Anoche hacía frío en Fátima. Pero no quería dejar este lugar sin participar, una vez más, en el rosario nocturno y en la procesión de las
candelas. Apresuré la conclusión de los trabajos capitulares y me fui corriendo
a la capelinha. Llegué un poco tarde,
pero pude participar en casi todo. El recinto estaba lleno de personas forradas
en abrigos, con gorros de lana, y muchos con una candela en la mano. Se rezó en
portugués, español, italiano, polaco, tagalo, inglés y coreano. Y se cantó en latín: “Mater Ecclesiae, regina mundi, da nobis pacem” (Madre de la Iglesia,
reina del mundo, danos la paz). Yo me uní de corazón a ese pueblo multicultural.
Una pequeña ONU estaba congregada en torno a la Madre. Al regresar a casa, después
de haber procesionando alrededor de la gran explanada, seguí dando vueltas en
la cabeza a este fenómeno de los santuarios marianos. ¿Por qué María congrega a
tanta gente todos los días? Creo que ella es la que, en la encrucijada de caminos que hoy nos
toca vivir, nos señala con claridad quién es y dónde vive Jesús. Pero no sólo eso.
Ella es mucho más que una guía turística en este inmenso parque de las
religiones. Señala y engendra a Jesús. María es, como cantamos a menudo,
“estrella y camino”, pero también, y sobre todo, “madre de los creyentes”.
Los niños pequeños necesitan una madre,
alguien que los vaya introduciendo en la vida paso a paso. La madre es para
ellos fuente, seguridad, refugio, estímulo, referencia permanente. En la madre
encuentra el niño el mundo en miniatura. Teniendo a su madre, el niño lo tiene
todo. Los adolescentes y los jóvenes suelen marcar distancias. Necesitan huir
de la madre para estrenar la vida de otro modo, para aprender a ser autónomos.
Se embalan en otros mundos. Los adultos, cuando son lo bastante libres como
para liberar la inocencia que llevan dentro sin temor a ser tachados de
infantiles, descubren otra vez lo que significa una madre.
Creo que una
buena parte de nuestro cristianismo europeo se encuentra en la fase de la
adolescencia y de la juventud. Considera que la fe cristiana, y de una manera
particular María, ha sido la madre de la infancia, pero no sabe cómo encajarla
en la etapa de la adultez. ¿Qué sentido tiene, en plena madurez, servirse de
esta figura para expresar la fe? Lo que importa es hablar de desafíos y de
opciones, presentar la fe como una manera de situarse en el mundo, propiciar
plataformas de diálogo, asumir los riesgos de una apuesta contracultural.
Quienes así hablan no siempre perciben que, a base de alejarse de las
relaciones personales que hacen de la fe una vida, acaban convirtiendo la fe en
pura ideología. Y, mientras no se diga lo contrario, las ideologías no tienen
madre y no engendran ninguna vida verdaderamente humana. Y, lo que es más
grave, no nos ofrecen la gracia que necesitamos para ser felices.
Estoy
convencido de que la aventura de la fe de muchos europeos que se han alejado de
ella o que nunca la han vivido está ligada al descubrimiento de María. Ella
será la madre de la “segunda búsqueda”, la que nos permitirá descubrir una fe
personal, cálida, capaz de proporcionar, no sólo claves para entender el mundo,
sino, sobre todo, energía para vivir desde la experiencia de la gracia de Dios.
Ella, la “llena de gracia”, la peregrina de la fe, nos irá acompañando en un
nuevo itinerario de búsqueda de Dios. Sueño con el día en que la pastoral de la
infancia y de la juventud ayude a los niños y jóvenes a relacionarse con María
desde el corazón en todas las circunstancias de la vida. Creo posible que
muchos adultos insatisfechos, heridos por mil aventuras intelectuales y
afectivas, tengan el coraje suficiente para descubrir que María no es el eterno
mito femenino que la Iglesia ha explotado astutamente durante siglos, sacando
partido de un arquetipo universal, sino que es una persona que ejerce en
nosotros una maternidad espiritual.
En esta
aventura de la fe, me parece imprescindible hacer una evangelización cada vez
más mariana, porque eso significará poner las bases para que nazca Jesús en los
hombres y mujeres de nuestro tiempo. La apertura al Espíritu que inunda todo y
la relación personal con María son las dos condiciones imprescindibles para que
brote la fe. Hoy como ayer, Dios se hace carne “por obra del Espíritu Santo y
de María virgen”. Estoy convencido de que cada vez más hombres y mujeres,
especialmente los que han recibido el encargo de anunciar la fe, entenderán que
estas palabras no son un galimatías, sino un camino de fe.
No es fácil
probar estas afirmaciones. Quizá ni siquiera es posible. Pero hay algo que un
observador sereno puede percibir: las personas que viven su fe con hondura son
personas profundamente marianas. Para ellas, María es la madre que les regala a
Jesús, que les permite vivir la fe como una relación personal, que les ayuda a
descubrir en la trama de la vida ordinaria el misterio de Dios “hecho carne”,
no simplemente hecho pregunta, hipótesis o sueño. Sin María, el cristianismo
pasa a engrosar la lista de ideologías que se venden en el supermercado de las
ideas. Sin María, el cristianismo pierde su sello maternal y se convierte en un
conjunto de fríos e insignificantes dogmas que parecen infinitamente distantes
de la cultura secular que hemos ido construyendo en los últimos siglos.
No me extraña nada que los santuarios marianos congreguen a tanta gente en todos los rincones del mundo, desde Luján (en Argentina) hasta Czestochowa (en Polonia) pasando por Fátima (Portugal) y Lourdes (Francia). Pero no hay que irse tan lejos. Quizá en la iglesia más cercana a cada uno de nosotros puede haber una sencilla estatua de María que nos está recordando una verdad como un templo. Algún día se nos regalará la inocencia suficiente para aceptarla de todo corazón.
No me extraña nada que los santuarios marianos congreguen a tanta gente en todos los rincones del mundo, desde Luján (en Argentina) hasta Czestochowa (en Polonia) pasando por Fátima (Portugal) y Lourdes (Francia). Pero no hay que irse tan lejos. Quizá en la iglesia más cercana a cada uno de nosotros puede haber una sencilla estatua de María que nos está recordando una verdad como un templo. Algún día se nos regalará la inocencia suficiente para aceptarla de todo corazón.
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