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jueves, 30 de enero de 2020

Se requiere un antivirus

Me vine de Chile con mi portátil infectado. La “promiscuidad informática” que viví durante esas dos semanas y mi insuficiente protección abrieron un espacio a varios troyanos y otros especímenes de malware. Y, como es natural, en cuanto vieron un boquete, se colaron sin contemplaciones. Visto que no podía eliminarlos con mi viejo antivirus AVG, ayer tuve que instalar otro más potente, un Norton en toda regla. No quedó un virus con cabeza. ¡Ojalá se encontrase pronto un remedio tan eficaz para el coronavirus que está asolando China y ha saltado ya a otros países del mundo! Tener el ordenador infectado es un fastidio permanente. En cuanto quería abrir cualquier página web, enseguida saltaban otras no deseadas. El trabajo se hacía enojoso. Es quizás una invitación a desconectar más, a engrosar las filas de quienes ya están hartos de tanta tecnología y aspiran a recuperar tranquilidad.

Instalar un antivirus me llevó poco tiempo. Espero que la limpieza haya sido total, aunque nunca se sabe. Por ahora, la cosa tiene buena pinta. Hacía años que no experimentaba una infección semejante. Estoy demasiado protegido por las barreras del lugar donde vivo. Lo malo es que cuando uno sale a campo abierto y se expone a conexiones no seguras, intercambio de pendrives y otras prácticas de riesgo digital, puede suceder cualquier cosa. A la luz de lo vivido con mi portátil, es imposible no pensar en lo que sucede en otras esferas de la vida. Cuanto más salimos, más nos arriesgamos, pero en eso consiste vivir. Uno no puede quedarse siempre en los cuarteles de invierno. El papa Francisco dice que prefiere una iglesia accidentada por salir a la calle, al encuentro con la gente, que una iglesia tranquila que se vuelve un poco neurótica por querer preservar siempre su seguridad.

Con frecuencia tengo la impresión de que nuestros sistemas operativos personales están infectados y de que, por lo tanto, las “aplicaciones” con las que gestionamos nuestra vida no funcionan bien. Acumulamos demasiados virus (los llamados “pecados capitales”) en nuestro interior. Así, es imposible vivir con serenidad y alegría y transmitir positividad a los demás. Cuando uno está bien por dentro, todo (el trabajo, las relaciones, la oración, etc.) resulta más fácil y llevadero. Es como si el sistema operativo personal funcionara sin lastre, a pleno rendimiento. Cuando, por el contrario, acumulamos resentimiento, envidia, codicia, lujuria, pereza, etc., todo se resiente. Perdemos la capacidad de saludar a los demás con amabilidad, hacemos nuestro trabajo a regañadientes, todo se nos hace cuesta arriba, nos molestamos por cualquier insignificancia, almacenamos resquemores, nos pesa esbozar una sonrisa y sospechamos siempre de los demás. Un sistema operativo infectado por el pecado nunca funciona bien. De poco sirve que instalemos “aplicaciones” de lujo, como un una buena lectura, un cursillo, una conversación o cualquier otra cosa. Apenas sacaremos provecho de sus potencialidades porque el sistema no está preparado para ello.

Los cristianos disponemos de algunos potentes antivirus para limpiar nuestro sistema operativo. El más radical es el sacramento de la reconciliación. Nos permite explorar lo que nos pasa, poner nombre a los virus (pecados) que entorpecen nuestra vida y, sobre todo, abrirnos al poder sanador de la misericordia de Dios. Y, sin embargo, es un antivirus que ha caído en desuso. A veces, se sustituye impropiamente por terapias psicológicas o por otros medios para evacuar la culpabilidad acumulada. El sacramento de la reconciliación mantiene nuestro sistema operativo en buen funcionamiento para que todas las demás aplicaciones operen con eficacia. Otro potente antivirus es, sin duda, la oración. A través de su ejercicio regular, nos manteneos en contacto con el “servidor” de Dios y recibimos de él todas las actualizaciones necesarias para vivir cada día con lucidez y fuerza. Hay un tercer antivirus que no es fácil de encontrar en el “mercado espiritual”: el acompañamiento. Se trata de la posibilidad de compartir lo que nos pasa con alguien que nos escuche con atención y nos ayude a discernir el paso de Dios por nuestra vida. Jesús, además de enseñar, predicar y curar, se dedicaba también a “expulsar demonios”; es decir, aplicaba el antivirus del perdón y la misericordia allí donde los virus del mal (los “demonios”) se habían posesionado de las personas.

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