Dentro de unas horas celebraremos la Eucaristía en la basílica del Corazón de María de Santiago de Chile. Daremos gracias a Dios por 150 años de vida misionera en
tierras de América. Lo hacemos en la fiesta
de la conversión de san Pablo, como si la efeméride claretiana fuera
una invitación a empezar de nuevo. Escribo frente un huerto lleno de manzanos.
A esta hora todo es silencio y frescor matinal. Me vienen a la memoria algunos
versos del himno litúrgico Alfarero
del hombre: “De mañana te
busco, hecho de luz concreta, / de espacio puro y tierra amanecida. / De mañana
te encuentro, Vigor, Origen, Meta / de los sonoros ríos de la vida”. A esta
hora, mucha gente duerme en este lado del mundo. Es probable que lo hagan
quienes ayer, como todos los viernes, se manifestaran por las calles de
Santiago y de otras poblaciones chilenas. O quienes, también como todos los
viernes, salieron de Santiago hacia la playa provocando grandes retenciones en
la autopista. Yo afronto mi último día en este país largo como un adolescente
en pleno estirón y estrecho como las escaleras de la casa de Pablo Neruda en
Isla Negra. Han sido casi dos semanas de encuentros, conversaciones y
preguntas. Una especie de sacudida emocional e intelectual en un país
acostumbrado a las sacudidas sísmicas. Regreso a Roma agradecido y con más
ganas de “caminar con otros”, de explorar nuevos caminos en la evangelización,
de hacer de los problemas puntos de partida para nuevos enfoques. Quien
renuncia a cambiar empieza a morir antes de tiempo.
Los periódicos de todo el mundo hablan de virus chinos y de otras amenazas. La mayor amenaza es vivir dormido, como si fuéramos zombis que ejecutan mecánicamente las rutinas de siempre, pero no saben disfrutar de la libertad, de la vida. Entre un paseo digital por Internet y un paseo por estos prados frescos, entre árboles frutales y flores, no tengo la menor duda a la hora de escoger. La naturaleza siempre habla de Dios porque es el primer libro marcado con las huellas de su presencia. Es difícil ser ateo o indiferente cuando uno aprende a descifrar algunos de sus códigos secretos. Disfrutar del amanecer es siempre una parábola de la resurrección. Estamos llamados a salir de la sombras de la noche y estrenar un nuevo día. Esto lo percibo con claridad en este recinto de Talagante. No sé si es tan evidente en medio de los humos de Santiago. Quizá allí, silenciado el libro de la naturaleza, hay que aprender otra gramática: la de los seres humanos perdidos en sus cubículos de hormigón, llenos de rabia y esperanza casi a partes iguales, conectados a terminales digitales que casi parecen una prolongación de su sistema nervioso. ¿Vive Dios en la séptima planta de un edificio que se asoma a la calle Zenteno o a la Casa de la Moneda? Vive, pero no es tan fácil reconocer su rostro porque nosotros nos hemos encargado de recubrirlo con mil maquillajes. Quizá una de las tareas de la espiritualidad contemporánea es aprender a desmaquillarnos para dejar el rostro como es. En sus pliegues, en su tersura o en sus arrugas, sería más fácil reconocer al Hacedor: “No hay brisa, si no alientas, monte, si nos estás dentro, / ni soledad en que no te hagas fuerte. / Todo es presencia y gracia. Vivir es ese encuentro: / Tú, por la luz; el hombre, por la muerte”.
Los periódicos de todo el mundo hablan de virus chinos y de otras amenazas. La mayor amenaza es vivir dormido, como si fuéramos zombis que ejecutan mecánicamente las rutinas de siempre, pero no saben disfrutar de la libertad, de la vida. Entre un paseo digital por Internet y un paseo por estos prados frescos, entre árboles frutales y flores, no tengo la menor duda a la hora de escoger. La naturaleza siempre habla de Dios porque es el primer libro marcado con las huellas de su presencia. Es difícil ser ateo o indiferente cuando uno aprende a descifrar algunos de sus códigos secretos. Disfrutar del amanecer es siempre una parábola de la resurrección. Estamos llamados a salir de la sombras de la noche y estrenar un nuevo día. Esto lo percibo con claridad en este recinto de Talagante. No sé si es tan evidente en medio de los humos de Santiago. Quizá allí, silenciado el libro de la naturaleza, hay que aprender otra gramática: la de los seres humanos perdidos en sus cubículos de hormigón, llenos de rabia y esperanza casi a partes iguales, conectados a terminales digitales que casi parecen una prolongación de su sistema nervioso. ¿Vive Dios en la séptima planta de un edificio que se asoma a la calle Zenteno o a la Casa de la Moneda? Vive, pero no es tan fácil reconocer su rostro porque nosotros nos hemos encargado de recubrirlo con mil maquillajes. Quizá una de las tareas de la espiritualidad contemporánea es aprender a desmaquillarnos para dejar el rostro como es. En sus pliegues, en su tersura o en sus arrugas, sería más fácil reconocer al Hacedor: “No hay brisa, si no alientas, monte, si nos estás dentro, / ni soledad en que no te hagas fuerte. / Todo es presencia y gracia. Vivir es ese encuentro: / Tú, por la luz; el hombre, por la muerte”.
Lo dejo aquí. Me
aguarda un programa intenso en una jornada que promete ser jubilosa, abierta,
compartida. Celebrar juntos nos hace más humanos y nos devuelve la esperanza
que a veces nos quita la rutina diaria. Celebrar 150 años de vida misionera es un trampolín de lanzamiento hacia el futuro porque siempre que recordamos (pasamos algo por el corazón) encontramos nuevos motivos para vivir y soñar. Agradezco de corazón a mis hermanos claretianos
de Chile, a todos los de la provincia de San José de Sur, el despliegue de
simpatía y fraternidad que han realizado en estos días. Ninguna semilla de vida
quedará infecunda.
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