En el inmediato gobierno de Pedro Sánchez habrá una ministra de Transición Ecológica y Reto Demográfico. No sé si existe un ministerio de este tipo en algún otro gobierno del mundo. Tampoco
sé si resultará eficaz o no. Pero me llama la atención el enlace entre estos
dos campos: la ecología y la demografía. Es evidente que ambos retos afectan a
Europa de manera singular. El segundo es palmario. Se intuía hace años; ahora no se puede ocultar. Cuando el papa Pablo VI publicó la encíclica Humanae vitae en
1968 fue criticado con mucha dureza desde varios frentes internos y externos.
Su postura en contra del uso de medios artificiales de control de la natalidad parecía reaccionaria y contraria al avance de la ciencia y la liberación de la mujer. Hoy, casi
52 años más tarde, ante el desierto demográfico que vive Europa, me pregunto si la suya no era una apuesta profética, aunque poco comprendida entonces, en plena eclosión de la “revolución sexual”. Como todos los profetas, tampoco Pablo VI fue
bien acogido ni siquiera en su propia tierra. Hoy nos formulamos algunas preguntas con más serenidad y desde una dilatada trayectoria histórica.
Que se haya creado un ministerio para afrontar el “reto
demográfico” significa que, tras décadas de una cierta inconsciencia, empezamos
a caer en la cuenta de las desastrosas consecuencias que está teniendo el
envejecimiento de Europa y de la necesidad de reaccionar. En 1950, apenas el 12% de la población europea tenía
más de 65 años. Actualmente, la proporción ya se ha duplicado. Las proyecciones
muestran que en 2050 más del 36% de la población europea tendrá más de 65 años.
Ha descendido drásticamente la natalidad (noticia negativa) y ha aumentado la
longevidad (noticia positiva). En un pasado no muy lejano, una mujer en Europa
tenía de promedio más de dos hijos. Desde el año 2000, la tasa de natalidad ha
caído por debajo de ese umbral. Los europeos también vivimos más ahora: 78 años
en promedio, cuando en la década de los 50 la expectativa de vida
era de 66 años.
Es obvio que los
hijos pueden acarrear problemas y limitar durante algunos años el espacio personal. Es obvio que mantener una familia cuesta caro y que nuestro ritmo de vida actual no favorece la vida familiar. Se lo he oído comentar a algunos padres jóvenes. Hoy nos hemos creado tantas
necesidades que resulta difícil satisfacerlas todas y al mismo tiempo sacar adelante
una familia numerosa. Por otra parte, somos muy conscientes de que no se trata de traer hijos al mundo sin hacerse cargo de
sus implicaciones. La Iglesia habla con claridad del deber de ejercer una “paternidad/maternidad responsable”. Pero su ejercicio cambia radicalmente según se vea al
hijo como una bendición o como un obstáculo, como una oportunidad o como una amenaza.
Hoy nos estamos dando cuenta de las negativas consecuencias económicas y sociales del desierto demográfico. Se habla de las dificultades para sostener el sistema de pensiones (puede llegar un momento en el que la población pasiva casi iguale a la activa) y de la necesidad de favorecer una inmigración regulada que se haga cargo de los trabajos para los que no se encuentra personal autóctono. El punto de vista es, sobre todo, economicista. Hay capital, pero falta mano de obra. Creo que hay que ir mucho más lejos. Es imprescindible ayudar económicamente a las familias, pero no basta. Tenemos que cambiar la forma de pensar. Necesitamos redescubrir que los hijos constituyen el más preciado “capital social” porque sin ellos sencillamente no hay futuro. Esto es evidente en las culturas africanas y en muchas americanas y asiáticas. En la Biblia, los hijos son presentados como una bendición de Dios. El salmo 127 canta que “los hijos son una herencia del Señor, los frutos del vientre son una recompensa. Como flechas en las manos del guerrero son los hijos de la juventud. Dichosos los que llenan su aljaba con esta clase de flechas” (3-5).
Hoy nos estamos dando cuenta de las negativas consecuencias económicas y sociales del desierto demográfico. Se habla de las dificultades para sostener el sistema de pensiones (puede llegar un momento en el que la población pasiva casi iguale a la activa) y de la necesidad de favorecer una inmigración regulada que se haga cargo de los trabajos para los que no se encuentra personal autóctono. El punto de vista es, sobre todo, economicista. Hay capital, pero falta mano de obra. Creo que hay que ir mucho más lejos. Es imprescindible ayudar económicamente a las familias, pero no basta. Tenemos que cambiar la forma de pensar. Necesitamos redescubrir que los hijos constituyen el más preciado “capital social” porque sin ellos sencillamente no hay futuro. Esto es evidente en las culturas africanas y en muchas americanas y asiáticas. En la Biblia, los hijos son presentados como una bendición de Dios. El salmo 127 canta que “los hijos son una herencia del Señor, los frutos del vientre son una recompensa. Como flechas en las manos del guerrero son los hijos de la juventud. Dichosos los que llenan su aljaba con esta clase de flechas” (3-5).
No sé qué logros
alcanzará este nuevo ministerio dedicado a la Transición Ecológica y al Reto Demográfico.
Cualquier medida política solo resultará eficaz en el marco de lo que el papa
Francisco llama “ecología
integral”. Creo que los cristianos estamos llamados a promover la “cultura
de la vida” de forma responsable (no como mero asunto biológico) y generosa (no
como mero asunto individual). La “cultura de la vida” nos permitirá redescubrir
la alegría de ser padres y madres, de dedicar la vida (incluso sacrificando legítimos
intereses personales) a hacer que los hijos crezcan y maduren. Si no lo hacemos nosotros, se encargarán de hacerlo los musulmanes que se están instalando en Europa. En cualquier caso, ¡bienvenidos sean todos los niños!
Sin niños, la
sociedad europea puede caer en una inmensa depresión colectiva. La alegría y la
esperanza vienen de la mano de quienes con su nacimiento nos recuerdan –como señalaba bellamente
el poeta indio Tagore– que Dios no se ha olvidado de este mundo. Cada niño que nace
es un embajador del amor de Dios. Por eso, cada niño nos ayuda a descubrir nuestra
condición de hijos, a vivir con más profundidad, gratitud y generosidad la existencia humana. Es
precisamente el mensaje del tiempo de Navidad que mañana terminaremos. En el “niño
Jesús” Dios ha apostado por el futuro de la humanidad. Quien esto escribe es
célibe por vocación. He renunciado a la paternidad biológica, pero no a la
paternidad espiritual. Afirmar el valor de la vida y trabajar por ella es una responsabilidad
coral de todos los seres humanos.
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