
Tarde de verano. 34 grados en la calle. Comienza el fin de semana. Hay noticias típicas de este tiempo (llegada masiva de turistas, incendios, ahogamientos, etc.) y otras más actuales, como el debate sobre la corrupción, la inmigración y los famosos bulos. Todos los días, cuando recojo la prensa que el repartidor deja a la puerta de mi casa a primera hora de la mañana, hago un ejercicio para tratar de adivinar los titulares de El País y el ABC, los dos periódicos a los que estamos suscritos. Casi siempre acierto. El primero es claramente progubernamental y el segundo crítico, así que suelen llevar a sus respectivas portadas las informaciones que mejor se alinean con sus intereses.
La mayor parte de la información que ofrecen está muy editorializada. La opinión prevalece sobre la información. Casi no sería necesario comprar periódicos porque uno ya sabe de antemano lo que van a decir. Confieso que muchos días me limito a dar una ojeada rápida a ambas publicaciones mientras me tomo un café.
Estoy al borde del hartazgo. Se salvan algunas firmas “independientes” que, además de escribir bien, tienen una voz propia con densidad moral. Pero percibo también en algunos de estos escritores de raza un cansancio letal, como si se hubieran resignado a una realidad frágil y decadente que ya no admite cambios.

Que la democracia está en crisis llevamos años denunciándolo, pero no se nos ocurre una alternativa mejor. Para que una democracia sea sana se requiere que los ciudadanos seamos demócratas; es decir, que busquemos de verdad el bien común y que contribuyamos a construirlo. Esto es demasiado pedir, así que podemos estar viviendo la ficción de una democracia sin demócratas. O, en la práctica, el gobierno de una oligarquía (que no aristocracia) que se sirve de las instituciones públicas para conseguir sus objetivos privados. Quienes cada cierto tiempo introducimos una papeleta en las urnas creemos que nuestro voto es determinante, pero la cruda realidad nos despierta de nuestro sueño. Por eso hay muchos jóvenes que ya ni se preocupan de votar. Simplemente no creen que su voto sirva para algo.
Poco a poco, vamos perdiendo también las ganas de protestar. Nos resignamos a la inercia social y seguimos apoyando a quienes, una y otra vez, incumplen sus compromisos y nos llevan al abismo. Da igual que la corrupción afecte a los más altos responsables o que se ponga en peligro la cohesión social. ¿Alguien puede explicarme qué se necesita para que haya una reacción social enérgica? ¿Tan anestesiados estamos? ¿Tan ciegos nos hemos vuelto? He oído a más de uno decir que, mientras tengamos dinero en el bolsillo para tomarnos una caña de cerveza en una terraza, no va a cambiar nada, aunque los precios de la vivienda sean inalcanzables para la mayoría, se fomente un sistema clientelar de ayudas o no se gestione adecuadamente la inmigración.

El fracaso estrepitoso del famoso 15-M ha sido como una vacuna que nos protege contra el virus de la protesta social. Siempre podemos encontrar nuestro nicho en medio de la crisis. Mientras logremos sobrevivir individualmente, no estamos dispuestos a complicarnos la vida en batallas perdidas de antemano. Y, sin embargo, no podemos renunciar a la confrontación de las ideas y, sobre todo, a la educación en valores. Sin unas y otros, no hay democracia que se sostenga, aunque formalmente se nos deje votar cada cierto tiempo.
Necesitamos pensar más, dialogar más, aclarar los valores mínimos sobre los que se sustenta una sociedad pluralista sana. De no hacerlo, la tecnocracia acabará imponiéndonos sus propios métodos y fines. Mientras no sabemos si Dios existe o no, todos disponemos de un teléfono móvil en nuestro bolsillo y le preguntamos a Google lo que queremos saber. A falta de un ecumenismo de ideas y valores, nos apañamos con un ecumenismo tecnológico. Las máquinas nos van uniformando a todos. Lo único que cambia es el modelo y el precio del aparato. ¡Tendremos que pedirle a la Inteligencia Artificial que nos resuelva los problemas que no hemos sido capaces de afrontar con nuestra inteligencia natural! Estamos en el borde de esta frontera, si es que no lo hemos cruzado ya. ¡Se agradece una cervecita muy fría!
Estoy de acuerdo contigo, Gonzalo, cuando escribes: Necesitamos pensar más, dialogar más, aclarar los valores mínimos sobre los que se sustenta una sociedad pluralista sana.
ResponderEliminarGracias por ayudarnos a reflexionar.