domingo, 21 de octubre de 2018

Todos servimos para algo

Me hubiera gustado haber titulado la entrada de hoy de otra manera. Creo que un buen título hubiera sido “De gobernante a esclavo” porque Jesús, en el Evangelio que se proclama en este XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, propone como modelo del líder cristiano, no a los gobernantes paganos, sino a los esclavos servidores. Al final, he preferido titularla “Todos servimos para algo” para conectar el mensaje central del Evangelio con el de la Jornada Mundial de las Misiones (DOMUND). El breve mensaje del papa Francisco para este año 2018 enlaza la Jornada con el Sínodo sobre los jóvenes; por eso lo titula Junto a los jóvenes, llevemos el Evangelio a todos. Se trata de un mensaje fresco en el que combina algunas experiencias de su vida personal con la reflexión sobre el sentido misionero hoy en día. El Papa recuerda que ningún ser humano ha decidido nacer. La vida se nos concede como un regalo. Nacemos para servir. Todo ser humano tiene una misión en la vida (es una misión), aunque a menudo no sepamos descubrirla ni valorarla. Todos somos misioneros. En otras palabras, no hay seres humanos sobrantes. ¡Cómo cambia la vida cuando uno cae en la cuenta de que no es fruto del azar, sino que ha sido bendecido con una misión! Todos nos necesitamos porque cada uno de nosotros ha recibido un don único que puede enriquecer a los demás. Las personas que nos ayudan a descubrir ese don y a desarrollarlo son como embajadores de Dios.

Para comprender mejor qué significa poner nuestro don personal al servicio de los demás necesitamos volver al Evangelio del domingo. Cuando Marcos escribe este pasaje, Santiago ya ha derramado su sangre por Jesús y Juan goza de gran prestigio en la comunidad cristiana. Parece, pues, de mal gusto recordar sus “pecados de juventud”, sus desmedidas ansias de poder. Lucas, de hecho, suprime el relato, quizás para no menoscabar la fama de estos dos apóstoles o para no escandalizar a sus lectores. Mateo lo suaviza: pone en labios de la madre de los Zebedeos la petición a Jesús (cf. Mt 20,20-24). La narración de Marcos es más creíble. Si cuenta esta historia, a pesar de no ser eclesialmente correcta, es porque refleja lo que realmente pasó. Los dos hermanos aspiran al poder, pero los otros diez discípulos no se quedan atrás. Ninguno ha comprendido las tres veces que Jesús les ha anunciado su pasión y muerte. Da la impresión de que solo piensan en el estadio final de gloria. 

Lo sucedido en el grupo inicial de seguidores se ha venido repitiendo a lo largo de la historia. Incluso hoy sigue habiendo luchas por el poder y el honor en las comunidades cristianas. Basta leer los periódicos. Cuesta entender que de la corona de espinas de Jesús se pasara a la tiara papal, pero se ve que el ansia de dominio está en el ADN de los seres humanos, incluidos los líderes religiosos. No tendríamos que escandalizarnos demasiado de que hoy se repitan escenas parecidas a las que leemos en el Evangelio. Indican que somos seres muy frágiles y que nunca acabamos de entender las palabras y el ejemplo de Jesús. Incluso quienes abogan por la sencillez, cuando reciben cargos, repiten patrones de dominio, aunque a veces de formas muy sutiles para no levantar sospechas.

Jesús aborda este asunto con claridad y sin medias tintas. Les propone a sus discípulos dos modelos que ellos entendían perfectamente: el de los gobernantes paganos y el de los esclavos. Respecto de los primeros, Jesús tiene un concepto muy negativo: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen”. Es como si diera por hecho que todos los gobernantes, por el mero hecho de serlo, son tiranos y opresores. Comprendo que los políticos honrados se sientan molestos con estas duras palabras de Jesús, pero él carga las tintas para mostrar con más claridad el contrate entre este modelo y el de los esclavos. La propuesta de Jesús es incluso más clara que la crítica: “El que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos”. No es necesario explicar en qué consistían las tareas de los esclavos en los tiempos de Jesús. A ellos estaban encomendadas las funciones más bajas de la vida doméstica y social, aunque también algunos se dedicaban a tareas pedagógicas.

¿Por qué tendríamos que comportarnos así? ¿Qué ventaja trae el ser esclavos? Jesús no ofrece una respuesta teórica de las que tanto nos gustan. Apela a su propia experiencia y misión: “Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”. No hay más que hablar. No se trata de una mera cuestión ética (lo que hay que hacer) sino de identidad (lo que hay que ser). Si alguien quiere ser misionero u ocupar un puesto en la comunidad de los discípulos, ya sabe que el camino no puede ser otro que el del Maestro: el servicio. Pero no se trata de ofrecer esos servicios en los cuales nos sentimos a gusto porque son una prolongación de nuestro propio yo, sino de aceptar aquellos que nos son propuestos y que, a menudo, no nos gustan, pero son los necesarios para la comunidad. Lo que importa no es que nosotros nos sintamos “realizados” (como se subrayaba hace años en una época de optimismo humanista), sino que contribuyamos a que los demás vivan mejor, como auténticos hijos e hijas de Dios. La lección se entiende. La práctica nos llevará toda la vida.



sábado, 20 de octubre de 2018

Nunca es demasiado tarde

La entrada de ayer registró menos visitas que la media diaria del último mes. Se ve que el endiablado título echó para atrás a más de un lector. Habrá que volver a asuntos más pedestres. Hoy me he levantado sin saber qué escribir. Esto me sucede algunas veces. Después de diez días con sesiones matutinas y vespertinas de consejo, no es fácil encontrar la inspiración. Son tantos los frentes abiertos que, sin un mínimo de tranquilidad, se bloquean las neuronas. Mientras preparo el informe sobre un asunto, me llueven los correos electrónicos. El hecho de que hoy podamos comunicarnos con tanta facilidad a través de diferentes medios es un gran avance, pero también una carga que a veces se hace insoportable. Estamos expuestos a más información de la que podemos procesar. Cuando llegan los momentos de bloqueo, lo mejor es detenerse, respirar hondo y dejar que el río de la propia vida fluya. Los asuntos pueden esperar; la vida no. Primum vivere deinde philosophari.

Las personas solemos ser muy impacientes. Nos forjamos nuestras propias necesidades, queremos caminar a nuestro ritmo. Nos cuesta imaginar que también las otras personas tienen sus necesidades y que tal vez caminan a ritmos muy distintos de los nuestros. Lo que para nosotros es urgentísimo, para otra persona puede esperar. Lo que nosotros consideramos muy importante le puede parecer una banalidad a quien lo ve desde otra perspectiva. No es fácil ponderar las cosas de igual manera y sincronizar los ritmos vitales. La programación ayuda, pero la vida desborda todo programa. Se puede prever cuándo va a ser una reunión o un viaje, pero no cuándo vas a recibir una llamada no esperada o cuándo se va a producir un accidente.  Es bueno vivir “según lo programado”, pero es mucho mejor ejercitarse en la flexibilidad para acoger las sorpresas que la vida nos depara en cada recodo del camino. Si no lo hacemos, dejamos fuera las experiencias más enriquecedoras. Cada vez me gustan menos las personas que presumen de ser muy trabajadoras, que van todo el día como corriendo y que, en su velocidad, pierden la capacidad de escuchar a los otros, de perder tiempo para dialogar, descansar, etc. 

He tardado años en desarrollar esta capacidad de ir tranquilo, de tomarme las cosas con calma, pero ahora la pongo en práctica sin mala conciencia. No me puedo permitir el lujo de estresarme y cargarme de agresividad y mal humor por el simple hecho de que se acumulen los trabajos y aumenten las demandas. Las cosas están a nuestro servicio, no al revés. Por otra parte, hay ciertos trabajos que requieren creatividad. No se pueden hacer bajo presión. En esos casos es mejor detenerse y desconectar para que, libre de presiones excesivas, nuestro cerebro elabore respuestas nuevas. Quizá en otros tiempos la presión me estimulaba. Ahora no. Por eso, pienso compasivamente en las personas que están sometidas a una presión constante en sus trabajos o en su vida familiar. Es posible que a corto plazo respondan a las expectativas que penden sobre ellos. De lo que estoy seguro es de que pagarán un precio a largo plazo. Nuestro organismo acaba pasándonos la factura por los desequilibrios a que lo hemos sometido. Nunca es demasiado tarde, pues, para poner un poco de sosiego, por más que desde fuera ladre la jauría de encargos y compromisos.



viernes, 19 de octubre de 2018

Incurablemente antropocéntricos

El título de hoy se las trae. Consta solo de dos palabras (un adverbio y un adjetivo). Eso sí, cada una tiene seis sílabas. Reconozco que no estamos para títulos de este calibre, pero no se me ha ocurrido otro mejor. En la edad antigua, los seres humanos eran cosmocéntricos. Les parecía que el universo (sobre todo, la tierra) era el centro de todo. La vida humana tenía que ajustarse a sus ritmos, incluso a la sabiduría de las estaciones (primavera, verano, otoño, invierno), que se hacían coincidir con las diversas etapas de la vida humana (infancia, juventud, madurez, ancianidad). La cultura judeocristiana es teocéntrica. El centro de toda la realidad es Dios. Solo a Él le debemos gloria. El ser humano tiene que esforzarse por conocer y cumplir su voluntad. En Dios nos movemos, somos y existimos. 

El humanismo renacentista y, sobre todo, la Ilustración, dieron un giro copernicano. La cultura europea se volvió antropocéntrica. Desde entonces, el centro de todo es el ser humano. Es verdad que hoy se dan también movimientos antihumanistas y transhumanistas, pero el paradigma no ha cambiado en sus líneas básicas. Seguimos siendo incurablemente antropocéntricos. En este caldo de cultivo surgen hongos de todos los tipos y tamaños, incluyendo algunas formas de neo-cosmocentrismo representado por movimientos ecologistas e indigenistas. Pero uno de los fenómenos más llamativos en las últimas décadas es el exagerado culto al yo. Se ha desarrollado tanto (sobre todo, en el campo del deporte y la política) que resulta insoportable. De un sano interés por la autoimagen, hemos pasado a la idolatría del propio yo. El antropocentrismo ha degenerado en un craso egocentrismo. No cabe esperar nada bueno de este movimiento centrípeto.

Se podrá argüir  que la visión más antropocéntrica de todas es la que brinda el cristianismo. Hay una buena parte de razón. La encarnación de Dios en el hombre Jesús hace del ser humano un lugar de revelación, un “lugar divino”. No hay que buscar entre las nubes lo que tenemos al alcance de la mano. A partir de este hecho, muchas teologías se han vuelto antropocéntricas, se han convertido en antropologías. Invocan con frecuencia una frase de Ireneo de Lyon, pero casi siempre cortada por la mitad: Gloria enim Dei vivens homo (La gloria de Dios es el hombre viviente). De esta comprensión surge una praxis. Dar gloria a Dios no significa alabarlo con el culto litúrgico sino, ante todo, luchar para que los seres humanos vivan una vida plena. La segunda parte de la frase de Ireneo (vita autem hominis visio Deila vida del hombre es la visión de Dios) interesa menos porque parece romper la fuerza de la primera; sin embargo, ambas mitades reflejan la circularidad de la auténtica experiencia cristiana. Hoy, en el contexto antropocéntrico que vivimos, nos hemos quedado con la primera mitad y, además, la hemos secularizado. En su versión cultural secularizada sonaría, más o menos, así: “Para lograr un mundo nuevo (la categoría gloria de Dios se ha vuelto irrelevante), lo que cuenta es luchar por la dignidad de los seres humanos”. Si no fuera porque la experiencia histórica nos ha demostrado repetidas veces que esta lucha, desconectada de su raíz divina, acaba siendo casi siempre una nueva forma de tiranía, creeríamos haber descubierto la piedra filosofal. Y, de hecho, algunas teologías han caído de buen grado en la trampa en nombre de la lógica del cristianismo, radicalmente antropocéntrica, según su interpretación de las cosas.

Creo que la única forma de superar estos reduccionismos es volver a lo que Ireneo de Lyon dice para comprender que la pasión de Dios es el ser humano (hombre y mujer) y el destino del ser humano es Dios. Aquí no hay espiritualismo ni materialismo que valgan. Es un doble movimiento de amor que se expresa de maneras muy diversas y no dualistas. Es importante luchar por los derechos de los seres humanos… y también celebrar con belleza y gratuidad la liturgia. Es necesario cultivar la relación personal con Dios a través de la oración… y también ponerse del lado de los excluidos. Un polo no anula el otro ni se subsume en él. Todas estas cosas pueden parecer muy teóricas, incluso muy alejadas de nuestra vida corriente. Sin embargo, de la manera como las entendamos depende el significado de todo lo que vivimos. En estos tiempos tan antropocéntricos, en el que el yo narcisista se ha erigido en el centro de todo, necesitamos afirmar que el cristianismo, a fuer de antropocéntrico, nos abre al Misterio insondable de Dios. En otras palabras, que cuanto más nos preocupamos por que “el hombre viva”, sobre todo el hombre empobrecido y excluido, más comprendemos que la verdadera vida del hombre es la “visión de Dios”, la comunión plena con Él.

jueves, 18 de octubre de 2018

Convivir con la imperfección

Recuerdo que la primera vez que visité Jerusalén, allá por el año 1993, el guía que nos explicaba la mal llamada mezquita de Omar (o sea, la Cúpula de la Roca), nos decía que los musulmanes nunca hacen una  obra de arte “perfecta”, que siempre dejan algún defecto o algo a medio hacer. La razón es teológica: pretenden mostrar que solo Dios es “perfecto”. La perfección no es un atributo de los seres humanos, sino solo del Altísimo. La anécdota es aleccionadora. Se non è vera è ben trovata. Hay personas que no toleran la imperfección, ni en sus vidas ni en la vida de los demás y del mundo en general.  Son víctimas del perfeccionismo. Es verdad que esta tendencia, a veces patológica, les ayuda a buscar siempre la excelencia, en la que suelen alcanzar grandes cotas, pero, a cambio, las hace víctimas de sí mismas. La persona perfeccionista nunca se encuentra satisfecha, exige un reconocimiento constante, acumula frustraciones y resentimientos. Es probable que en algunos campos técnicos y artísticos se pueda lograr algo semejante a la perfección, pero no en el desarrollo de la vida humana. Lo propio del ser humano es un hacerse constante; por tanto, nunca será perfecto, porque nunca está “hecho del todo”. Esto significa, por paradójico que resulte, que el hombre perfecto tiene que aprender a integrar la imperfección. Es la antigua sabiduría japonesa del “wabi-sabi”.

Por eso me choca tanto el neo-perfeccionismo que invade hoy la vida social. Se exige que los políticos sean impolutos, que tengan una hoja de servicios sin mancha (desde sus trabajos académicos hasta sus declaraciones a Hacienda). A los sacerdotes se les exige madurez humana, buena capacidad intelectual y emocional, integridad moral y no sé cuántas cosas más. Basta examinar los requisitos de los planes de formación. Ahora, a raíz de los escándalos sexuales, las exigencias se han aumentado. Buscamos asegurar todo: desde las cosechas hasta los ascensores, pasando por los coches y los aviones. Y no digamos por lo que respecta a la salud: los médicos no pueden equivocarse nunca y los servicios hospitalarios no pueden tener ningún fallo. En una palabra, queremos que todo sea perfecto en un mundo esencialmente imperfecto. Esta contradicción es fuente de muchas insatisfacciones, malentendidos y juicios implacables. Como ya no creemos en un Dios perfecto, nos hemos empeñado en apropiarnos nosotros de esa cualidad “inhumana”. Creo que en este campo los antiguos eran más sabios que nosotros. Sabían convivir con la imperfección, aceptaban que no todos somos sanos, inteligentes, guapos y buenos. Experimentaban que las cosas no siempre funcionan bien y no por eso se hundía el mundo. En definitiva, estaban más preparados para lidiar con los límites de la realidad sin renunciar a transformarla.

Por si no bastara la tendencia actual al perfeccionismo, algunas personas religiosas invocan un texto del Evangelio de Mateo en el que Jesús nos dice: “Sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Es claro que el concepto que Mateo maneja de “perfecto” no coincide con la comprensión perfeccionista que tenemos hoy. Lucas se permite retocar el dicho de Jesús haciéndolo más comprensible en línea con el conjunto de su mensaje: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36): Creo que esta es la clave. La perfección cristiana no consiste en una imposible vida sin tacha alguna, sino en ser misericordioso con los demás, del mismo modo que Dios está siendo siempre misericordioso con nosotros. Esta actitud privilegia el conjunto del camino sobre cada uno de sus momentos o etapas. Es verdad que las acciones humanas tienen su importancia y significado, pero todas se inscriben en un proceso de crecimiento (por tanto, con avances y retrocesos). Juzgarlas de manera aislada significa malinterpretarlas. Las consecuencias morales y psicológicas de esta actitud son de sobra conocidas. Por si hubiera alguna duda, basta comprobar cómo actuaba Jesús. Él era extraordinariamente claro y exigente en los ideales de “perfección/misericordia” que proponía y extraordinariamente comprensivo con las conductas imperfectas de los seres humanos que, solo paso a paso, vamos acercándonos a ese ideal. Sin esta clave, sin esta capacidad de convivir con la imperfección, el perfeccionismo se adueña de nosotros y nos convierte en pequeños monstruos y en jueces implacables.


miércoles, 17 de octubre de 2018

El encanto de lo cotidiano

Hay que reconocer que, en general, nos gusta lo que rompe la rutina. Una noticia suele ser algo que se sale de lo normal; eso que se cuenta siempre: que un hombre muerda a un perro, no que un perro muerda a un hombre. Los espectáculos de cualquier tipo buscan siempre sorprender al espectador en una progresión que no parece tener final. En el campo religioso, muchas personas se sienten atraídas por historias de milagros y apariciones. Abundan quienes consultan el horóscopo, echan las cartas o se internan en el campo de la magia. Es como si la vida diaria nos resultara demasiado plana y todos necesitáramos experiencias vertiginosas, exóticas, diferentes. Si algo me atrae cada vez más de Jesús y de su Evangelio es que nos muestra que la experiencia de Dios se produce en la trama de la vida cotidiana, que no es necesario buscar nada maravilloso, y mucho menos espectacular, para descubrir los signos de su presencia entre nosotros. El amor de Dios se manifiesta en el más maravilloso campo que uno pueda imaginar: la vida misma, con toda su belleza y su miseria, con sus perplejidades y contradicciones. Los seres humanos tampoco necesitamos cubrirnos de ceniza, hacer abluciones o golpearnos la espalda con un cilicio para abrirnos a la experiencia de Dios.

Basta vivir cada experiencia de la vida cotidiana con sentido y con amor. Lo cotidiano tiene encanto, se convierte en expresión de gracia y lugar de encuentro, cuando:
  • Nos levantamos cada mañana dando gracias a Dios por el milagro de superar la noche y estrenar un nuevo día.
  • Bajo el chorro de la ducha, rememoramos nuestro bautismo y sentimos en la piel nuestra dignidad de hijos e hijas de Dios.
  • Saludamos con un buenos días a las personas queridas cargando cada palabra con la fuerza de la autenticidad y del cariño.
  • Degustamos los alimentos con gratitud, pensando en las personas que los han preparado y en las que apenas disponen de ellos.
  • Realizamos nuestro trabajo con puntualidad, competencia, honradez y sentido de equipo, conscientes de que, a través de él (por humilde que sea), estamos contribuyendo a hacer mejor nuestro mundo.
  • No buscamos con avidez una ganancia exagerada o aprovecharnos de las personas más débiles para medrar.
  • Decimos la verdad, aunque podríamos obtener algún beneficio propio si nos sirviéramos de algunas mentiras.
  • Tratamos a las personas con respeto, con independencia de su color, condición social, edad o proveniencia.
  • Practicamos las virtudes cívicas que hacen agradable la convivencia y evitamos todo aquello que pueda ponerla en riesgo.
  • Admiramos la belleza de un paisaje, una obra de arte, una comida, una conversación o un paseo.
  • Sabemos buscar tiempo de silencio para encontrarnos con nosotros mismos y entrar en comunión con Dios.
  • Nos enojamos ante los atropellos que se cometen contra las personas más vulnerables y no nos quedamos con los brazos cruzados.
  • Tomamos conciencia de nuestras debilidades antes de denunciar los errores de los demás.
  • Al irnos a la cama cada noche le entregamos a Dios el peso de la jornada para que lo convierta en un canto de alabanza.


martes, 16 de octubre de 2018

Quien ama no pasa

Cada día, a eso de las 6,50 de la mañana, después de haber rezado las laudes matutinas, celebramos la Eucaristía comunitaria. Hoy éramos 28 claretianos. Además de los miembros de la comunidad, siempre hay huéspedes y gente de paso. La presidencia es rotatoria. Cuando no me toca presidir, suelo encargarme de la música. Me siento al sencillo teclado que tenemos en un rincón, selecciono los cantos y pongo los números correspondientes en un tablero blanco, de modo que todos puedan buscarlos en el cancionero. A mi lado se sienta un diácono puertorriqueño, gran cantante y experto guitarrista. A veces, si los cantos son muy rítmicos, nos acompaña un claretiano congoleño que se ocupa de la percusión. A las 7 de la mañana, las voces no están en su mejor momento, pero todos los días dejamos que la música nos ayude a celebrar con más profundidad, aunque solo sea por aquello de san Agustín: “Qui cantat (bene) bis orat” (El que canta (bien), ora dos veces). Normalmente cantamos en italiano, pero a veces se cuela algún canto en latín, español o inglés. Al fin y al cabo, aunque estemos en Roma, se trata de una comunidad internacional y multilingüística.

Esta mañana me he detenido en el canto de la comunión. No sé bien por qué. Se trata de un canto que repetimos con cierta frecuencia. El estribillo dice así: “Passa questo mondo, / passano i secoli, / solo chi ama non passerà mai” (Pasa este mundo / pasan los siglos / solo el que ama no pasará jamás). En el desayuno, un compañero ugandés me decía que le sonaba demasiado “escatológico”. Es verdad. Nos habla de la contingencia de todo lo humano. Todo pasa. Solo el amor nos conecta con la única realidad que no pasa (Dios) porque Dios es amor. Quien ama, siempre está anticipando el final. Vive ya, siquiera fragmentariamente, la realidad definitiva. Estamos tan sobrecargados de malas noticias, de presagios negros, que uno puede perder la esperanza. Algunos nos dicen que los efectos del cambio climático serán irreversibles hacia 2030 o 2050; otros nos anuncian una inminente crisis económica parecida a la de 2008; se insinúan ciberataques que pueden poner en peligro los sistemas estratégicos; la Unión Europea está sometida a fuertes tensiones centrífugas; las corrientes migratorias crean situaciones inesperadas... Por si fuera poco, dentro de la Iglesia se multiplican los ataques al papa Francisco, se presiona con la crisis de los abusos sexuales y se difunden mensajes que no invitan a la confianza sino a la desafección. Es como si se hubiera puesto en marcha un vendaval diabólico que busca separar lo que parecía unido, crear división, tristeza y abatimiento.

Quizás por todo eso el canto de comunión de esta mañana me ha regalado una clave. Todo lo que nos parece desestabilizador acabará pasando. No hay régimen, dictadura, chantaje o amenaza que duren siempre. Incluso las realizaciones que parecen más sólidas se pueden desmoronar como un dominó en caída libre. Quien pone su confianza en alguna de estas realizaciones humanas está expuesto al fracaso. La única realidad que no sufre el deterioro del tiempo, que supera incluso la frontera de la muerte, es el amor. Quien ama vive la eternidad en esta tierra porque vive en Dios. Amar es la única inversión siempre rentable, no expuesta a los vaivenes de las contingencias humanas, a los caprichos de la moda o a las presiones de la opinión pública. Como canta san Juan de la Cruz en su Cántico Espiritual: “ni ya tengo otro oficio, / que ya sólo en amar es mi ejercicio”. ¡Cuánto tiempo perdemos en cosas banales cuando hay una sola cosa importante que nos reclama! Ahora comprendo por qué las personas que aman de verdad parece que, viviendo con los pies en la tierra, viven más allá de este mundo, no están tan expuestas a los vaivenes de la noria del tiempo que nos marea.



lunes, 15 de octubre de 2018

De todos los colores

Es la primera vez que participo en una celebración desde una de las terrazas que dan a la plaza de san Pedro. Siempre prefiero estar abajo, a pie de plaza, rodeado de gente variopinta, sintiéndome pueblo. Ayer fue una excepción. Reconozco que se pierde calor popular, pero se gana perspectiva. La vista de la plaza desde la terraza es impresionante. La mañana era diáfana; en algunos momentos, el sol lucía con fuerza. Sobre la gran fachada de Maderno lucían los siete tapices de igual tamaño: el del centro representaba a Pablo VI (papa, italiano), cuyo Testamento todavía produce emoción; Oscar A.  Romero (arzobispo, salvadoreño) estaba a su derecha. Merece la pena recordar también a los cinco santos restantes: Francesco Spinelli (sacerdote, italiano), Vincenzo Romano (sacerdote, italiano), Maria Caterina Kasper (religiosa fundadora, alemana), Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús (religiosa fundadora, hispano-boliviana), Nunzio Sulprizio (joven laico, italiano). Siete es un número que indica perfección. En el grupo de los nuevos santos hay cinco varones y dos mujeres.

Todos son europeos, a excepción de monseñor Romero, conocido como san Romero de América, de quien he escrito en varias ocasiones en este blog. Para mí, san Óscar Romero representa a quienes quieren vivir un Evangelio que no tolera las injusticias y que, por tanto, no acepta como normal que unos pocos privilegiados se aprovechen de los bienes destinados a todos. Monseñor Romero no fue un comunista, como algunos lo tildaron para desprestigiarlo. Es más, creo que estaba en las antípodas de lo que este sistema implica. Se tomó en serio, de manera progresiva, el Evangelio de Jesús y la doctrina social de la Iglesia. La realidad sangrante de su pueblo salvadoreño le abrió los ojos. También él vivió en carne propia una segunda conversión. La lectura de su Diario, que él grababa en viejas cintas de casete, ofrece claves muy iluminadoras para comprender su evolución espiritual. Muchos ricos y una parte de la jerarquía de la Iglesia no soportaban su opción por los más pobres y los injustamente masacrados. Creían que daba alas a la guerrilla insurgente. El pueblo comprendió perfectamente de qué se trataba. Murió como Jesús: mártir del amor. Han pasado casi 40 años desde su asesinato. La Iglesia reconoce ahora su testimonio. La verdad siempre se abre camino.

Examinando el perfil de los siete nuevos santos, se observa una gran variedad, aunque todavía siguen dominando los clérigos o religiosos. En el grupo solo hay un laico, el joven italiano Nunzio Sulprizio. Las diócesis tendrían que esforzarse mucho más por promover las causas de canonización de aquellos laicos que, en condiciones muy variadas, han vivido el Evangelio con total entrega. Da la impresión de que solo los institutos religiosos pueden permitirse (incluso económicamente) acometer los largos procesos de investigación que supone incoar una causa y llevarla a término. También en este terreno hay muchas cosas que cambiar para que no haya santos de primera, segunda o tercera división, según los recursos disponibles para su promoción. Algunos santos lo son por “aclamación popular” antes de que la autoridad de la Iglesia dé su aprobación oficial. Por eso, para muchas personas las canonizaciones han perdido valor. Conviene recordar, no obstante, que una canonización no “hace” santo a nadie. Solo Dios nos santifica con su gracia. La Iglesia se limita a reconocer públicamente que una persona ha vivido a cabalidad el Evangelio y que, por tanto, puede ser propuesta como modelo de vida cristiana y como intercesora para todos nosotros.  Aquí es donde cabe hacer una propuesta más plural, que refleje mejor la riqueza y variedad del pueblo de Dios (en el que la mayoría de las personas son laicos) y que aliente el vigor de la vida cristiana laical. Todavía seguimos teniendo una idea “heroica” de la santidad que no siempre casa bien con el tipo de heroicidad sencilla que Jesús proponía a sus discípulos.

En cualquier caso, dentro de estas humanas limitaciones, la variedad de santos que la Iglesia nos propone es inmensa. Hay santos de todos los colores: desde un doctor (como santo Tomás de Aquino), hasta un campesino (como Isidro Labrador) o una ex-esclava (como santa Josefina Bakhita). Entre los santos canonizados hay políticos (como santo Tomás Moro), reyes (como san Fernando III de Castilla, san Luis IX de Francia o santa Isabel de Portugal), papas (como san Juan XXIII, san Pablo VI o san Juan Pablo II), misioneros (como san Francisco Javier, san Antonio María Claret o san Daniel Comboni), matrimonios (como san Luis Martin y santa María Celia Guérin, padres de santa Teresita de Lisieux), científicos (como san Alberto Magno), prisioneros (como san Maximiliano Kolbe) e infinidad de religiosos y religiosas, muchos de los cuales han sido fundadores. Se puede ser santo de muchas maneras. No hay un perfil único. La Iglesia no defiende santos “de piñón fijo”, como solemos hacer nosotros a partir de nuestras filias y fobias. Tan santo es el rey David I de Escocia como Madre Teresa de Calcuta o el padre Alberto Hurtado, jesuita chileno. Al proceder así, la Iglesia no hace sino seguir la práctica de Jesús que reúne en torno a sí a personajes tan dispares como Pedro de Betsaida, María de Magdala, Zaqueo de Jericó o María de Betania. La santidad tiene solo el color del amor reflejado en el caleidoscopio de la compleja vida humana.

Por cierto, hoy celebramos la fiesta de la gran Teresa de Jesús que, en un siglo tan convulso como el XVI, vivió con pasión su encuentro con Jesucristo y murió hija de la Iglesia. Aprovecho para felicitar de corazón a todos mis amigos y amigas de la gran familia carmelitana y a quienes llevan el nombre de Teresa.