Hay días cuajados
de inspiraciones y otros como muertos. Días en que me siento al ordenador y fluyen
las palabras a borbotones. Y días en que tengo que sacarlas con fórceps. Hoy es uno de
estos últimos. Me rondan muchos temas en la cabeza, pero no acabo de encontrarles el punto de
enganche. Imagino que también a vosotros os pasa algo de esto de vez en cuando. Entonces, lo
mejor es pararse y no torturar la mente. Dejarse llevar. 70 posts
bien merecen una humeante taza de café. Vivo en el país que prepara el mejor
café del mundo con múltiples variedades. Mis amigos colombianos, brasileños, mexicanos y costarricenses sabrán
perdonarme esta exageración. Entenderán lo que quiero decir. Italia no es un
país cafetero. No puede competir con los grandes países productores y
exportadores de café. Pero sabe prepararlo como nadie. Quizá solo Portugal se
le aproxima.
Una taza de café
detiene el tiempo y pone en ebullición la mente. Es como si la mixtura de color,
sabor y temperatura ajustara las cuerdas desafinadas del alma. Uno, aturdido
por las prisas de la vida, recobra el tempo
justo. Si a la taza de café le añadimos un libro, el milagro está
asegurado. La combinación del café y la lectura obra prodigios de quietud y creatividad.
Uno aprende a estar solo sin sentirse aislado. Disfruta de la soledad sin
quedar atrapado en la cárcel del ensimismamiento. Acaso esta soledad se asemeja un
poco a la soledad sonora de que
hablan los místicos. Una taza de café nos ayuda a saber quiénes somos. Con
absoluta delicadeza, va adentrándonos en los repliegues del alma, invitándonos a separar la persona del personaje, a ser auténticos. En otras palabras, nos vacuna
contra la superficialidad porque ralentiza el tiempo y dilata las antenas del
espíritu para percibir las dimensiones escondidas de la vida.
Pero quizá los
verdaderos milagros se producen cuando compartimos con otros un café alrededor de
una mesa o acodados en la barra de un bar. Guardo recuerdos entrañables de
conversaciones que fueron posibles por el discreto embrujo del café. Podría
hablar de sacramentos del encuentro, momentos de gracia y revelación. Es como
si cada grano de café molido tuviera la virtud de abrir el cofre de la intimidad
sin forzarlo. Cada sorbo medido estimula una nueva confidencia. Y así, sorbo a
sorbo, se desenrolla el ovillo de la propia vida sin que uno tenga que
visitar al psicólogo. Es verdad que uno podría hablar sin beber nada, o
apurando apenas un vaso de agua, pero no sería lo mismo. Sin el sacramento del café, la conversación enseguida deriva a los tópicos de moda o enfila el camino de la banalidad.
Se me puede objetar
que ese pretendido milagro no es más
que el efecto de la cafeína que actúa como estimulante del sistema nervioso
central, provocando un incremento en la alerta y en la vigilia, un flujo de
pensamiento más rápido y claro, un aumento de la atención y una mejora de la
coordinación corporal. Es verdad. Pero, más allá de los efectos químicos de
este alcaloide, el milagro de la comunicación está ligado al ritual de la taza
de café y a todo el proceso que ha conducido al fruto desde el arbusto hasta
los labios, incluyendo una amorosa preparación. Carezco de la competencia y del cariño necesarios para preparar un buen café, pero soy testigo de cómo lo hacen quienes sí están dotados de esta cualidad. Reconozco que se adentra en el territorio del arte. ¡Los efectos se notan!
Tomar café juntos significa entrar en esa dinámica de
transformación. Se puede comenzar por una frase de cortesía (Hola, ¿cómo estás?) y, sin que uno se dé
cuenta, acabar intercambiando confidencias que más parecen materia de confesionario
que de una mesa familiar o de una cafetería. El café, como el pan y vino de la misa, es “fruto de la tierra y del
trabajo del hombre”. Naturaleza e historia se abrazan. En cada sorbo tomamos
conciencia de que somos parte de la tierra y, al mismo tiempo, certificamos
nuestra trascendencia. ¡Somos tierra, sí, pero elaborada, redimida, abierta! Si las tazas de
café pudieran hablar nos contarían las historias más hermosas y más tristes de
los seres humanos. Describirían pozos oscuros y vuelos de águila, enamoramientos y traiciones, búsquedas y fracasos. Pero callan, porque es propio del café dilatar los sentidos
sin provocar una euforia desmedida. Con la jarra de cerveza nos volvemos ocurrentes,
divertidos, locuaces, espontáneos. Quizá hasta groseros en algunas ocasiones. El café no
admite frivolidades. Es un atajo que conduce a la intimidad. Y la intimidad
es un santuario al que uno entra arrodillado.
¡Que aproveche!
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