lunes, 7 de enero de 2019

Sonata de invierno

Yo fui el primer nieto de mis abuelos maternos. Nací el 7 de enero de 1958, el mismo día en el que mi abuelo Félix cumplía 55 años. Esto me dio siempre una gran sintonía con él, aunque nuestros temperamentos eran muy diferentes. Creo que, entre otras cosas, he heredado de él la capacidad de conversar y contar historias, si bien no poseo su gracejo y su feliz memoria. En un día como hoy lo echo mucho de menos. Con frecuencia, solo comprendemos el verdadero significado de una persona cuando nos falta. Mientras somos jóvenes solemos estar demasiado pendientes de nosotros mismos (estudios, trabajos, relaciones, viajes, entretenimientos) como para caer en la cuenta del valor de las personas que tenemos al lado y nos ayudan. Todo nos parece debido. Damos por supuesto el cariño y el cuidado. Tenemos que cumplir años para empezar a comprender la riqueza que nos rodea. 

En este frío día de enero bosquejo mi particular sonata de invierno, reducida a tres tiempos:

Allegro. Hoy siento una llamada interior a dar gracias a Dios por su cuidado amoroso a lo largo de más de seis décadas de vida. Me vienen a los labios las palabras del salmo 115: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”. Es difícil explicar cómo nos cuida Dios. Podríamos echar mano de algunos textos bíblicos, pero, al final, siempre tendríamos que ponerlos en relación con experiencias vividas. El cuidado de Dios no se parece al de una madre sobreprotectora. Creo que Dios no nos ahorra dificultades ni nos exime de crisis y problemas a lo largo del camino. Nos ayuda a afrontarlos con esperanza. De hecho, en el Padrenuestro le pedimos que nos libre del mal, pero, en relación con las pruebas de la vida, no le pedimos que las suprima por arte de magia, sino: “No nos dejes caer en la tentación”. Dios no nos trata como si fuéramos siempre niños pequeños y mucho menos marionetas. Su gracia refuerza siempre nuestra libertad. Es fuente de una inmensa alegría que nada ni nadie nos podrá arrebatar. 

Andante. En un día como hoy no puedo olvidar a mis padres, a mis hermanos, a mis sobrinos y a toda mi familia extendida. Porque agradezco mucho este don inmenso, pero no tengo una imagen idealizada de la familia, valoro más cada gesto de cariño. Porque mi vida misionera me ha mantenido físicamente alejado de los míos, agradezco cada encuentro. Porque no creo en el amor romántico, aprecio las muestras de cercanía, apoyo y perdón. Reconozco que tener un hijo, un hermano, un tío o un primo misionero complica la vida de las personas. Se puede vivir como una bendición –y creo que así lo vive mi gente– pero esto no significa que en ocasiones no genere algunas tensiones o malentendidos. Vivimos en una sociedad que, con mayor o menor acierto, baja de la peana a todos, salvo a algunos ídolos del deporte y de la música que se mantienen arriba por un tiempo. No se salvan ni reyes ni papas. El respeto y el aprecio no vienen garantizados automáticamente por lo que uno representa, sino, en todo caso, por lo que uno es. Esto supone una llamada constante a la autenticidad. Aunque a veces pueda resultar dolorosa, a la larga ayuda a crecer más que los halagos epidérmicos. Mi familia me quiere, pero no me regala elogios desmesurados. Tenemos que aprender a vivir nuestras historias personales, a respetar las de los demás, a encontrar nuestro lugar sin pretender reconocimientos añadidos. También Jesús vivió algo semejante. Entra en el paquete del seguimiento.

Allegro vivace. Valoro mucho la amistad. Tengo el privilegio de contar con buenos amigos y amigas. Algunos son recientes. Con otros he vivido más de 50 años. Tengo amigos de infancia, de juventud y de madurez. Me gustaría poder hacer una lista con sus nombres, pero sería siempre torpe e incompleta. No todos son íntimos, pero sí muy queridos. La mayoría de mis amigos viven en España, mi país natal, pero tengo otros en diversas partes del mundo, desde Argentina, Colombia, Costa Rica, México y Estados Unidos, hasta Japón, India, Corea, Guinea Ecuatorial y Kenia, sin olvidar Italia, Portugal, Inglaterra, Rusia, Austria o Alemania. Cada uno de ellos representa una historia única. Algunos son misioneros como yo. Compartimos la misma pasión y claves comunes. Otros son físicos, químicos, ingenieros, arquitectos, abogados, médicos, albañiles, ganaderos, leñadores, profesores, transportistas, enfermeros, músicos, estudiantes… No todos son creyentes. Con algunos puedo hablar de filosofía, teología o religión; con otros, de ciencia, música, literatura o de política; con unos cuantos, disfruto hablando de vacas, de pinos o de deporte. No tengo el más mínimo problema. Con frecuencia, los que menos preparación académica tienen me conectan más con la vida real. Sus conversaciones suelen ser jugosas, pero pueden acabar siendo muy repetitivas. Lo importante no es el tema o el nivel de la conversación sino el encuentro interpersonal que se produce cada vez que nos vemos. Cuando dos amigos se juntan superan los roles, las edades y el tipo de formación. Se quieren por lo que son. Se ayudan sin proponérselo. Certifican que la vida merece la pena ser vivida. Minimizan los sufrimientos y potencian las alegrías. Se intercambian dosis de esperanza para que cada uno prosiga su camino con más seguridad. ¿No es la amistad el mejor regalo de cumpleaños?

Mis amigos de Brotes de Olivo me prestan esta hermosa canción para dar gracias a Dios por la vida.



Un Joaquín Sabina casi irreconocible me recuerda una etapa ya pasada, pero intensa y hermosa:


Y siempre, una de mis canciones favoritas: You've got a friend de James Taylor, cantada por Carole King





domingo, 6 de enero de 2019

Epifanía es nombre de mujer

Tengo que reconocer que me encanta la parábola de los magos que vienen de Oriente para adorar al niño Jesús. Este texto de Mateo, escrito en la década de los años 80 del siglo I, es el que nos propone como Evangelio la liturgia de la solemnidad de la Epifanía del Señor que celebramos hoy. La parábola refleja e interpreta lo que la Iglesia está viviendo en la época en la que se escribe el Evangelio. Muchos paganos han aceptado la fe. Muchos judíos, a pesar de haber sido una imprescindible mediación histórica, la han rechazado. ¿No estamos viviendo algo semejante en este primer tercio del siglo XXI? Muchos hombres y mujeres de África y Asia se sienten atraídos por el Evangelio fresco de Jesús, reciben el Bautismo y se incorporan a la Iglesia. Mientras, muchos “viejos cristianos” de Europa y América se muestran cansados y desertan de la fe. Ya no encuentran en ella la alegría y el sentido que alguna vez experimentaron. ¿Qué nos está pasando? ¿Cómo iluminar esta paradójica situación a partir de la parábola de los magos que Mateo nos ofrece hoy?


La “estrella” de Jesús no un fenómeno cósmico llamativo sigue iluminando el camino de quienes –como los magos– buscan con corazón sincero la verdad. Jesús es una luz en la noche de nuestra desorientación. Quienes se sienten seguros y cómodos con la situación que viven no ven la necesidad de ponerse en camino. Solo quien percibe que el sueño de Dios no coincide con este mundo que los humanos hemos fabricado decide ponerse en marcha, interrogar a los testigos, buscar “al que tenía que nacer”. Me produce una inmensa tristeza comprobar el cansancio y la deserción de muchos “viejos cristianos”. Se trata de una epidemia muy contagiosa. Cuando se pierde la alegría de la fe, cuando uno cree que para vivir es suficiente con tener buena salud y un buen empleo, entonces no hay ya nada que esperar. ¡Hasta la fiesta pierde su sentido, porque toda fiesta es una anticipación del final en mitad del camino! Muchos europeos y americanos ya no sabemos celebrar una fiesta como Dios manda. La vida ha entrado en una especie de monótono carril en el que todo se repite con pasmosa regularidad. La diferencia con los pueblos que todavía saben festejar es astronómica. Veo una estrecha correlación entre saber festejar y saber creer. Ambas capacidades humanas tienen que ver con nuestra apertura al Misterio que sostiene la vida.


Jesús se ha manifestado –este es el sentido etimológico de la palabra epifanía– a todos los seres humanos, pero solo quienes no se sienten dueños de la verdad se abren a él. La fiesta de hoy es como un homenaje a los creyentes insatisfechos, a los ateos que siguen buscando, a los agnósticos que no se contentan con encoger los hombros como si eso no fuera con ellos, a las mujeres y hombres que no viven una fe rutinaria sino que cada día buscan la estrella, a los científicos que no hacen de su saber algo absoluto, a los artistas que son tan sensibles a la trascendencia, a los seres humanos que –curados de la enfermedad de la autosuficiencia– han aprendido a adorar a Dios con humildad y alegría. En un mundo idólatra, la adoración es una llamada a no equivocar el camino del Absoluto. Cuando uno tiene suficiente con el fútbol, la política, el sexo, el dinero, la familia, las vacaciones o cualquier otro pasatiempo no necesita ponerse en camino para adorar al Mesías. Basta con que se quede cómodamente en su casa y administre estos ídolos con un poco de sensatez. Si luego necesita Prozac o acudir a la consulta del psicólogo para afrontar la depresión subsiguiente, es responsabilidad suya. Cada uno cosechamos lo que hemos sembrado. Y, por desgracia, estamos sembrando mucha superficialidad y desconfianza.

Más nos valiera desplazar el acento de la fiesta de los regalos (que es la imagen popular que tenemos de este día) a la fiesta de la estrella (que es el símbolo de Jesús que ilumina la existencia humana). Si los paganos fueron capaces de abrirse a Jesús más que los judíos, ¿por qué los neopaganos que somos muchos de nosotros vamos a estar excluidos de esta posibilidad? La estrella brilla para todos. No hay creyentes de primera y segunda categoría, sino hombres y mujeres que, con humildad y decisión, se ponen en camino y buscan. ¡Feliz fiesta de la Epifanía!


sábado, 5 de enero de 2019

Carta al cuarto Rey Mago

Hace un año escribí desde Lisboa una carta a los Reyes Magos, que completaba la que les escribí el 5 de enero de 2017 desde Chaclacayo (Perú). En ella les pedía tres regalos: sensatez, humanidad y esperanza. Creo que me los trajeron, pero en dosis más bien escasas. 2018 no fue un año muy sensato. Seguimos cometiendo estupideces. La humanidad brilló por su ausencia en diversos asuntos y muchas personas siguen sin mirar al futuro con esperanza. Así que este año 2019 he decidido no pedirles nada. Es casi una rabieta infantil. Para hacer más visible mi pequeño enfado, ni siquiera les escribiré una carta a los tres magos clásicos: Melchor, Gaspar y Baltasar. Aunque les tengo simpatía, este año 2019 me inclino por dirigirme al “cuarto rey”, el casi desconocido Artabán. Reconozco que me cae bien. Me parece un tipo menos convencional que sus tres compañeros. Resulta menos diplomático, pero quizás más en línea con el estilo de vida predicado por Jesús. Naturalmente, Artabán es un personaje de leyenda salido de la pluma del teólogo presbiteriano Henry Van Dyke (1852-1933) en su cuento de Navidad The Other Wise Man, publicado en 1896. Espero que esta carta le llegue y que podamos ser buenos amigos.


CARTA AL CUARTO REY MAGO


Querido Artabán:

Aunque tenía noticias de ti desde hace muchos años, nunca he encontrado el tiempo oportuno para escribirte. Para ser sincero, te confieso que no he leído la obra de Henry Van Dyke en la que cuenta con pelos y señales tus andanzas basándose en tradiciones antiguas, algunas de origen ruso. Lo que sé de ti es de oídas, así que es probable que se deslicen algunos errores. Espero que sepas disculparlos. Te escribo porque, en estos tiempos en los que impera lo políticamente correcto, tu figura se sale del guion, rompe esquemas. Tu nombre –como, por otra parte, el de tus tres compañeros– no aparece en los Evangelios, pero algo me dice que eres el más evangélico de todos. Tu trayectoria personal es el mejor regalo que nos puedes ofrecer.

Cuenta la leyenda que, en tu camino hacia el zigurat de Borsippa, donde ibas a reunirte con tus tres compañeros, portabas tres regalos para el Mesías recién nacido: un diamante protector de la isla de Méroe, un pedazo de jaspe de Chipre, y un fulgurante rubí de las Sirtes. Podías competir sin complejos con el oro, el incienso y la mirra de Melchor, Gaspar y Baltasar. Pero, he aquí que inopinadamente te encontraste por el camino a un anciano que había sido asaltado por los bandidos y yacía moribundo. Como buen samaritano avant la lettre, interrumpiste tu viaje, descendiste de tu cabalgadura, curaste sus heridas con vino y aceite y, como ayuda para el restablecimiento completo, le regalaste el diamante que llevabas destinado para el Niño Dios. Esta parada inoportuna hizo que llegaras tarde a la cita. Cuando alcanzaste Borsippa, tus compañeros ya se habían ido. Imagino tu decepción y hasta tu enojo.

Pero tú, Artabán, no eres un tipo que se venga abajo ante las dificultades. Decidiste proseguir el camino en solitario. Cuando llegaste a Judea se amontonaron los contratiempos. No fuiste capaz de encontrar a tus compañeros y tampoco al Niño a quien pretendías adorar. En lugar de ángeles cantores y pastores sonrientes, te topaste con las hordas de soldados de Herodes que estaban degollando a todos los niños de la zona que tenían menos de dos años. Cuando viste a uno de los soldados que sostenía a un niño con una mano y con la otra blandía una espada afilada, no lo dudaste un instante. Sacaste de tu alforja el rubí destinado al Hijo de Dios y se lo diste al soldado a cambio de la vida del niño. Sin embargo, a pesar de tu gesto generoso, fuiste apresado y encarcelado en el palacio de Herodes en Jerusalén. Te salió muy caro tu deseo de salvar la vida de uno de aquellos pequeños inocentes.

La leyenda dice que estuviste cautivo treinta años, los mismos que Jesús pasó “oculto” en Nazaret. Hasta tu prisión comenzaron a llegar los ecos de lo que Jesús de Nazaret –el Niño a quien tú querías adorar– estaba realizando en Galilea y Judea. Se hablaba de palabras que encendían el corazón de las personas, sobre todo de los pobres. Incluso se contaban milagros de curaciones maravillosas. Tú sentías una enorme curiosidad. Por fin, después de tres décadas de cautiverio, fuiste absuelto. 

Mientras vagabas por las calles de Jerusalén sin saber muy bien adónde dirigirte,  te llegó la noticia de que el tal Jesús iba a ser crucificado a las afueras de la ciudad. No lo dudaste un segundo. Después de tanto tiempo de espera, había llegado el momento de adorar al Hijo de Dios. Pero, en tu camino hacia el Gólgota, viste que en uno de los mercados callejeros un padre estaba subastando a su hija para liquidar unas deudas. Tu corazón compasivo comienza a latir con fuerza. Sientes una profunda compasión. Sacas el trozo de jaspe que te quedaba (ya habías entregado el diamante y el rubí) y compras la libertad de la muchacha. Mientras tanto, Jesús muere en la cruz. Tiembla la tierra, se abren los sepulcros, los muertos resucitan, se rasga el velo del templo y caen los muros. Un mundo viejo y corrompido se desploma. Una piedra desprendida te golpea y te deja malherido. Entre la inconsciencia y la ensoñación, se presenta una figura misteriosa que te dice: “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, estuve enfermo y me curaste, me hicieron prisionero y me liberaste”. Desorientado y exhausto, solo se te ocurre preguntar: “¿Cuándo hice yo esas cosas?”. La respuesta no se hace esperar: “Lo que hiciste por tus hermanos, lo hiciste por mí”. Jesús te elevó a los cielos con él para disfrutar eternamente de su compañía.

Amigo Artabán, tu historia me emociona. La de tus compañeros Melchor, Gaspar y Baltasar es hermosa, pero la tuya es sencillamente sublime. 

Esta noche millones de niños en España y en los países que celebran la tradición de los Reyes Magos se irán a la cama con la esperanza de encontrar mañana los regalos que con tanta ilusión han pedido. Cuando se levanten, la mayoría de ellos –no todos– encontrarán muchos objetos.  Vivimos en la época de los niños hiperregalados, con las consecuencias negativas que se siguen de esta inflación de consumo. Nadie quiere poner límite a esta carrera. Los padres y familiares se sienten en la obligación de dar todo. No soportan decir no. Los comercios juegan la baza de esta debilidad emocional y promocionan todo tipo de productos. Los niños van creciendo en un ambiente en que las cosas pierden valor y apenas se preparan para las frustraciones que la vida conlleva. ¿No podrías tú, Artabán, echarnos una mano para reconducir la situación? ¿Qué podríamos hacer para ayudarles a ver que los juguetes más demandados no son necesariamente los que más felices van a hacerlos? ¿Hay algún modo de mostrarles que solo el amor llena nuestro corazón?

No quiero entretenerte más, Artabán. Estoy seguro de que Jesús se inspiró en ti para algunas de sus parábolas. Si no exististe, habría que inventarte, porque tú nos enseñas con toda claridad la esencia del Evangelio que Jesús vivió y predicó. Gracias de corazón.

Tu amigo,

Gundisalvus


He aquí otra versión de la leyenda del cuarto Rey Mago. Los elementos esenciales son los mimsos, pero cambian muchos detalles.



viernes, 4 de enero de 2019

El arte de preguntar

Hace unos meses escribí una entrada sobre algunas preguntas de Jesús. En el evangelio de hoy aparece una de las más breves y provocativas: “¿Qué buscáis?” (Jn 1,38). Esa pregunta pone en marcha un itinerario de seguimiento. Los periodistas saben muy bien que el éxito de una entrevista depende, en buena medida,  de la selección de las preguntas. Hay algunas que son meramente curiosas; otras, inquisitoriales; muchas, estúpidas. Los malos periodistas creen que son más “agresivos” si consiguen colocar al entrevistado contra las cuerdas a base de provocaciones. Craso error de principiantes. Las buenas preguntas son aquellas que abren puertas, que invitan a la exploración, que –sin utilizar ninguna violencia psíquica o verbal– ayudan a la persona a conocerse mejor y a comprender lo que está viviendo. Hay encuentros entre familiares y amigos que naufragan porque nadie formula preguntas que ayuden a hacer avanzar la conversación. Todo se reduce al intercambio de cuatro tópicos o formalidades. Cuando en un grupo hay alguien que tiene el arte de preguntar se produce un milagro comunicativo. Jesús tenía este don. Sabía hacer las preguntas adecuadas en el momento oportuno. Por eso, sus preguntas son liberadoras.

En nuestro contexto social hay preguntas que raramente se hacen porque se consideran impertinentes. Tienen que ver con el sueldo que uno gana, la afiliación política, la orientación sexual o incluso las creencias religiosas. Otras muchas preguntas son meras maniobras de aproximación: ¿Prefieres té o café? ¿Dónde sueles ir de vacaciones: a la playa o la montaña? ¿Te gusta más el verano o el invierno? En algunos casos, estas preguntas un poco banales preparan el terreno para otras que rozan la intimidad. Solo las personas que poseen el arte de preguntar saben cómo y cuándo pasar de un nivel a otro. El indicador para saber si uno ha acertado es el grado de satisfacción y libertad que se observa en la persona que responde. Hay preguntas incómodas e inoportunas que bloquean la comunicación. Están más pensadas para satisfacer la curiosidad (en algunos casos, incluso la morbosidad) de quien pregunta que la autoexploración y el aprendizaje de quien es preguntado. Hay algunos penitentes, por ejemplo, que tienen pésimos recuerdos de este tipo de preguntas morbosas cuando han celebrado el sacramento de la Reconciliación. Algunos malos confesores han conseguido que no se acerquen más al sacramento. También los padres y educadores pueden hacer un uso torticero de las preguntas cuando con ellas pretenden humillar a los hijos o educandos desde su aparente superioridad. Lo expresa bien el refrán: “Quien pregunta lo que ya sabe es que proyecta hacer lo que no debe”.

Pero hay preguntas que, aunque supongan un cierto embarazo inicial, llevan el sello de la liberación porque ayudan a la persona entrevistada a conocerse mejor, a aceptar su situación y a explorar vías de salida. Abundan en Internet los recursos para formular preguntas esenciales. No es fácil hacer las preguntas correctas de la manera correcta, pero, como todo arte, también este se puede aprender. Hay técnicas para formular preguntas de manera inteligente. Creo que si cultiváramos más este arte nos ahorraríamos juicios y disgustos innecesarios y ayudaríamos a las personas de nuestro entorno a crecer. Cada vez me convenzo más de que las personas no necesitamos respuestas-recetas, sino buenas preguntas que nos ayuden a seguir buscando. Así como para el avance de la ciencia la curiosidad es esencial, una de las condiciones esenciales para formular buenas preguntas en el ámbito de las relaciones humanas es la humildad. El que pregunta es también un buscador, no un almacén de respuestas. Quien pregunta para humillar, poner en ridículo o escudriñar los rincones oscuros se está retratando a sí mismo. Quien pregunta para seguir caminando juntos es siempre una presencia benéfica. Estoy muy agradecido a las personas que me han hecho las preguntas adecuadas en el momento oportuno porque, quizás sin que ellas lo supieran, me han ayudado a avanzar en mi camino. ¿Puedo terminar sugiriendo algunas preguntas de las que estimulan una conversación entre amigos? Temo las propuestas universales porque cada situación requiere preguntas específicas, pero me atrevo a formular algunas: ¿Qué es lo que más te gusta del trabajo que estás haciendo? ¿Recuerdas lo que sentiste cuando fuiste padre o madre por primera vez? ¿Qué le pedirías a un amigo o a una amiga para crecer en la amistad? ¿Ha habido algún libro que te haya marcado en tu vida? ¿Qué es lo que más te hiere cuando te relacionas con la gente de tu entorno? ¿Por qué disfrutas tanto con la música (o el deporte, la lectura, la cocina o el senderismo)? Basta ya de teoría. Lo mejor es hacer prácticas en la vida cotidiana.

jueves, 3 de enero de 2019

Chocolate con churros

Ayer por la tarde saqué casi tres horas para pasear por el centro de Madrid con un joven claretiano de la India que está estudiando en la Universidad Pontificia Comillas. Como me temía, el aluvión de gente hacía casi intransitables algunas calles y plazas, comenzando por la Puerta del Sol. Hay personas que disfrutan perdiéndose en la masa. A mí me agobia tanta concentración humana. Me entraron ganas de pedirle prestado a Paco Martínez Soria el título de una de sus películas más famosas: La ciudad no es para mí (1965). Cuesta creer que tanta gente se eche a la calle para “ver las luces” (como se suele decir) o para hacer infinidad de compras en las grandes tiendas de Gran Vía, Callao, Preciados, Carmen, etc. Me sorprendió ver a gentes de todas las edades cargadas con bolsas de Primark, Zara, El Corte Inglés, etc. Parecía la fiesta del consumo puro y duro. En medio de esta barahúnda tuvimos tiempo para visitar algunas iglesias y caminar disfrutando de una tarde no demasiado fría. Pasar en pocas horas del silencio y la calma de Vinuesa al barullo de Madrid es algo que siempre llevo a disgusto. Me pregunto cómo se puede ser humano en una gran ciudad, pero sé que esta es una pregunta sin respuesta, casi impertinente para los urbanitas de pura cepa. El proceso de urbanización no para de crecer. Cuando ya sea tarde, nos quejaremos de que la vida demasiado artificial, la distancia de la naturaleza, nos ha deshumanizado más de lo que podíamos sospechar, pero este es otro cantar.

A mitad del paseo invité a mi amigo indio a tomar una taza de chocolate caliente con churros. Pensé hacerlo en la célere chocolatería San Ginés, fundada en 1894, refugio de escritores y artistas, pero era tal la cola de clientes que preferí dirigirme a otra de menos renombre. En cualquier caso, a mi amigo le llamó la atención el número de chocolaterías abiertas en el centro de Madrid. En verano se había fijado, más bien, en las cervecerías. El chocolate es un producto caro en la India, así que se sorprendió de la pasión madrileña por este producto de invierno. Encontramos un local discreto en la calle Mayor. Aunque había bastante gente, quedaba una mesita libre. Allí, sin prisas, degustamos nuestra taza caliente y dimos cuenta de algunos churros que, a mi juicio, estaban en su punto. Si una taza de café o una pizza juntos pueden ser ocasión de grandes conversaciones, no se queda atrás el poder convocante de una buena taza de chocolate acompañada de churros calentitos, sobre todo si afuera corre el viento de la sierra y todo invita a guarecerse en un rincón cálido. Los clientes de las mesas vecinas miraban de reojo a mi amigo de la India. Me daba la impresión de que en su imaginario no figuraba la estampa de un indio mojando un churro en el chocolate. En el curso de la conversación recordamos que nuestro fundador, san Antonio María Claret, era muy aficionado al chocolate. Se ve, pues, que la querencia por este producto tiene un claro componente carismático.

La vida cotidiana está repleta de pequeños sacramentos, de signos que nos ayudan a no perder la dirección del camino. No es necesario disponer de una mansión y un yate para ser felices. Basta aprovechar esos pequeños sacramentos para caer en la cuenta de que Dios se cuela por las rendijas de las mejores experiencias humanas. Cuando varias personas se reúnen para comer juntas, tomar un café, una cerveza o una taza de chocolate, se produce el milagro del encuentro, que es un poderoso antídoto contra la cultura del descarte, el individualismo y la soledad. Cuando dos o más personas nos encontramos, estamos afirmando el misterio de la vida y, sin darnos cuenta, estamos  también confesando al Dios de la vida. Solo hay fe donde hay encuentro. Por eso, las culturas individualistas y cerradas tienen tantas dificultades para creer. Todo lo que nos ayude a estrechar lazos, a comunicarnos en profundidad, a abrirnos a otras personas, es un terreno propicio para que eche raíces la experiencia de la fe. Jesús mismo quiso ligar la eficacia de sus sacramentos a ritos humanos que tienen que ver con el comer y el beber, el hablar y el lavarse… Él no inventó el sacramento del chocolate con churros porque en su tiempo no se conocía este producto americano, pero bien podemos incorporarlo hoy a la galería de signos que hacen la vida más agradable y significativa.

miércoles, 2 de enero de 2019

Esa vieja pila bautismal

A caballo entre 2018 y 2019 he tenido la oportunidad de pasar varios ratos en la vieja iglesia de Nuestra Señora del Pino. En estos días primeros del invierno hacía más frío dentro que fuera. No obstante, he disfrutado sentándome en uno de los bancos y contemplando el camarín de la Virgen. Es difícil expresar en palabras lo que uno siente cuando visita en solitario la iglesia que ha sido escenario de momentos decisivos de la propia vida. Aquí fui bautizado, recibí la primera comunión y celebré mi primera misa. Aquí también he presidido algunos matrimonios de personas cercanas y un buen número de funerales, comenzando por el de mi abuelo paterno en el ya lejano 1982. Por eso, cada rincón me habla. Me habla el impresionante retablo de cinco calles. Me habla el altar tallado en piedra por un cantero local a quien conocí personalmente. Me habla el altar de la Purísima con una hermosa talla del siglo XVII. Me habla el viejo órgano del XVIII con quien he dialogado en numerosas ocasiones. Siento mucho su imparable deterioro. Pero lo que más me habla es el silencio. Cuando cae la tarde, fijo mi mirada en el sagrario y caigo en la cuenta de una presencia que tal vez pasa desapercibida para muchos visitantes y turistas. No es que yo crea que Jesús es el “divino prisionero” –como lo presentaba una antigua canción religiosa–, pero sí creo que Él ha querido ligar su presencia entre nosotros al sacramento de la Eucaristía.

Esta vez he reparado en un detalle que en otras ocasiones me ha pasado desapercibido. A mano derecha, según se entra por la puerta principal, hay una diminuta capilla que, en realidad, es el baptisterio. Allí hay una vieja pila de piedra, en la que fui bautizado un frío día de enero, precisamente el día en que se celebraba la fiesta del Bautismo del Señor. Es una pila multisecular desgastada por el paso del tiempo. Confieso que me produjo una serena emoción evocar en ese lugar la experiencia de mi Bautismo. Escribo la palabra “experiencia, pero creo que, en rigor, no es la correcta, porque, con solo cinco días, yo no “experimenté” nada, a no ser la impresión desagradable del agua fría sobre mi cabecita. La gracia de Dios fue soberana. Todavía sigo intentando responder a ella cada día. Es difícil explicar hoy el sentido del Bautismo en niños que no han llegado aún al “uso de razón”, por emplear la fórmula del viejo catecismo.  Hoy, que somos tan sensibles a la libertad personal y, por tanto, a la capacidad de tomar decisiones, no entendemos que algo que afecta tan radicalmente a nuestra vida nos sea impuesto por nuestros padres. Muchas personas argumentan de otra manera: “Yo no quiero bautizar a mis hijos para no condicionarlos. Cuando sean mayores, que hagan lo que ellos quieran”. Esta postura contiene una gran dosis de verdad, pero escamotea algo: lo más radical de nuestra existencia (la vida y la muerte y, hasta cierto punto, la fe) no es el resultado de una opción, sino de una aceptación, por más que hoy haya un fuerte movimiento que revindica el “derecho a morir”. Aceptar y decidir son dos verbos de imprescindible y complementaria conjugación. El uno no anula al otro. Hay elementos de nuestra vida sobre los cuales no tenemos ninguna capacidad de decisión, a no ser la de una aceptación agradecida y serena. Hay otros, por el contrario, que dependen del ejercicio de nuestra libertad.

La entrada de hoy ha discurrido por cauces imprevistos. Solo quería evocar la impresión sentimental que me causó contemplar la pila en la que fui bautizado, pero los duendes de la escritura me han empujado en otra dirección. Quiero empezar el año 2019 tomando conciencia de todo lo que he recibido en la vida sin que haya mediado por mi parte un esfuerzo de conquista. Es más: lo mejor de mi vida (comenzando por la misma existencia) es fruto de la gracia de Dios, un regalo inmerecido. Pero, para que de verdad sea “regalo”, y no un accidente sobrevenido, tengo que aceptarlo con conciencia lúcida y corazón agradecido. Sin gratitud, nos convertimos en insaciables prometeos que pretenden robar el fuego del cielo y a cada paso experimentan sus límites. Creo que solo las personas agraciadas y agradecidas están en condiciones de luchar por un mundo mejor sin los mesianismos que hacen de este esfuerzo algo inhumano. Me dan miedo las personas que quieren cambiar las cosas a golpe de puro esfuerzo. Esa voluntad titánica, aparte de agotar a cualquiera, es fuente de tiranías hacia los demás. Solo la gracia es fuente de una libertad “con denominación de origen”. Por eso, aunque no pude tomar libremente la decisión de ser bautizado cuando contaba solo cinco días de edad, estoy profundamente agradecido a Dios y a mis padres por regalarme el don del sacramento. Dispongo de toda una vida para tomar conciencia de su significado y responder con libertad.

martes, 1 de enero de 2019

Santa María del Año Nuevo

Hemos llegado al año 2019. Ya sé que litúrgicamente lo comenzamos con la solemnidad de Santa María Madre de Dios, pero a mí me gusta llamarla hoy Santa María del Año Nuevo. Es una forma de subrayar que confiamos el nuevo año a su protección materna. La que dio a luz a Jesús, el Hijo de Dios, puede seguir alumbrando en cada uno de nosotros al Jesús que sigue naciendo mediante la fe. Es probable que, tras los excesos de anoche, muchos no estén en condiciones de muchas reflexiones teológicas. Este Rincón tampoco es una cátedra de teología y ni siquiera una página con sugerencias para la homilía. Espero que los lectores habituales hayáis comenzado el nuevo año con alegría y serenidad. No es necesario multiplicar un año más los propósitos que reiteradamente incumplimos: hacer más ejercicio, someternos a una dieta, aprender una lengua nueva, etc. Basta con que, siguiendo a María de Nazaret, guardemos todo “en el corazón”; es decir, aprendamos a ponderar lo que vivimos desde el centro, de modo que ganemos en profundidad, sabiduría, cordialidad y espíritu de servicio. Las mejores cosas son las que brotan de un corazón visitado por Dios, agradecido por los muchos dones recibidos. Colocar esta clave mariana al comienzo del pentagrama del nuevo año nos ayudará a dar sentido a cada una de las notas que vayamos interpretando: desde las más alegres y saltarinas hasta las más graves y dolorosas.

Muchas personas habrán comenzado el nuevo año en soledad, no por decisión propia, sino porque no tienen a nadie que se ocupe de ellas. Pienso, sobre todo, en los ancianos, pero también en las personas que están internadas en hospitales, cárceles, centros de menores, centros de acogida para refugiados, etc. Es muy probable que para estas personas los fastos con que celebramos la llegada del nuevo año constituyan una provocación. Tenemos tiempo y recursos para comprar infinidad de botellas de champán, disparar fuegos artificiales, organizar macrofiestas, etc., pero no siempre los tenemos para estar cerca de estas personas para las que el paso del tiempo es una prolongación del sufrimiento, a veces sin visos de solución. No podemos empezar el nuevo año como si estas personas no existieran, como si todo se redujera a lo que machaconamente la publicidad nos vende como apetecible. Caminar hacia un estilo de vida sobrio y solidario nos hará mucho más felices que dejarnos atrapar por el señuelo de una vida consumista e individualista. Lo que nos hace felices nunca es la acumulación de cosas sino la intensidad y profundidad de las relaciones. Quien tiene amigos tiene lo esencial. Quien solo tiene dinero es un candidato seguro a la soledad y a la depresión. Uno compra una casa o un coche, pero nunca puede comprar amigos; a lo más, cómplices  o compinches.

Hoy celebramos también la LII Jornada Mundial de la Paz. De haber estado en Roma, hubiera participado en la marcha que todos los años organiza la Comunidad de Sant’Egidio desde Chiesa Nuova hasta la Plaza de san Pedro. El mensaje del papa Francisco se titula: La buena política está al servicio de la paz. En él, el Papa recuerda las “bienaventuranzas del político”, propuestas por el cardenal vietnamita François-Xavier Nguyễn Vãn Thuận, fallecido en el año 2002:

  • Bienaventurado el político que tiene una alta consideración y una profunda conciencia de su papel.
  • Bienaventurado el político cuya persona refleja credibilidad.
  • Bienaventurado el político que trabaja por el bien común y no por su propio interés.
  • Bienaventurado el político que permanece fielmente coherente.
  • Bienaventurado el político que realiza la unidad.
  • Bienaventurado el político que está comprometido en llevar a cabo un cambio radical.
  • Bienaventurado el político que sabe escuchar.
  • Bienaventurado el político que no tiene miedo.

Son ocho. A todos nos hace bien meditarlas. A quienes son políticos de profesión les señalan un horizonte claro para que su acción no dependa de meros intereses de partido o de razones electoralistas. El Papa habla también de los vicios de los políticos. No tiene pelos en la lengua. Los nombra con claridad: la corrupción, la negación del derecho, el incumplimiento de las normas comunitarias, el enriquecimiento ilegal, la justificación del poder mediante la fuerza o con el pretexto arbitrario de la “razón de Estado”, la tendencia a perpetuarse en el poder, la xenofobia y el racismo, el rechazo al cuidado de la Tierra, la explotación ilimitada de los recursos naturales por un beneficio inmediato, el desprecio de los que se han visto obligados a ir al exilio. Menciona también el primer centenario del final de la Primera Guerra Mundial y el 70 aniversaro de la Declaración Universal de los Derechos HumanosMirando al futuro, nos ofrece un camino claro: "La auténtica vida política, fundada en el derecho y en un diálogo leal entre los protagonistas, se renueva con la convicción de que cada mujer, cada hombre y cada generación encierran en sí mismos una promesa que puede liberar nuevas energías relacionales, intelectuales, culturales y espirituales".

Feliz Año Nuevo 2019 
Happy New Year 2019
Felice Anno Nuovo 2019