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sábado, 30 de julio de 2016

Humanidad sobrante

Viendo a tanta gente “vestida de turista” (es decir, de manera horrible) en el aeropuerto de Fiumicino tendría que escribir sobre el encanto/desencanto de las vacaciones, pero hay otro tema que pide paso. La entrada de hoy la escribo rodeado de gentes que van y vienen. Aguardo mi vuelo a Madrid y luego la conexión para Lima. He acabado acostumbrándome a la soledad de los aeropuertos. A veces, el ruido de la gente me inspira más que el silencio de mi cuarto. Hoy quiero abordar una cuestión que nos afecta a todos. O que nos afectará en su momento. Creo que me va a salir un artículo a borbotones, sin mucha lógica, pero desde el corazón. No voy a usar estadísticas ni estudios sesudos. Voy a dejarme llevar por lo que siento después de haber compartido con otras personas experiencias y reflexiones.

Algunos encuentros de los últimos días me han hecho pensar sobre el problema (¡ojo a la palabra!) de cuidar a los niños y a los ancianos en nuestra sociedad. Son los dos grupos de población más vulnerables. Como en esta sociedad basada en el consumo hemos decidido que “no tenemos tiempo” para ellos, hemos creado las guarderías (para los más pequeños) y las residencias (para los más ancianos). Ahí los dejamos (a veces los aparcamos) para que otros se ocupen de ellos. En general, se trata de buenas soluciones. Personal competente se encarga de hacer lo que nosotros no podemos… o no queremos hacer. Muchas veces es la única solución, sobre todo cuando se trata de ancianos que requieren cuidados especiales. Hoy pocas personas cuestionan estas instituciones. Se consideran imprescindibles. Sin ellas sería imposible nuestro estilo de vida actual.

Quizá no hay que hacer un drama de esto. La historia va evolucionando. Cambian las formas de ocuparnos de quienes lo necesitan. Pero no deja de representar un desafío. ¿Qué tipo de sociedad hemos creado que casi nos imposibilita ocuparnos de los más débiles? ¿Qué valores ocupan la cumbre de la pirámide? ¿A qué damos más importancia? No deja de ser llamativo que cuando éramos más pobres (al menos en renta per cápita), las familias encontraban soluciones para hacerse cargo de los niños y los ancianos sin tener que recurrir a ayudas externas. Unos y otros se sentían en casa, junto a los suyos. Ahora que hemos incrementado nuestro nivel de renta (incluso durante la crisis) nos consideramos incapaces de hacer frente a nuestras obligaciones. Aducimos todo tipo de argumentos: las viviendas son pequeñas, los dos cónyuges tienen que trabajar fuera de casa para hacer frente a los numerosos gastos, no podemos estar esclavizados todo el día cuidando de los niños o los abuelos, tenemos derecho a nuestra autonomía, éste es un asunto del estado, etc. Muchas familias atraviesan momentos de gran tensión cuando tienen que afrontar estas situaciones. No saben qué hacer. Se sienten culpables. Carecen de criterios claros.

Una sociedad que no sabe qué hacer con sus miembros más débiles es una sociedad que ha perdido el rumbo. Si algo caracteriza al cristianismo en relación con otras religiones y estilos de vida es su preocupación por los que no cuentan, por los excluidos, por los que están al margen. Para Jesús no hay “humanidad sobrante”. Él se dedicó de manera especial a aquellos que “sobraban” en su tiempo, incluidos los niños. Era una manera concreta de decir que para Dios nadie sobra. Más aún: que los preferidos de Dios son aquellos que no se valen por sí mismos, que necesitan el concurso de los demás para sobrevivir. Dedicarles nuestro tiempo y nuestro amor no es una pérdida sino una ganancia. No robamos nada a otras ocupaciones porque no hay ocupación más noble que prestarle a Dios nuestro tiempo, nuestro corazón y nuestras manos para hacernos cargo de quienes nos necesitan. Quizá la cuestión no es "guardería sí-guardería no", "residencia sí-residencia no" sino el amor que ponemos en las decisiones que tomamos, las formas que encontramos para hacer sentir a los nuestros que los queremos (tanto si están en casa como si están fuera), que contamos con ellos, que no sobran.

Es evidente que los niños y los ancianos, por diversas razones, nos necesitan. Ellos no tendrían que engrosar nunca la categoría de "humanidad sobrante" a la que se refiere el papa Francisco con mucha claridad: “Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».”. Ya sé que el verano exigiría otros temas más ligeros, pero hay algunos asuntos que llaman a la puerta con insistencia. No se los puede dejar fuera.

lunes, 25 de julio de 2016

Te he hecho a ti

He estado sin conexión todo el fin de semana. Me corrijo. He estado desconectado de internet (por eso no pude colgar la entrada de ayer domingo), pero conectado –¡y cómo!– a la realidad sufriente del Congo.  El sábado 23 y el domingo 24 estuvieron repletos de visitas, encuentros y conversaciones. Me acosté agotado física y espiritualmente. De todo lo vivido destaco las visitas a la Pédiatrie de Kimbondo y al orfanato Don de Marie de las Misioneras de la Caridad de Madre Teresa de Calcuta. La Pediatría está dirigida por el claretiano chileno Hugo Ríos, acompañado por el claretiano congoleño Víctor Misangamani. El centro funciona con el trabajo de un buen número de empleados y voluntarios de diversas partes del mundo. Su objetivo es atender a los niños con problemas de salud, malnutrición y exclusión. Pero donde el centro muestra su alma es en la recogida de los niños abandonados por la calle o los bosques. Uno de ellos, recién nacido, sobrevivió casi una semana abandonado. Ahora se recupera en el centro. Lo llaman el “niño milagro”. Otro –llamado Francesco– tiene poco más de un año. Padece una grave hidrocefalia. Su cabeza tiene el tamaño de un balón de fútbol. Jamás había visto algo semejante. No hay operación posible. Morirá dentro de poco.  El sábado estaba siendo alimentado en su camita por una voluntaria chilena que no perdía la sonrisa. Las historias son interminables.

En el orfanato Don de Marie vi también ejemplos que me llegaron al alma. Hay niños infectados de SIDA, recogidos en las calles de Kinshasa, con problemas psíquicos, etc. En medio de todo, la religiosa de Bangladesh que nos acompañaba, no dejó de sonreír en ningún momento. Ella y sus siete compañeras de comunidad tocan y huelen a diario el sufrimiento humano. Tendrían que estar destrozadas, destilar amargura y, sin embargo, sonríen, se mueven con delicadeza, representan la ternura de Dios hacia sus hijos más débiles.

Tanto el sábado como el domingo me fui a la cama derrotado por sentimientos de rabia, tristeza, ternura y compasión. Adopté el papel de Abrahán y me puse a regatear con Dios, tal como se nos describe en la primera lectura de ayer domingo. Abrahán se comportó como un verdadero beduino: quería conseguir de Dios un precio rebajado. Yo me comporté, más bien, como un creyente confundido. Se me hace muy duro entender cómo una madre puede abandonar a su hijo recién nacido en la calle, por qué un niño nace con graves malformaciones o por qué hay desaprensivos que dejan embarazadas a niñas de doce o trece años y luego desaparecen. No tenía ganas ni de rezar. 

Me acordé de la historia de aquel monje que salió un día de su monasterio y vio por la calle a una niña mendigando. Cuando regresó a su retiro monástico increpó a Dios: “¿Qué haces tú para remediar esto?”. Silencio absoluto. Dios no sabe/no contesta. Al día siguiente se repite la misma escena. Y así varios días seguidos. Al final de la semana, el monje, en la cumbre de su irritación, se dirige a Dios: “Tú, que te presentas como el Todopoderoso, ¿qué haces tú para responder a las necesidades de esta pobre niña?”. Unos instantes de silencio y luego una voz serena pero contundente: “Te he hecho a ti”. No comment.

Las religiosas de Madre Teresa, mis hermanos claretianos Hugo y Víctor, tantos trabajadores y voluntarios de la Pediatría de Kimbondo y del orfanato Don de Marie han entendido perfectamente la respuesta. No pierden el tiempo en disquisiciones inútiles, no se abandonan a sentimientos de rabia o derrota, no culpan a Dios. Simplemente se ponen manos a la obra. Saben que la única respuesta al mal –a todo mal– es el amor. Procuran traducir este amor en las obras que mejor lo expresan: alimentar a los niños malnutridos, curar a los enfermos, operar a los que lo necesitan, escolarizar a los que pueden aprender algo, enterrar con dignidad a los que mueren y, sobre todo, regalar una infinita ternura. 

Los niños abandonados necesitan tocar y ser tocados. Me impresionó cómo se acercaban a mí y me agarraban con fuerza como si quisieran retenerme con ellos. Hablé brevemente con un grupo de jóvenes voluntarios italianos. Estaban pasando un mes aquí. Todos me dijeron que estaban contentísimos, que esto no tiene precio. Hay algunos voluntarios que se entregan por un fuerte sentido de humanidad. Los admiro. La mayoría tiene fuertes motivaciones religiosas. Las Misioneras de la Caridad de Madre Teresa dedican dos horas diarias (una por la mañana y otra por la tarde) a la adoración silenciosa. Es su secreto. Por eso resisten. Por eso se dan. No tengo más que añadir.

jueves, 16 de junio de 2016

Salvados por los niños

Reconozco que es un privilegio pasar estos días en Jumuia Beach Resort, en Kanamani-Mombasa, un centro de convenciones que ofrece hospitality with a Christian touch (“hospitalidad con un toque cristiano”). Aquí vienen grupos de diversas denominaciones cristianas para sus encuentros, seminarios, talleres, etc. Los grupos proceden de Mombasa, de otros lugares de Kenia y también de varios países europeos y africanos. Vivir a quince metros de la orilla del mar, darse un baño en agua salada, respirar la brisa marina, caminar descalzo por la arena sin más presencia que algunos chiquillos que recogen conchas para engarzarlas en atractivos collares que luego venden a los turistas es una terapia intensiva que no tiene precio. Es como volver al Génesis y descubrir que todo era bueno en contraste con el ritmo urbano, cargado de asfalto, ruido y contaminación. Aunque yo soy un enamorado de la montaña, de vez en cuando el mar me pone a su nivel. África puede ofrecer estas cosas como uno de sus mejores tesoros. Aquí la naturaleza es exuberante, variada, primigenia. Muchos aprecian el coltan, los diamantes, el oro, la madera. Los chinos han invadido el continente en busca de estas y otras materias primas como en el pasado lo hicieron los europeos. Yo prefiero disfrutar del tiempo, el aire, el agua, el silencio… la vida.

Pero el mejor tesoro de África lo constituyen sus niños y niñas. Están por todas partes. Es como si el futuro invadiera el presente. Cuando comparo la envejecida Europa con la juvenil África, no tengo dudas acerca de por dónde va el futuro. En Europa dominan las personas ancianas con sus bastones, andadores y sillas de ruedas. Aquí la calle pertenece a los niños y jóvenes. En Europa se discute si será posible pagar las pensiones a los ancianos por falta de suficientes cotizantes a la seguridad social. La población pasiva puede llegar a ser casi tan numerosa como la activa dentro de pocos años. Aquí, en África, la gran preocupación es la educación de los jóvenes, asegurarles un futuro mejor. En esto hay un gran parecido con lo que se vivió en Europa después de la segunda guerra mundial.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Quizá un célibe no es la persona más adecuada para responder esta pregunta, pero puede ofrecer con humildad su punto de vista. Hemos querido vivir una vida muy centrada en el desarrollo del propio yo más que en la preocupación por los otros y la sociedad. Incluso la maternidad se ha convertido para algunas mujeres en una experiencia más de desarrollo personal. Se piensa en función de la propia persona más que en la felicidad del niño que nacerá. No importa que a los 40 años el embarazo sea de riesgo o que la madre parezca más la abuela. Lo que cuenta de verdad es que yo elijo el momento una vez que he satisfecho mis objetivos personales (formativos, laborales, emocionales, etc.). La maternidad y la paternidad aparecen casi como el último elemento que falta para redondear un currículo impecable. Me cuesta escribir estas cosas porque algunos padres y madres modernos se sentirán injustamente juzgados. No hablo de personas concretas (que pueden tener razones muy respetables para actuar así) sino de un estilo de vida generalizado que –dicho de manera un poco grosera– significa pan para hoy, hambre para mañana. Hoy procuro vivir bien sin caer en la cuenta de que estoy poniendo las bases para un futuro hipotecado. 

Está claro que sin niños no hay futuro. Las sociedades que –por las razones que sean– renuncian a ellos, los dosifican de una manera egoísta o los producen como se fabrica cualquier artefacto acabarán pagando un altísimo precio. Para empezar, la pérdida de la alegría y la esperanza. Y luego la humildad para reconocer los propios límites y dejarse ayudar por los demás y, en definitiva, por Dios.

Por algo Jesús insistía en que quien no se haga como un niño no puede entrar en el reino de los cielos. Las personas y sociedades demasiado maduras, demasiado adultas, demasiado autosuficientes, quizá ganan autonomía y capacidad de placer inmediato (los niños estorban y condicionan mucho), pero acaban perdiendo el sentido de la vida porque actúan en contra de él. No necesitan a Dios porque creen que se bastan por sí mismas y que pueden controlar todo: desde los mercados financieros hasta los niños que deben nacer cada año. Sin niños, fruto del amor, la desesperanza se apodera de nosotros, la muerte nos va ganando la batalla. Al tiempo. África me lo está haciendo ver con mucha claridad.