Me vine de Chile con mi portátil infectado. La “promiscuidad informática” que viví durante esas
dos semanas y mi insuficiente protección abrieron un espacio a varios troyanos
y otros especímenes de malware. Y,
como es natural, en cuanto vieron un boquete, se colaron sin contemplaciones. Visto
que no podía eliminarlos con mi viejo antivirus AVG, ayer tuve que instalar otro más potente, un Norton en toda regla. No quedó un virus
con cabeza. ¡Ojalá se encontrase pronto un remedio tan eficaz para el
coronavirus que está asolando China y ha saltado ya a otros países del
mundo! Tener el ordenador infectado es un fastidio permanente. En cuanto quería
abrir cualquier página web, enseguida saltaban otras no deseadas. El trabajo se
hacía enojoso. Es quizás una invitación a desconectar más, a engrosar las filas de quienes ya están hartos de tanta tecnología y aspiran a recuperar tranquilidad.
Instalar un antivirus me llevó poco tiempo. Espero que la limpieza haya sido total, aunque nunca se sabe. Por ahora, la cosa tiene buena pinta. Hacía años que no experimentaba una infección semejante. Estoy demasiado protegido por las barreras del lugar donde vivo. Lo malo es que cuando uno sale a campo abierto y se expone a conexiones no seguras, intercambio de pendrives y otras prácticas de riesgo digital, puede suceder cualquier cosa. A la luz de lo vivido con mi portátil, es imposible no pensar en lo que sucede en otras esferas de la vida. Cuanto más salimos, más nos arriesgamos, pero en eso consiste vivir. Uno no puede quedarse siempre en los cuarteles de invierno. El papa Francisco dice que prefiere una iglesia accidentada por salir a la calle, al encuentro con la gente, que una iglesia tranquila que se vuelve un poco neurótica por querer preservar siempre su seguridad.
Instalar un antivirus me llevó poco tiempo. Espero que la limpieza haya sido total, aunque nunca se sabe. Por ahora, la cosa tiene buena pinta. Hacía años que no experimentaba una infección semejante. Estoy demasiado protegido por las barreras del lugar donde vivo. Lo malo es que cuando uno sale a campo abierto y se expone a conexiones no seguras, intercambio de pendrives y otras prácticas de riesgo digital, puede suceder cualquier cosa. A la luz de lo vivido con mi portátil, es imposible no pensar en lo que sucede en otras esferas de la vida. Cuanto más salimos, más nos arriesgamos, pero en eso consiste vivir. Uno no puede quedarse siempre en los cuarteles de invierno. El papa Francisco dice que prefiere una iglesia accidentada por salir a la calle, al encuentro con la gente, que una iglesia tranquila que se vuelve un poco neurótica por querer preservar siempre su seguridad.
Con frecuencia
tengo la impresión de que nuestros sistemas operativos personales están infectados y de que,
por lo tanto, las “aplicaciones” con las que gestionamos nuestra vida no
funcionan bien. Acumulamos
demasiados virus (los llamados “pecados capitales”) en nuestro interior. Así,
es imposible vivir con serenidad y alegría y transmitir positividad a los
demás. Cuando uno está bien por dentro, todo (el trabajo, las relaciones, la
oración, etc.) resulta más fácil y llevadero. Es como si el sistema operativo
personal funcionara sin lastre, a pleno rendimiento. Cuando, por el contrario,
acumulamos resentimiento, envidia, codicia, lujuria, pereza, etc., todo se
resiente. Perdemos la capacidad de saludar a los demás con amabilidad, hacemos
nuestro trabajo a regañadientes, todo se nos hace cuesta arriba, nos molestamos
por cualquier insignificancia, almacenamos resquemores, nos pesa esbozar una
sonrisa y sospechamos siempre de los demás. Un sistema operativo infectado por
el pecado nunca funciona bien. De poco sirve que instalemos “aplicaciones” de
lujo, como un una buena lectura, un cursillo, una conversación o cualquier otra
cosa. Apenas sacaremos provecho de sus potencialidades porque el sistema no
está preparado para ello.
Los cristianos disponemos
de algunos potentes antivirus para limpiar nuestro sistema operativo. El más
radical es el sacramento de la reconciliación. Nos permite explorar lo que nos
pasa, poner nombre a los virus (pecados) que entorpecen nuestra vida y, sobre
todo, abrirnos al poder sanador de la misericordia de Dios. Y, sin embargo, es
un antivirus que ha caído en desuso. A veces, se sustituye impropiamente por
terapias psicológicas o por otros medios para evacuar la culpabilidad
acumulada. El sacramento de la reconciliación mantiene nuestro sistema operativo
en buen funcionamiento para que todas las demás aplicaciones operen con
eficacia. Otro potente antivirus es, sin duda, la oración. A través de su ejercicio
regular, nos manteneos en contacto con el “servidor” de Dios y recibimos de él
todas las actualizaciones necesarias para vivir cada día con lucidez y fuerza. Hay
un tercer antivirus que no es fácil de encontrar en el “mercado espiritual”: el
acompañamiento. Se trata de la posibilidad de compartir lo que nos pasa con
alguien que nos escuche con atención y nos ayude a discernir el paso de Dios
por nuestra vida. Jesús, además de enseñar, predicar y curar, se dedicaba también
a “expulsar demonios”; es decir, aplicaba el antivirus del perdón y la misericordia
allí donde los virus del mal (los “demonios”) se habían posesionado de las
personas.
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