Estuve en Ecuador
en agosto de 2012. Me subyugó la belleza del país andino. Visité, sobre todo, Quito,
Guayaquil y la islita de Limones. No he vuelto desde entonces. Ahora he desempolvado
mis recuerdos a propósito del terremoto
que asoló el país el pasado 16 de abril y que ha causado ya más de 500
muertos y miles de heridos. Procuro meterme en la piel de quienes están
padeciendo esta desgracia en primera persona. No es lo mismo ver las imágenes por televisión que estar allí, en medio de los escombros, palpando la desolación de las personas afectadas.
Viví muy de cerca otro terremoto: el de El Salvador el 13 de enero de 2001. Fue mi primera experiencia cercana de un seísmo. No sabría decir qué mi impresionó más: si la devastación producida por el fenómeno natural o la solidaridad humana que se puso en marcha. Al poco tiempo escribí mi experiencia en un artículo titulado La sacudida de los cimientos. Me atreví a interpretar aquel desastre desde la fe gracias a los testimonios admirables que recibí de los más directamente afectados. Ellos captaron lo que a mí me resultaba incomprensible.
Viví muy de cerca otro terremoto: el de El Salvador el 13 de enero de 2001. Fue mi primera experiencia cercana de un seísmo. No sabría decir qué mi impresionó más: si la devastación producida por el fenómeno natural o la solidaridad humana que se puso en marcha. Al poco tiempo escribí mi experiencia en un artículo titulado La sacudida de los cimientos. Me atreví a interpretar aquel desastre desde la fe gracias a los testimonios admirables que recibí de los más directamente afectados. Ellos captaron lo que a mí me resultaba incomprensible.
Ahora, a propósito de lo que está sucediendo
en Ecuador, uno de los lectores del blog
me invita a reflexionar sobre las desgracias naturales desde el punto de vista
de la fe. ¿Cómo seguir creyendo que Dios es bueno cuando la naturaleza se ceba
con los más vulnerables? Esta pregunta acompaña a todo creyente como un
sabueso inseparable. Hasta Jesús mismo la hizo suya en la cruz, según nos
cuentan los evangelios de Mateo y Marcos: “Dios mío,
¿por qué me has abandonado?”. ¿Se puede expresar con más desgarro la experiencia de sentir que todo es absurdo, injusto e inhumano, que Dios parece haberse retirado en el momento en el que más lo necesitamos? El salmo 22 que los evangelistas ponen en labios de Jesús es el salmo de todos los seres humanos que experimentan que una desgracia (un terremoto, un volcán, un cáncer, un infarto, un acto terrorista, un accidente de tráfico) interrumpe brusca e injustamente el curso de su vida. No se trata de una experiencia solo nuestra: ¡Jesús mismo la padeció en grado supremo! En la cruz de Jesús se concentraron todos los muertos de la historia, todos los dolores, todas las preguntas sin aparente respuesta: Auswitchz y Rwanda, Camboya y Biafra...
Si tanto sufrimiento puede ser contemplado con esperanza, con un mínimo de sentido, tiene que ser a partir de la misma experiencia que lo concentra: la cruz de Jesús. Lo paradójico de la fe cristiana es que revela el amor de Dios en el no-Dios del sufrimiento y de la muerte. La cruz de Jesús (cadalso de un condenado) es, al mismo tiempo, su trono de gloria. ¡El Crucificado es el Resucitado! La vida tiene la palabra definitiva sobre la muerte. ¡Esta es la gran novedad de la Pascua de Jesús que nunca acabaremos de entender porque es demasiado nueva, demasiado escandalosa, para quienes nos debatimos en la duda y naufragamos en mil contradicciones! Solo quienes han vivido en carne propia este "paso" merecen credibilidad. Su discurso tiene la fuerza del testimonio. Por eso, son las víctimas las que nos evangelizan a quienes, en nuestro desconcierto, no sabemos cómo orientarnos en el mar proceloso del dolor injusto y absurdo. ¡Cuántos cuidadores de enfermos terminales, deprimidos por un desenlace que no pueden evitar, se han sentido fortalecidos por la energía de quienes aceptan con serenidad y esperanza su final!
Ahora no sabría decir nada diferente a lo que escribí en el artículo citado. Recogí los testimonios de la "niña Lidia" (la anciana de 86 años que, sentada en un colchón raído en medio de la calle, me desarmó con su esperanza) y de Jeremías (el joven que me alentó con su solidaridad tranquila y constante). Solo que ahora, en abril de 2016, tendría que llamar en causa a otros testigos.
Uno de ellos es la Hermana Clare Crockett, irlandesa, nacida en 1982, el mismo año en que yo me ordené sacerdote. Esta joven religiosa de 33 años murió bajo los escombros de su casa junto a cinco postulantes de su Congregación -las Siervas del Hogar de la Madre- el pasado 16 de abril. Tenía simbólicamente la edad de Cristo. El certificado de defunción dirá que murió a consecuencia de los traumatismos causados por el hundimiento de la casa en que se encontraba. Pero mucho antes, ella ya había entregado su vida por causa del Evangelio. El terremoto no se la quitó porque ella la había entregado. Su profesión religiosa fue una muerte anticipada. Lo único que ha hecho el terremoto es ayudarnos a reconocerla y agradecerla.
Si tanto sufrimiento puede ser contemplado con esperanza, con un mínimo de sentido, tiene que ser a partir de la misma experiencia que lo concentra: la cruz de Jesús. Lo paradójico de la fe cristiana es que revela el amor de Dios en el no-Dios del sufrimiento y de la muerte. La cruz de Jesús (cadalso de un condenado) es, al mismo tiempo, su trono de gloria. ¡El Crucificado es el Resucitado! La vida tiene la palabra definitiva sobre la muerte. ¡Esta es la gran novedad de la Pascua de Jesús que nunca acabaremos de entender porque es demasiado nueva, demasiado escandalosa, para quienes nos debatimos en la duda y naufragamos en mil contradicciones! Solo quienes han vivido en carne propia este "paso" merecen credibilidad. Su discurso tiene la fuerza del testimonio. Por eso, son las víctimas las que nos evangelizan a quienes, en nuestro desconcierto, no sabemos cómo orientarnos en el mar proceloso del dolor injusto y absurdo. ¡Cuántos cuidadores de enfermos terminales, deprimidos por un desenlace que no pueden evitar, se han sentido fortalecidos por la energía de quienes aceptan con serenidad y esperanza su final!
Ahora no sabría decir nada diferente a lo que escribí en el artículo citado. Recogí los testimonios de la "niña Lidia" (la anciana de 86 años que, sentada en un colchón raído en medio de la calle, me desarmó con su esperanza) y de Jeremías (el joven que me alentó con su solidaridad tranquila y constante). Solo que ahora, en abril de 2016, tendría que llamar en causa a otros testigos.
Uno de ellos es la Hermana Clare Crockett, irlandesa, nacida en 1982, el mismo año en que yo me ordené sacerdote. Esta joven religiosa de 33 años murió bajo los escombros de su casa junto a cinco postulantes de su Congregación -las Siervas del Hogar de la Madre- el pasado 16 de abril. Tenía simbólicamente la edad de Cristo. El certificado de defunción dirá que murió a consecuencia de los traumatismos causados por el hundimiento de la casa en que se encontraba. Pero mucho antes, ella ya había entregado su vida por causa del Evangelio. El terremoto no se la quitó porque ella la había entregado. Su profesión religiosa fue una muerte anticipada. Lo único que ha hecho el terremoto es ayudarnos a reconocerla y agradecerla.
Os dejo con un
vídeo en el que la hermana Clare, que quería ser actriz y acabó siendo
misionera, relata la historia de su vocación. Descansa en paz, hermana y amiga.
Si. Me he acordado de la niña Lidia y me emociona ver la cara de felicidad de esta monja muerta en Ecuador. ¡¡Qué sonrisa maravillosa!!! Rezo por tener una reacción adecuada cuando me llegue la prueba. Gracias por la reflexión.
ResponderEliminarMuchas gracias por el artículo, me hace bien, aunque se haga difícil comprenderlo todo. Es para volver varias veces a leerlo y reflexionarlo.
ResponderEliminarHablas de que son las víctimas que nos evangelizan y de la fuerza de la fe... Confirmo lo que dices. Más de una vez me ha ocurrido que cuando una persona me cuenta de su empeoramiento de la salud, con una enfermedad grave, me sorprende su serenidad, aceptación y la fuerza de la fe que surge... Incluso diría que, a veces, surge la fe que estaba escondida. Reconozco que, aunque me cueste reconocerlo, Dios nos da, en cada momento de nuestra vida, la gracia para ir superando todas las pruebas que se nos presentan.