Cuando se produjo el accidente hacia las 10 de la mañana cerca de Calabasas (California), yo estaba ya en el avión que me traía desde Santiago de Chile a Roma, así que me enteré de la noticia ayer, a las 6,30 de la mañana, apenas aterrizado en Fiumicino. Conecté
mi teléfono móvil y saltó la noticia: Kobe
Bryant había fallecido en un accidente de helicóptero cuando viajaba
con su hija Gianna y otras siete personas más, incluido el piloto. Durante todo
el día de ayer y la jornada de hoy se han sucedido las informaciones, reportajes
y recuerdos en los medios de comunicación y las redes sociales. Aquí en Italia el impacto ha sido grande porque Kobe vivió siete años de niño y adolescente. En
varias ocasiones lo escuché hablando un italiano fluido. (También se expresaba con soltura en español). Sentía pasión por el país transalpino y venía cada vez que podía. Creo que aquí hizo también su primera comunión.
A mí me gusta mucho el baloncesto. Reconozco que admiraba a Bryant, así que su muerte me ha sacudido, aunque no soy de los que cuelgan vídeos y fotos en las redes sociales. Cada vez que muere un personaje famoso se desata enseguida un doble movimiento. Por una parte, se multiplican las manifestaciones de cariño por parte de sus admiradores; por otra, aparecen siempre detractores dispuestos a acentuar sus puntos débiles y a decir que es injusto hablar de un muerto singular cuando cada día mueren miles de personas igualmente dignas de ser recordadas. Basta asomarse a los foros de los periódicos digitales o a Facebook para ver que estas dos corrientes se enfrentan, aunque me parece que gana la primera por goleada (o por puntos, por emplear la jerga del baloncesto).
A mí me gusta mucho el baloncesto. Reconozco que admiraba a Bryant, así que su muerte me ha sacudido, aunque no soy de los que cuelgan vídeos y fotos en las redes sociales. Cada vez que muere un personaje famoso se desata enseguida un doble movimiento. Por una parte, se multiplican las manifestaciones de cariño por parte de sus admiradores; por otra, aparecen siempre detractores dispuestos a acentuar sus puntos débiles y a decir que es injusto hablar de un muerto singular cuando cada día mueren miles de personas igualmente dignas de ser recordadas. Basta asomarse a los foros de los periódicos digitales o a Facebook para ver que estas dos corrientes se enfrentan, aunque me parece que gana la primera por goleada (o por puntos, por emplear la jerga del baloncesto).
De Kobe Bryant, un
grandullón de 1,98 metros y 96 kilos, se acentúan tres manchas: su carácter
arrogante y frío (aunque atemperado con el paso de los años), su adulterio con una camarera (si bien no fue condenado por violación) y la insensatez de volar en un día
neblinoso poniendo en riesgo su vida y la de sus acompañantes (aunque todavía se tienen que esclarecer las causas del accidente). No seré yo quien
entre a juzgar estas acusaciones. Prefiero acentuar su fe
católica como energía que provocó en él un lento proceso de
transformación personal. Después de su famosa infidelidad –que él reconoció, aunque
siempre negó la violación– llegó a afirmar que “lo único que realmente me ayudó durante ese proceso –soy católico, fui
criado católico, mis hijas son católicas– fue hablar con un sacerdote”. No
creo que sea honrado aprovechar estas declaraciones para hacer una apología de
la fe católica o del ministerio sacerdotal, pero tampoco hay que pasarlas por alto, como si fueran una mera anécdota. Son pocos los famosos que se atreven a confesar su fe sin temor a ser tildados de retrógrados. Kobe y su hija Gianna habían participado en la misa dominical de las 7 de la mañana en la iglesia de Nuestra Señora Reina de los Ángeles antes de dirigirse al aeropuerto John Wayne en el condado de Orange.
Para mí, lo esencial es comprobar que una persona habituada a una competitividad extrema y que gana más de 20 millones de dólares al año, es capaz de afrontar una crisis personal y matrimonial bebiendo en la fuente de su fe. Yo no admiro a las personas impolutas, con una hoja de servicios inmaculada, sino a aquellas que tienen jirones en la piel por haber luchado, pero que tienen también la humildad suficiente para reconocer sus errores y fallos, ponerse en pie y seguir caminando. Había algo en el rostro del Bryant que hacía intuir un interior más rico del que transparentaba su voracidad encestadora, su obsesión con entrenarse incluso de noche y su cuenta bancaria.
Para mí, lo esencial es comprobar que una persona habituada a una competitividad extrema y que gana más de 20 millones de dólares al año, es capaz de afrontar una crisis personal y matrimonial bebiendo en la fuente de su fe. Yo no admiro a las personas impolutas, con una hoja de servicios inmaculada, sino a aquellas que tienen jirones en la piel por haber luchado, pero que tienen también la humildad suficiente para reconocer sus errores y fallos, ponerse en pie y seguir caminando. Había algo en el rostro del Bryant que hacía intuir un interior más rico del que transparentaba su voracidad encestadora, su obsesión con entrenarse incluso de noche y su cuenta bancaria.
La imagen de Kobe
con su hija Gianna (nombre italiano, por cierto), dotada también para el baloncesto,
me hace recordar a las familias que han vivido el drama de un accidente en el
que uno o más miembros han fallecido. Tengo experiencias muy cercanas. Es un
golpe del que pocos se rehacen. Pienso en la esposa de Bryant y en sus tres
hijas vivas. Me cuesta imaginar lo que están viviendo en estos días. Ellas
tienen el apoyo de millones de personas en todo el mundo, pero nada puede
suplir a la pérdida de un esposo (y padre) y de una hija (y hermana). La muerte
de los famosos nos hace más sensibles a las muertes de quienes mueren en el
anonimato, sin compañía. Y –como es lógico– nos obliga a pensar en nuestra
propia muerte.
Kobe era un tipo relativamente joven (41 años), fuerte, apuesto, rico y con una adorable familia. Tenía todos los ingredientes que hoy se consideran necesarios para llevar una vida feliz. Y, sin embargo, cuando estaba empezando una etapa fuera de las canchas que le hubiera permitido seguir madurando como ser humano, esposo y padre, todo se tronca. No podemos esperar demasiado para ser nosotros mismos, para creer en Dios y para amar a los demás. Hoy es el momento. Mañana puede ser demasiado tarde. Nos lo recuerdan sin palabras un padre y una hija, unidos en una experiencia que ningún padre desea jamás: morir junto a quienes tendrían que haber preservado su memoria. Que el Padre de todos acoja a ambos en su infinito amor y a nosotros nos dé lucidez, compasión y ganas de vivir con hondura.
Kobe era un tipo relativamente joven (41 años), fuerte, apuesto, rico y con una adorable familia. Tenía todos los ingredientes que hoy se consideran necesarios para llevar una vida feliz. Y, sin embargo, cuando estaba empezando una etapa fuera de las canchas que le hubiera permitido seguir madurando como ser humano, esposo y padre, todo se tronca. No podemos esperar demasiado para ser nosotros mismos, para creer en Dios y para amar a los demás. Hoy es el momento. Mañana puede ser demasiado tarde. Nos lo recuerdan sin palabras un padre y una hija, unidos en una experiencia que ningún padre desea jamás: morir junto a quienes tendrían que haber preservado su memoria. Que el Padre de todos acoja a ambos en su infinito amor y a nosotros nos dé lucidez, compasión y ganas de vivir con hondura.
Muchas gracias Gonzalo por aportarnos tantos valores con posts como este. En estos momentos uno solo piensa en sus seres queridos, en darles todo el cariño y sinceridad que se puede dar. También la fe, el agradecimiento y la ayuda hacia otras personas son valores que jamás se deben de olvidar y más importante aún, de proporcionar.
ResponderEliminarDEP Kobe, su hija y los otros siete fallecidos. El legado que deja Kobe tras de sí es muy grande.