En muchos lugares se celebra hoy la solemnidad de la Epifanía del Señor, pero en Italia y España hoy es el II Domingo después de Navidad. Tras ocho días en Portugal (Fátima y
Lisboa), estoy de nuevo en Roma. Aquí se nota que estamos en invierno, por lo
menos en las primeras horas de la mañana. De las lecturas de este domingo escojo
solo un versículo de la segunda, tomada de la carta a los Efesios: “Él nos eligió en Cristo, antes de la fundación del mundo, para que
fuésemos santos e intachables ante él por el amor”. Es una fórmula sintética
y con sabor litúrgico para recordarnos dos verdades imprescindibles: venimos de
una elección (origen) y estamos llamados a la santidad (destino). Ninguna de
las dos palabras (elección y santidad) tienen hoy mucho predicamento. ¿Quién
habla de que hemos sido “elegidos” por Dios? Salvo en círculos eclesiales, ¿quién
habla de “santidad”? Me pregunto incluso si estas palabras dicen algo a la mayoría
de las personas.
Me parece que
muchos consideran su origen como fruto del azar, como una extraña e improbable combinación
de un óvulo y un espermatozoide que en el carrusel de la vida dio origen a un
ser humano. Según esta manera de ver ls cosas, todos existimos por pura casualidad, aunque ya se da la posibilidad técnica de producir
bebés programados, casi a la carta. Cuando uno se sabe fruto del azar o de la mera programación no
tiene demasiadas razones para valorar su vida o para desistir de eliminarla. Lo
que ha surgido por puro azar, puede ser también eliminado sin muchos
miramientos. Es probable que en el origen de la pérdida del sentido de la vida de muchos contemporáneos exista esta concepción azarosa de la propia existencia. El hecho de que la
Palabra de Dios nos revele que existimos porque Dios nos ha “elegido” (es
decir, porque Dios nos ama) introduce una clave que cambia el sentido de la
partitura. Incluso aunque nadie reconociera nuestra dignidad, vivimos porque el
Dios de la vida ha querido que existiéramos. En el profeta Isaías leemos: “¿Es que puede una madre olvidarse de su
criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide,
yo no te olvidaré” (Is 49,15). Cuando estas palabras se hacen carne de
nuestra carne, contemplamos nuestra vida y la de los demás de otra manera,
descubrimos la fuente de nuestra identidad, sabemos de dónde venimos, quiénes
somos y a quién pertenecemos.
La segunda
palabra tiene que ver con nuestro destino. Hemos sido llamados a ser “santos e intachables ante él por el amor”.
Si entendiéramos esta llamada en sentido perfeccionista, creo que interpretaríamos mal su sentido original. Ser santos e intachables es una forma de decir que estamos
llamados a amar. La santidad de Dios es su amor. Ser santos significa amar como
él nos ama. En este punto hay una hermosa coincidencia entre los que nos revela
la Biblia y los que nos descubren las ciencias antropológicas y psicológicas.
Los seres humanos estamos hechos para dar y recibir amor, para reflejar el
amor divino que está en el origen de nuestra existencia y al que nos dirigimos
en nuestra peregrinación terrestre. No es extraño, pues, que cuando planteamos
la vida desde otras claves nos sintamos desajustados, como quien se extravía en
el camino y no acaba de encontrar su meta. Creo que en un día como hoy, en el
que muchos niños de España y de algunos países latinoamericanos (México,
Argentina, Uruguay, República Dominicana, Colombia, Venezuela, Paraguay, Puerto
Rico o Cuba) esperan con ilusión la llegada de los Reyes Magos, no hay
mejor regalo que saber que existimos porque Dios nos ha elegido y que estamos
llamados a ser santos. Venimos del Amor y a él vamos. Hay razones suficientes
para la alegría y no tienen nada que ver con las que la publicidad nos vende.
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