Ayer dije que la
exhortación Amoris Laetitia me había
parecido un río caudaloso. Hoy añado una nueva descripción sin abandonar la
metáfora hídrica. Me parece también un
río con muchos meandros tranquilos y algunos descensos vertiginosos. Dejaré
estos últimos para más adelante. Me detengo hoy en una de esas curvas apacibles
en las que uno puede navegar sin peligro. Y más si mientras escribo me entra
por la ventana abierta el aire templado de la primavera sevillana. Disfrutar de
24 grados no está nada mal habiendo salido anteayer de Roma con solo 6, y nieve
en las cumbres del Terminillo.
En el párrafo 133,
el papa Francisco cita la reflexión que hizo en el Angelus del 29 de diciembre de 2013: “Cuando en una familia no se
es entrometido y se pide permiso,
cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir gracias, y cuando en una familia uno se
da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir perdón,
en esa familia hay paz y hay alegría”. Podríamos hablar, pues, de un “vocabulario
mínimo para familias en crisis”. Al papa Francisco le gusta jugar con las
palabras. Se nota que de joven fue profesor de literatura. Declinemos un poco las
tres que nos propone en Amoris Laetitia.
Bien comprendidas, pueden contribuir mucho a mejorar la calidad de la vida
familiar.
Permiso. Esta no es una palabra frecuente en España, aunque sí en Italia. Cuando
uno quiere salir de un autobús abarrotado, la palabra clave para hacerse paso
es permesso, pronunciada con una
ligera subida de tono y repetida varias veces, según la densidad de la barrera
humana que haya que superar. Uno
pensaría que en el ambiente familiar, en el que todos los miembros son dueños y
no huéspedes o inquilinos, no tiene sentido pedir permiso: todo es de todos. Y,
sin embargo, no se trata de una cuestión de derechos sino de pudor, de respeto a
la intimidad de cada persona. Pedir permiso, por ejemplo, para entrar en el
cuarto de los padres, hijos o hermanos o para usar algunos de sus objetos más
personales significa reconocer que ningún miembro de la familia es de mi
propiedad, que a mayor amor, mayor respeto del carácter único e irrepetible de
cada uno. Y también de sus espacios y tiempos, de sus palabras y silencios, de
sus objetos más queridos. La frontera de la intimidad se franquea siempre por
invitación, no por invasión. Cuando algún miembro de la familia siente que los
demás violan su espacio personal, lo
frecuente es que se bloquee. Muchos silencios que parecen incomprensibles no
son sino la luz roja que nos advierte que hemos traspasado sin permiso las
fronteras de la intimidad. Las personas poco sensibles no perciben los límites,
pero existen.
Gracias. He visto a muchos padres y madres jóvenes que,
cuando alguien hace un regalo a algunos de sus hijos pequeños, inmediatamente les preguntan ¿qué se dice?, esperando
que el niño o la niña pronuncien muy educaditos la palabra mágica: gracias. De niños nos suele costar poco
prodigarla. Somos educados para eso. Llegados a la adolescencia, la
consideramos casi ofensiva porque nos parece que todo nos es debido. ¿Por qué
dar las gracias a mamá por la buena comida de hoy si su deber es cocinar bien para toda la familia todos los días del
año? De adultos, podemos perpetuar la autosuficiencia adolescente o recuperar la
actitud infantil de gratitud, madurada y enriquecida con la experiencia de los
años. Aprender a decir gracias desde el corazón significa que hemos tomado
conciencia de que las mejores cosas de la vida son completamente inmerecidas.
Nos llegan como un regalo. A la gracia se responde siempre con la acción de
gracias. ¡Qué ambiente tan distinto se respiraría en las familias si se
declinara esta palabra con más frecuencia y naturalidad! Gracias por esperarme, gracias
por limpiar mi cuarto, gracias por
acompañarme al médico, gracias por
preguntarme cómo estoy, gracias por
acordarte de mi aniversario, gracias por
soportar mi carácter, gracias por el
delicioso pastel de ayer, gracias por
guardarme el secreto, gracias por
quedarte conmigo tomando un café, gracias
por corregirme, gracias por no
repetirme mil veces la misma cosa, gracias
por contarme lo que te pasó…
Perdón. Esta es, tal vez, la palabra más indeclinable. Pedir perdón significa
reconocer la propia responsabilidad en alguna acción que ha herido a otra
persona. Para muchos hombres y mujeres, pedir perdón significa rebajarse, humillarse.
Y si de algo andamos sobrados hoy es de orgullo y autoafirmación. En la vida
familiar es fácil herirse porque los intercambios y los roces son continuos. Por
eso, necesitamos un botiquín de primeros auxilios. En él nunca debe faltar una
buena dosis de perdón. Pocas cosas nos acercan más a otra persona que el hecho
de pedir o aceptar el perdón. Cuando lo hacemos, nos abrimos a una experiencia
que nos trasciende. Es como si dijéramos: “Tengo la capacidad de herirte, pero
no la de curar la herida; por eso, tú y yo nos dejamos sanar por el Único que
puede hacerlo”. El perdón es siempre una experiencia religiosa porque nos
coloca en el umbral del Misterio. El mismo papa Francisco dice en su
exhortación que no siempre es necesario expresarlo con palabras formales. A
veces, basta un gesto de cercanía para hacer comprender a la otra persona que
todo está olvidado.
¿Qué tal si hoy
nos ejercitamos en pronunciar estas tres palabras?
Gracias Gonzalo. Pedi hace dias tu comentario sobre Alegria del amor (suena mejor en latin) y ya van dos a cual mejor. Bueno, la verdad es que el de hoy es magnifico y de aplicacion inmediata. Muchas gracias
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