza de Vinuesa procede de su incomparable entorno natural, pero también de su casco urbano, que ha ido adquiriendo a lo largo de los siglos una fisonomía propia. Se podría decir lo que se dice del pan y del vino en el ofertorio de la misa: “frutos de la tierra y del trabajo del hombre”. Naturaleza e historia se dan la mano. La primera nos viene dada. Es un regalo exuberante que hay que cuidar con esmero. La segunda hay que construirla día a día con inteligencia y tesón. El resultado es un ambiente único, sugestivo y acogedor. Yo he tenido la suerte de visitar muchos hermosos lugares en el mundo, desde el parque Serengueti en Tanzania hasta las playas de Bali en Indonesia o las montañas nevadas de San Martín de los Andes en Argentina. Sería pretencioso –y quizá ridículo– decir que no he visto un lugar como mi pueblo. No es necesario caer en esta exageración pueblerina. Me conformo con decir que en ninguno he sentido la sensación de hogar que experimento cuando camino por los pinares de Vailengua o El Robledo, subo a la Laguna Negra, enfilo el pasadizo de El Portalejo, cruzo el puente sobre el Duero o recorro a pie las calles empedradas del casco viejo. Por eso, a medida que pasan los años, siento una nostalgia mayor, que tal vez no sentía cuando era joven y deseaba conocer otros mundos.
La belleza de Vinuesa procede de su incomparable entorno natural, pero también de su casco urbano, que ha ido adquiriendo a lo largo de los siglos una fisonomía propia. Se podría decir lo que se dice del pan y del vino en el ofertorio de la misa: “frutos de la tierra y del trabajo del hombre”. Naturaleza e historia se dan la mano. La primera nos viene dada. Es un regalo exuberante que hay que cuidar con esmero. La segunda hay que construirla día a día con inteligencia y tesón. El resultado es un ambiente único, sugestivo y acogedor. Yo he tenido la suerte de visitar muchos hermosos lugares en el mundo, desde el parque Serengueti en Tanzania hasta las playas de Bali en Indonesia o las montañas nevadas de San Martín de los Andes en Argentina. Sería pretencioso –y quizá ridículo– decir que no he visto un lugar como mi pueblo. No es necesario caer en esta exageración pueblerina. Me conformo con decir que en ninguno he sentido la sensación de hogar que experimento cuando camino por los pinares de Vailengua o El Robledo, subo a la Laguna Negra, enfilo el pasadizo de El Portalejo, cruzo el puente sobre el Duero o recorro a pie las calles empedradas del casco viejo. Por eso, a medida que pasan los años, siento una nostalgia mayor, que tal vez no sentía cuando era joven y deseaba conocer otros mundos.
De adolescente,
no me sentía muy orgulloso de haber nacido en un pueblo pequeño de montaña. A veces
envidiaba a los de la ciudad, por más que no me gustasen sus ínfulas urbanitas. He
tenido que vivir en ciudades grandes (como Madrid o Roma) y recorrer medio mundo para apreciar lo
que significa haber nacido en un lugar en el que todo (desde el espacio físico al humano)
resulta familiar, a medida de hombre. He tardado tiempo en comprender que
necesitamos espacios así para saber que tenemos un nombre propio que la gente pronuncia
cuando nos cruzamos en la calle. Jamás he sentido esto en el anonimato de una
gran ciudad. Quizá la belleza de un pueblo no reside tanto en el atractivo de
su entorno o de su historia, cuanto en la creación de un ámbito en el que uno es
reconocido por sí mismo, aunque esto suponga exponerse a veces a críticas o comentarios indeseados.
En tiempos
tan globales como los que vivimos, necesitamos un anclaje en una
tierra pequeña y en un grupo humano conocido. Sin él, estamos expuestos a ser
arrastrados por cualquier vendaval. Para mí, Vinuesa supone este anclaje. Disfruto
con sus bosques y ríos, añoro las nevadas de mis tiempos infantiles, los baños en
el embalse de la Cuerda del Pozo y los paseos en bici por las pistas
forestales. Pero recuerdo, sobre todo, los tiempos de silencio y las eucaristías bajo las naves
de la iglesia de Nuestra Señora del Pino, las conversaciones con mis amigos (los
de ayer y los de hoy) en torno a una cerveza o un café, los encuentros con muchas personas por la calle y las celebraciones que crean comunidad
(desde las fiestas patronales hasta la Navidad o los “santitos”). Con o sin
premio, seguiré siendo un discreto “embajador” de mi pueblo allí donde me
encuentre.
Gracias por llevar el nombre de Vinuesa por el mundo.
ResponderEliminarMe has puesto la piel de gallina. Embajador de lujo tiene Vinuesa contigo.
ResponderEliminarMe ha picado el deseo de conocer Vinuesa. Eres un gran embajador
ResponderEliminarSoy de Vinuesa y comparto los mismos sentimientos
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