La Navidad social hace días que terminó, pero la Navidad litúrgica termina hoy con la Fiesta del Bautismo del Señor. A algunas personas este tiempo navideño se les
hace interminable por la sucesión de celebraciones, pero, en realidad, solo dura
alrededor de dos semanas. A mí me resulta muy querida la fiesta de hoy porque
fui bautizado el 12 de enero de 1958, el mismo día en el que la Iglesia –como sucede
este año– celebraba la fiesta del Bautismo del Señor. Si la entada de ayer
estaba dedicada a “la alegría de ser padres” en un contexto de baja natalidad,
hoy, recordando nuestro propio bautismo, quiero escribir sobre “la alegría de
ser hijos”. La liturgia nos propone el relato del Bautismo de Jesús en la
versión de Mateo. En ella no se indica el lugar en el que Jesús fue bautizado,
pero la tradición –siguiendo las indicaciones del evangelio de Juan (cf. Jn
1,28)– lo sitúa en un lugar llamado Betábara. Más allá de su
ubicación geográfica, este lugar tiene una profunda significación teológica.
Por una parte, es el lugar por el que el pueblo judío entró en la tierra
prometida; por otra, es –según los geólogos– el punto más bajo de la tierra (unos 400 metros por debajo del nivel del Mar Mediterráneo). El
mensaje es claro: incorporados al bautismo de Jesús, pasamos –como el viejo pueblo de Israel– de la esclavitud a
la libertad. De esta libertad nadie queda excluido. Jesús ha descendido
hasta lo más profundo de la escala
humana porque “quiere que todos los
hombres sean salvados y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4).
El autor de la Carta a los Hebreos utiliza términos todavía más conmovedores:
Cristo no se avergüenza de llamar “hermanos” a los hombres pecadores (cf. Heb
2,11).
Mateo, al igual
que Marcos y Lucas, describe la escena del bautismo con tres imágenes: la
apertura del cielo, la paloma y la voz del cielo. Emplea imágenes que son
familiares para los lectores de su tiempo, pero no tanto para nosotros; por eso,
necesitamos interpretarlas. La apertura del cielo se entiende mejor teniendo en
cuenta que el pueblo creía que, a causa de sus infidelidades y pecados, el
cielo estaba cerrado para ellos. Lo expresa claramente un texto de Isaías: “Señor, tu eres nuestro Padre; nosotros
somos la arcilla y tú el alfarero, somos obra de tu mano. No te irrites tanto,
Señor, no recuerdes siempre nuestra culpa: mira que somos tu pueblo…”; “¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!” (Is
64,7-8; 63,19). Con Jesús se rompe todo aislamiento. Dios se hace presente
entre nosotros. Más aún, sobre cada uno pronuncia las mismas palabras que sobre
Jesús: “Tú eres mi hijo (mi hija) amado”.
El Padre, el Hijo y el Espíritu se dan cita para dar fe de que nosotros somos
hijos de Dios en el hijo Jesús. En el prólogo de Juan leímos en dos ocasiones
durante el pasado tiempo de Navidad que “a
cuantos la recibieron [la Palabra], les da poder para ser hijos de Dios, si
creen en su nombre” (Jn 1,16).
Nos pasamos toda
la vida buscando “quiénes somos”. Cuando alguien nos pregunta, solemos responder
indicando “lo que hacemos”; es decir, nuestra profesión: “Soy albañil” o “Soy
abogado” o “Soy profesora”. Otras veces preferimos dar un rodeo y decir “lo que
tenemos”: “Tengo una familia de tres hijos”, “Tengo una casa en Madrid”… En
realidad, todas estas respuestas son más bien excusas porque, en realidad, no sabemos quiénes somos. Decir que somos italianos, españoles, colombianos o
argentinos, no resuelve el problema. Nuestra nacionalidad es un puro accidente. Tampoco si aludimos a nuestra etnia,
nuestra estatura, nuestra clase social o nuestra orientación sexual. La única
respuesta verdadera, gozosa y firme es la que nos ofrece la Palabra de Dios: “Tú
eres un hijo amado por Dios”. Esta respuesta no figura en nuestro documento
nacional de identidad o en nuestro pasaporte, pero expresa como ninguna otra lo
que de verdad somos. Todo cambia cuando tomamos conciencia de esta verdad.
Entonces, no necesitamos mendigar ningún reconocimiento social, o ansiar títulos o posesiones, porque tenemos dentro de nosotros la fuente de
una dignidad filial que nadie podrá nunca arrebatarnos. Este don es el que recibimos precisamente en el Bautismo. Hoy es un día especial para dar gracias a Dios por el don del Bautismo recibido, tanto si lo recibimos de niños como de adultos.
Muchas gracias Gonzalo... FELICIDADES!!! Sé que es un día importante para ti... y para todos los que sentimos la llamada a escuchar este TU ERES MI HIJO/A AMADO/A... Un abrazo
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