martes, 2 de septiembre de 2025

Solidaridad con los lejanos, distancia con los cercanos


Hoy he hecho un experimento. Le he pedido a la IA (Inteligencia Artificial) que escribiera un texto de algo menos de mil palabras sobre un asunto que me preocupa: la solidaridad de muchas personas con causas lejanas y su incapacidad para asumir compromisos con personas de su entorno. El resultado, sin modificar una sola palabra, es el que os pongo a continuación. Ya me diréis qué os parece.  A mí me ha dejado speechless.


Vivimos en un mundo hiperconectado, donde las noticias y las causas globales llegan a cada rincón a través de la pantalla de nuestros dispositivos. Historias sobre comunidades que sufren en países remotos, campañas humanitarias para desastres naturales a miles de kilómetros, o movimientos sociales que surgen en otras latitudes, despiertan nuestra empatía y solidaridad. Compartimos publicaciones, sumamos nuestra voz a campañas en línea, donamos a organizaciones internacionales y sentimos que, de alguna manera, somos parte del cambio que el mundo necesita.

Sin embargo, existe una paradoja que se repite una y otra vez: muchas personas se involucran con gran entusiasmo en causas lejanas, pero muestran poco o ningún compromiso con las necesidades y problemáticas que afectan a su entorno inmediato. ¿Por qué es más sencillo solidarizarse con quienes están lejos que con quienes están cerca? ¿Qué impulsa este fenómeno tan común en nuestra sociedad?

Hay algo casi romántico en la idea de ayudar a quienes viven lejos. Las catástrofes en otros países, la pobreza en continentes distantes o las luchas de comunidades minoritarias en lugares remotos nos resultan, paradójicamente, más inspiradoras que los desafíos cotidianos de nuestra propia ciudad o vecindario. Quizá sea porque lo lejano es más fácil de idealizar. Desde la distancia, los problemas parecen más claros, las soluciones más sencillas, y el impacto de nuestra ayuda más contundente.

Además, las causas lejanas suelen estar envueltas en relatos poderosos, imágenes impactantes y narrativas que apelan a la compasión global. Los medios de comunicación y las redes sociales potencian este efecto, presentando historias que movilizan emociones intensas y generan una sensación de urgencia. Así, muchas personas sienten que, al involucrarse, aunque sea simbólicamente, están haciendo una diferencia significativa.

Sin embargo, la distancia no solo es geográfica, sino también emocional y práctica. Comprometerse con causas lejanas nos permite mantener una cierta comodidad. Ayudar a quienes no conocemos, que viven realidades distintas y cuya complejidad está mediada por pantallas, evita exponernos a las incomodidades de la implicación directa.

La solidaridad a distancia no nos obliga a enfrentar conflictos interpersonales, diferencias ideológicas o la cruda realidad de nuestras comunidades. No requiere que reorganicemos nuestra rutina, que salgamos de nuestra zona de confort, ni que nos expongamos a posibles frustraciones o rechazos. Es más sencillo donar unos cuantos pesos a un fondo para personas refugiadas que involucrarse en el comité vecinal para mejorar el parque del barrio, donde las diferencias y los roces son inevitables.

En contraste, asumir compromisos con las causas cercanas implica mirar de frente los problemas de nuestra realidad inmediata. Significa reconocer la desigualdad, la injusticia o la falta de oportunidades que afectan a quienes comparten nuestro entorno, personas con nombre y rostro. Implica, además, involucrarse activamente: asistir a reuniones, colaborar con organizaciones locales, participar en actividades comunitarias o simplemente estar dispuesto a ayudar a una persona vecina en dificultad.

Este tipo de compromiso requiere tiempo, energía y, en ocasiones, la valentía de cuestionar las estructuras que sostienen el statu quo. Exige lidiar con la frustración cuando los cambios son lentos, la paciencia para construir redes de confianza y la capacidad de dialogar y encontrar consensos entre personas diversas. No es glamoroso ni da la satisfacción inmediata de un “me gusta” en redes sociales, pero es justamente ahí donde la solidaridad cobra su sentido más profundo.

Resulta tentador caer en el espejismo de que, por participar en causas internacionales, cumplimos con nuestra cuota de solidaridad. Las redes sociales, en particular, han amplificado esta ilusión, permitiendo que se confunda la visibilidad con el compromiso real. Publicar una historia sobre una crisis en otro continente puede ser valioso, pero si descuidamos los problemas de nuestra propia comunidad, la solidaridad se vuelve selectiva y superficial.

Al final, la verdadera compasión no distingue entre lo cercano y lo lejano. No se trata de elegir entre ayudar a quienes viven lejos o a quienes comparten nuestra cotidianidad, sino de entender que la solidaridad empieza en casa y se expande hacia afuera. La coherencia entre nuestro discurso y nuestras acciones es el mejor indicador de un compromiso genuino.

Esto no significa que debamos dejar de preocuparnos por las causas globales. Vivimos en una aldea planetaria donde todo está interconectado, y lo que ocurre en un país lejano puede tener repercusiones en nuestro entorno. Pero es importante recordar que, mientras dedicamos tiempo y recursos a apoyar campañas internacionales, no debemos olvidar los desafíos que tenemos a la vuelta de la esquina.

Podemos construir puentes entre las dos dimensiones de la solidaridad, aprendiendo de las experiencias internacionales y aplicando ese aprendizaje en nuestro entorno. Participar en proyectos locales, colaborar con organizaciones de base, escuchar las necesidades de nuestras comunidades y actuar en consecuencia puede ser tan transformador como cualquier campaña global.

La solidaridad auténtica no se mide solo por el alcance de las causas que apoyamos, sino por la disposición a comprometernos con los problemas que nos rodean. Es fácil conmoverse con las desgracias lejanas, pero es mucho más valioso actuar para mejorar nuestro propio entorno, aunque las recompensas sean menos visibles.

El reto está en reconocer que nuestra responsabilidad social comienza aquí y ahora, en el lugar donde vivimos, estudiamos o trabajamos. Solo así podremos construir comunidades más justas, incluyentes y solidarias, capaces de extender su mano tanto a quienes están cerca como a quienes nos miran desde la distancia.

Que la empatía global no sea una excusa para la indiferencia local. La próxima vez que sientas el impulso de comprometerte con una causa lejana, pregúntate: ¿Qué puedo hacer hoy, aquí, para mejorar la vida de quienes me rodean? La verdadera revolución empieza en lo cotidiano.


NOTA: No me digáis que el resultado no es asombroso. Me parece que tengo los días contados como bloguero. Más vale que me dedique a otra cosa antes de que la IA aprenda también a ser irónica y deslenguada.



lunes, 1 de septiembre de 2025

Empezar con ganas


Muchas personas han vuelto hoy al trabajo. La mayoría de las escuelas de enseñanza primaria y secundaria comenzarán las clases la próxima semana, pero hoy lo han hecho ya algunas universidades privadas. Septiembre empieza con temperaturas frescas y vuelta al trabajo. Imagino que, como todos los años, algunos periódicos hablarán del famoso síndrome postvacacional y otros enseguida empezarán con el pim-pam-pum político. Son los típicos ritos septembrinos. 

Yo llevo un par de días con un grupo de Hermanos de San Juan de Dios en un bello rincón de la sierra madrileña. Los estoy acompañando en una semana de ejercicios espirituales. Cuando contemplo sus rostros, en muchos casos cargados de años, veo historias de hombres que han consagrado su vida a seguir a Jesús sirviendo a los enfermos, especialmente a los niños y a aquellos que padecen enfermedades mentales. Me produce un profundo sentimiento de admiración y gratitud, más allá de las fragilidades que puedan padecer. Me sorprende también la seriedad con la que viven el silencio de estos días y su profunda devoción a la Eucaristía. Sin ella, no se comprende bien su entrega.


De no haber sido por este compromiso, ayer hubiera acompañado a don Pedro Luis Andaluz, párroco de mi pueblo natal, en su despedida de los feligreses. Ha sido destinado un par de años a Roma para licenciarse en Teología Moral. Sé que le cuesta despedirse de un lugar en el que en tan solo cuatro años ha echado raíces sentimentales y pastorales. Lo sustituye el colombiano William Fernando Zárate Delgado, que tomará posesión el próximo domingo. Desde estas líneas, que él suele leer, quiero expresarle a Pedro mi gratitud por el ministerio realizado y también la confianza que siempre me ha otorgado. Ci vedremo a Roma fra qualche giorno. 

Unos se van y otros vienen, la comunidad permanece. Cada vez me convenzo más de la importancia que tienen los laicos en la consistencia de las parroquias. Mientras los pastores cambian cada cierto tiempo (por razones pastorales o personales), ellos suelen permanecer. De ahí la importancia de crear estructuras estables de comunión, participación y misión que garanticen la vitalidad y la continuidad. De lo contrario, las comunidades bailan demasiado al son del cura de turno, incapaces de organizarse por sí mismas. Confío en que en este caso se pueda seguir avanzando por un camino que ha sido bien pavimentado, pero que exige todavía mucho desarrollo.


En las próximas semanas las parroquias y grupos cristianos de todo tipo se pondrán manos a la obra para programar el nuevo curso pastoral. La experiencia me dice que suelen progresar más las comunidades que se fijan dos o tres objetivos cada año (concretos y realizables) que aquellas que sueñan con proyectos muy completos y articulados, pero que acaban diluyendo las fuerzas y el entusiasmo. Por otra parte, son cada vez más las comunidades rurales que no cuentan con párrocos a tiempo completo, sino que tienen que compartirlos con otras comunidades repartidas por un territorio más o menos extenso. 

Eso exige la selección y formación de líderes laicales que aseguren una red de presencia y compromiso y la participación más activa de las personas consagradas. En muchas comunidades de África, Asia y América esta es una práctica consolidada desde hace muchos años. En Europa sigue predominando un modelo demasiado clerical que, además de no responder a una eclesiología de comunión, se hace inviable a medida que pasan los años y las nuevas ordenaciones no compensan ni de lejos el fallecimiento de los presbíteros actuales.

jueves, 28 de agosto de 2025

Nunca es tarde


La estación de Barcelona-Sants hierve de gente. La megafonía no para de escupir informaciones y avisos en castellano, catalán e inglés. Yo aprovecho la espera de mi tren a Madrid para escribir la entrada de hoy. Terminado mi encuentro con las 30 hermanas de Filiación Cordimariana en Vic, regreso al campamento base. Han sido días frescos, serenos, fraternos y espero que fructíferos. Volver a los lugares claretianos de Sallent y Vic siempre ayuda a revitalizar nuestras raíces carismáticas. 

Ayer por la tarde, frente al sepulcro de Claret abierto, dimos gracias a Dios por la experiencia vivida estos días. Como tantas otras veces, me sorprende que el carisma misionero de Claret haya llegado a lugares tan lejanos como México, Filipinas o Zimbabue y, sin embargo, tenga tan poco arraigo en su pueblo natal o en Vic, donde fundó mi congregación. Se cumplen al pie de la letra las palabras de Jesús de que “nadie es profeta en su tierra”, aunque en el caso de santa Teresa, por ejemplo, Ávila mantiene muy viva su herencia. Lo mismo pasa en Asís con respecto a Francisco y Clara. O en san Giovanni Rotondo en relación con san Pio da Pietrelcina. Las excepciones confirman la regla.


Después de haber recordado ayer a santa Mónica, la mujer de las lágrimas, hoy celebramos la memoria de su hijo san Agustín de Hipona. Su figura ha recorrido los siglos. No necesita ninguna campaña publicitaria para seguir siendo una figura luminosa, pero el hecho de que el papa León XIV sea agustino está ayudando a volver sobre el santo de Hipona. Su aventura espiritual, tan accidentada y apasionada, puede ayudarnos mucho a vivir la búsqueda de Dios en este primer tercio del siglo XXI. 

También hoy tenemos la impresión de que la civilización occidental ha entrado en un proceso imparable de decadencia, por más que siga siendo inercialmente vigorosa. Los grandes valores que la han sostenido durante siglos (la filosofía griega, el derecho romano y la espiritualidad cristiana, por decirlo de manera breve y algo tópica) han sido sustituidos paulatinamente por la sociedad del entretenimiento y de los cuidados paliativos. Junto al envejecimiento demográfico, se ha abierto paso un suave escepticismo que recela del esplendor de la verdad y que no se arriesga a ir más allá del recinto del propio yo. “Vendrán de Oriente y Occidente” -como decía Jesús- para despertarnos de este adormecimiento, aunque es verdad que algunos jóvenes de la generación Z están ya reaccionando.


La contribución de san Agustín no es artificiosa o excesivamente sutil. Lo que él experimentó en carne propia y lo que nos propone a todos es claro y sencillo. Se podría expresar con palabras que todo el mundo entiende. Si los seres humanos hemos sido creados por Dios y para Dios, nunca encontraremos nuestro sosiego hasta que no nos centremos en él. Todas las demás realidades (la ciencia, la técnica, la filosofía, el sexo, la política o la economía), tendrán sentido en la medida en que nos ayuden a acercarnos a la verdad de Dios y a encarnarla en nuestra vida. 

El razonamiento parece cabal. El problema está en el punto de partida. Muchos contemporáneos no admiten con humildad que “hemos sido creados por Dios y para Dios”. Prefieren fiar nuestra existencia al azar antes que abrirla al misterio amoroso del Padre revelado por Jesús. Les parece más racional no tener ninguna explicación antes que reconocer a Cristo como “el camino, la verdad y la vida” que nos abre a Dios. Están en su derecho. Dios no anula la libertad del hombre. 

Pero no nos extrañemos entonces de que, alejados de Dios, todo se vuelva más problemático, oscuro e insignificante y de que la alegría de creer sea sustituida por el pesimismo de la indiferencia o la idolatría. San Agustín lo dice con palabras más certeras y hermosas, nacidas de su apasionante experiencia personal y de su enorme capacidad intelectual y literaria. Prefiero escuchar a quienes han vivido a fondo que a quienes surfean por la superficie de la existencia.

lunes, 25 de agosto de 2025

¿Condenados a la frustración?


Esta última semana de agosto es para muchas personas una especie de transición entre el período veraniego de vacaciones y el comienzo de las actividades laborales, académicas o pastorales el próximo 1 de septiembre. La playa, el sol o la montaña no están siempre al alcance de la mano. Hay que volver a la rutina diaria.

En el clima de polarización en el que seguimos envueltos, nos veremos empujados -casi obligados- a pronunciarnos por Pedro Sánchez o por Alberto Núñez Feijóo, por El País o por ABC, por RTVE o por Antena3, por el socialismo estatalista o por el liberalismo salvaje, por la unidad de la patria o por su desmembración en unidades autónomas, por la Agenda 2030 o por medidas menos globalistas, por apagar los fuegos en invierno o por desangrarnos en verano...

El precio que se paga por esta polarización crónica es una crispación permanente, de la que el parlamento y los medios de comunicación son cacofónicos altavoces. Es verdad que en la calle no llega la sangre al río y que la mayoría de los ciudadanos vivimos con más serenidad, pero al final, de una forma u otra, acabamos contagiándonos. Poco a poco, el clima social se enrarece hasta el punto de vivir una especie de absurdo guerracivilismo.


Por alguna razón que se me escapa, en España casi siempre fracasan las posiciones integradoras. Apenas ha habido partidos políticos centristas de larga duración. Es difícil encontrar publicaciones “independientes”, aunque algunas exhiban este adjetivo en su cabecera. ¿Tan difícil resulta sentarse a la misma mesa, analizar los problemas y tratar de encontrar soluciones conjuntas? ¿Por qué si yo defiendo la vivienda social, el aumento del sueldo base de los trabajadores o la integración ordenada de los inmigrantes debo aceptar en el mismo pack el aborto libre, la eutanasia o la excesiva regulación estatal? 

Viendo las cosas desde el otro lado, ¿por qué si yo creo que la libertad de mercado es condición indispensable para crear prosperidad o que hay que fortalecer la sociedad civil frente al estado, debo aceptar en el mismo pack el poder oligárquico de los grandes grupos económicos multinacionales, la privatización comercial de la sanidad o la estigmatización de los más pobres? Estamos perdiendo una energía extraordinaria por no ser capaces de integrar lo mejor de cada manera de entender la vida social y de minimizar sus excesos y desequilibrios.


Estoy convencido de que hay personas inteligentes y buenas -muchas con una clara inspiración cristiana- que tienen esta capacidad de integración y que desearían promover la cultura del encuentro y de los acuerdos, pero no se atreven a comprometerse en responsabilidades políticas. Alguno me ha dicho expresamente que no quiere quemarse, que la política actual es demasiado cainita, que no merece la pena arriesgar tanto para acabar “condenados a la frustración”. Por otra parte, hay corrientes de pensamiento de inspiración marxista que solo entienden el progreso como una permanente 
“lucha de clases” que hay que actualizar y avivar lo más posible. 

Creo que, si no damos pasos en una dirección integradora, las nuevas generaciones (ya se está viendo) optarán por formas extremistas, incluso dictatoriales. Cuando la democracia se corrompe o se burocratiza en exceso, prepara el terreno para populismos autoritarios que suelen canalizar el descontento social, pero que fracasan en la resolución de los problemas porque, en realidad, no tienen una propuesta clara y eficaz de organización social. Ha sucedido con Trump en Estados Unidos, con Milei en Argentina... y puede suceder en Europa. De hecho, ya hay algunos ejemplos.

Mientras tanto, seguimos perdiendo el tiempo en dilucidar si son galgos o podencos cuando tendríamos que concentrar todas las fuerzas en prepararnos conjuntamente para afrontar los enormes desafíos éticos, sociales y económicos que nos presenta la revolución digital. Quisiera creer -más bien soñar- que las nuevas generaciones, además de expresar su descontento o de abandonarse a la resignación, son capaces de liderar una verdadera revolución ética que nos libre de la polarización y que nos ayude a integrar las diferencias y polaridades.


viernes, 22 de agosto de 2025

A bordo del tren


El termómetro del vestíbulo de la estación de Atocha marca 26,2 grados. Hay mucha gente, pero todo discurre con orden. Me tomo un café con leche en el establecimiento Mahoudrid mientras espero mi tren para Barcelona. Apenas me subo al vagón 13 empiezo a teclear la entrada de hoy. No me ha sido posible hacerlo antes. La mañana se me ha ido en ultimar los detalles de la actividad que voy a desarrollar en Vic los próximos días con el instituto secular Filiación Cordimariana. Observo a la gente que tengo alrededor. Muchos viajan solos como yo. 

Me acomodo en mi asiento 1C. Imagino a los pasajeros que podrían ocupar el asiento 1D. Me vienen a la mente los rostros y nombres de personas conocidas. Me pregunto con quién me gustaría viajar esta tarde y qué tipo de conversación podría darse durante las dos horas y media que dura el viaje a Barcelona. La hora se presta a una buena siesta veraniega, pero una conversación interesante es siempre preferible a una cabezadita. 

Uno de los posibles temas sería la ola de incendios que nos está afectando desde hace varias semanas. Quizá repetiríamos los argumentos que leemos en los periódicos y en las redes sociales u oímos en las radios y televisiones. No es fácil ser original cuando ya se ha dicho todo lo imaginable.


Después de dar un rápido repaso a los temas de actualidad, tal vez nos internaríamos en terrenos más personales. Aquí se abrirían caminos distintos según la persona que estuviera sentada a mi derecha. En algunos casos, abordaríamos cuestiones laborales, la desgana a la hora de reanudar el trabajo tras el paréntesis vacacional y las perspectivas que se presentan para los próximos meses. Yo le comentaría algo de los nuevos proyectos editoriales en que nos estamos embarcando y de los viajes previstos hasta Navidad: Roma, Canarias, Londres, etc. Él (o ella) me preguntaría si sigo viajando como antes. Yo le diría que no tanto y que, en todo caso, los viajes de ahora son más cortos en tiempo y en distancia que los que solía hacer cuan do vivía en Roma. 

Es probable que, a la altura de Zaragoza, abordáramos algo relativo a la fe. Parece inevitable cuando uno de los interlocutores es sacerdote. Seguramente procederíamos de la periferia al centro. La otra persona comenzaría preguntándome qué opino del papa León XIV, seguiría por algunas cuestiones de moral sexual y acabaría confesándome lo difícil que resulta creer en Dios cuando en nuestro contexto europeo todo parece conjurarse para hacer de la fe una opción irrelevante.


Si viera que el terreno está preparado, quizá yo me atrevería a compartir algo de mis dudas y preguntas, de mis travesías del desierto y de mis pequeñas noches, de mis frágiles experiencias de encuentro con Jesús en medio de las tormentas de la vida. Es muy probable que, a partir de ese momento, los silencios fueran más prolongados que las palabras. 

Por la megafonía del AVE nos desean un buen viaje en castellano, catalán e inglés. Yo sigo abandonándome a un ejercicio de imaginación. Cuando miro al asiento de mi derecha, caigo en la cuenta de que en él no está sentada ninguna de las personas con las que me hubiera gustado compartir este viaje. En su lugar hay un muchacho de unos 20 años vestido con vaqueros claros y camiseta blanca. Huelga decir que lleva los auriculares puestos y está practicando el noble deporte de deslizar el dedo pulgar de la mano derecha por la pantalla manoseada de su móvil. No veo muchas posibilidades de entablar una conversación real, así que continuaré abandonándome a la imaginación. Nos vemos en Barcelona.

jueves, 21 de agosto de 2025

La vuelta fresca


Madrid me ha recibido con una temperatura razonable. A las 10 de la mañana, mientras tecleo la entrada de hoy, el termómetro marca 20 grados. Se puede trabajar con normalidad. Atrás quedan unos días de vacaciones rematados por la visita a la sede de la Fundación Vicente Marín, escondida en la aldea de Bretún, en la comarca de Tierras Altas de Soria. 

La historia de por qué en esta aldea se encuentra una extensa y heterogénea colección de piezas de arte es una novela o una película en la que aparecen personajes como el conde de Atarés, Ava Gardner o Sofía Loren. Su vida spudorata la cuenta el escritor Javier Narbaiza en el libro Las buenas y malas noches de Vicente Marín. 

El tal Vicente Marín fue seminarista salesiano y luego novicio verbita y, tras muchas peripecias en Mallorca y Londres, acabó siendo un personaje conocido de la noche madrileña de los años 60 y 70. Ahora, a punto de cumplir 90 años, ha regresado a su pueblo natal como heredero universal de la inmensa colección artística del conde de Atarés, del que fue mayordomo, mano derecha y quizás algo más. 


Recuperado del impacto que me produjo esta visita tan excéntrica y kitsch, por decirlo suavemente, me dispongo a organizar el calendario de los compromisos venideros. Apenas llegado a Madrid, preparo de nuevo la maleta para viajar mañana a Barcelona. Pero es bueno recordar algunos momentos significativos de los últimos días. Acompañado por la preocupación constante por los incendios, he tenido tiempo para disfrutar de algunas conversaciones significativas con viejos amigos y también con algunos lectores “desconocidos” de este blog que me han invitado a su casa para departir con calma sobre asuntos de actualidad. 

Las fiestas de Vinuesa han ocupado también una semana intensa. Confieso que a veces el exceso de ritualismo me aburre un poco, pero me asombra que muchos jóvenes se sientan muy identificados con tradiciones que les proporcionan señas de identidad y sentido de pertenencia. Náufragos en el océano de las redes sociales, necesitan algunas anclas que les ayuden a detenerse y tocar tierra. Compruebo que los jóvenes de hoy son menos iconoclastas que los de hace tres o cuatro décadas.


En el vaivén de encuentros y experiencias, no me olvido de que el pasado día 15, coincidiendo con la solemnidad de la Asunción de María, mi amigo Heriberto García Arias, bien conocido de los amigos del Rincón, publicó en YouTube su documental “Vamos María” en el que narra de una forma original la vida de la beata María Inés Teresa Arias, fundadora de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento el 23 de agosto de 1945 en Cuernavaca (México), a pocos días del final de la Segunda Guerra Mundial. 

Resulta que mi amigo Heriberto tiene una prima que pertenece a esta congregación y que trabaja desde hace años en Japón. Ella fue el punto de contacto para contar de manera original la historia de una mujer con una biografía travagliata, como dicen los italianos. Han sido dos años intensos de trabajo que Heriberto ha compaginado con sus estudios de Comunicación Institucional en Roma. 

Antes de estrenar el documental tuve la oportunidad de verlo en su fase de elaboración y de hacerle algunas sugerencias a Heriberto. Creo que el resultado es una producción ágil, bien presentada y con un punto de intriga que la hace más interesante. Merece la pena conocer historias contemporáneas que contribuyen a acercar el evangelio a las nuevas generaciones.

lunes, 18 de agosto de 2025

No echar más leña al fuego


Los incendios que están asolando la parte occidental de la península ibérica están produciendo graves daños personales, materiales… y morales. En muchas personas está cundiendo un fuerte desánimo. Tras el golpe que supuso la pandemia hace cinco años, ahora los incendios añaden más carga emocional a una situación social que es muy tensa y que deja a las personas sin aliento. La rabia se expresa de mil maneras. Los campesinos y ganaderos culpan a los ecologistas de salón por no permitirles gestionar los bosques como siempre se ha hecho. 

Los políticos se acusan mutuamente de negligencia e impericia. Los pirómanos e incendiarios se aprovechan de lo sucedido. Los equipos de extinción, por lo general mal pagados, están al borde de su resistencia. Los habitantes de los pueblos desalojados cuentan los días o las horas para volver a sus casas mientras hacen balance de los daños. Ver los telediarios de estos días es un ejercicio de resistencia. Se encadenan las noticias y reportajes sobre incendios y otras catástrofes. “¿Qué más nos puede pasar?”, se preguntan muchas personas.


Es muy fácil mantener la calma y prodigar palabras de ánimo cuando uno contempla estos desastres a través de la pantalla del televisor o del ordenador desde la seguridad y comodidad de su casa. Pero todo cambia cuando se padecen en carne propia, cuando las llamas devoran tu casa y el humo intenso hace dificultosa la respiración. Entonces es muy normal dejarse arrastrar por la rabia y la indignación, buscar responsables, imaginar soluciones mágicas, etc. Pocas personas conservan la calma cuando se ven sometidas a una presión física y emocional tan grande. Según los casos, los mensajes de ánimo y solidaridad pueden hasta resultar hirientes. 

A veces, lo mejor es un silencio respetuoso y empático. Y, en la medida de lo posible, extraer lecciones eficaces para el futuro. Hay tragedias inevitables, pero otras se pueden soslayar con una gestión adecuada de los montes y del medio rural. Estos incendios de sexta generación tienen mucho que ver con la despoblación y el vaciamiento de algunas regiones de España y con el abandono “romántico” de los montes. En la naturaleza todo está conectado. La ecología, para que merezca tal nombre, debe ser integral; es decir, debe prestar atención a todos los factores (naturales y humanos) que intervienen en la conservación del medio ambiente.


Confieso que se me ha hecho muy difícil mantener el ánimo festivo de estos días en un contexto de desolación. Es como si sintiera que mi regocijo fuera un atentado contra las personas que están siendo víctimas de tantos desastres o contra quienes están dedicando jornadas de doce horas a trabajar sin descanso en la extinción de los incendios. Hay como un cierto pudor moral que nos lleva a moderar la alegría cuando otros cercanos están sufriendo. 

Es verdad que este pudor no se puede llevar al extremo. De lo contrario, nunca podríamos disfrutar de nada en la vida porque siempre hay en algún lugar del mundo tragedias y sufrimientos incontables. Pero la proximidad es un criterio que nos ayuda a encontrar la actitud correcta. Lo que importa, en este contexto de tanta tensión, es ayudar en la medida de nuestras posibilidades. Y, si esto no es fácilmente viable, al menos no echar más leña al fuego añadiendo críticas inoportunas, esparciendo bulos o prosiguiendo conductas irresponsables, como las de las personas que organizan barbacoas en lugares prohibidos.

domingo, 17 de agosto de 2025

Hay fuegos y fuegos


Las palabras de Jesús que se proclaman en el evangelio de este XX Domingo del Tiempo Ordinario suenan muy provocativas, casi insultantes, en el actual contexto de los incendios que asolan España. Jesús dice que ha venido a prender fuego a la tierra y que desea vehementemente que arda. El fuego al que se refiere Jesús no es el fuego que quema nuestros bosques y casas o el fuego que destruyó Sodoma y Gomorra, sino un fuego de purificación. 

Igual que el fuego en la fragua separa los metales preciosos de la ganga, también nuestra fe en él tiene que ser separada de otros muchos aditamentos que la desfiguran. Es, además, el fuego que Moisés contempló en la zarza, el fuego que descendió sobre la comunidad apostólica en Pentecostés; o sea, el fuego de la experiencia del Espíritu que nos ayuda a pasar de la tiniebla a la luz, del miedo a la fe, de la cobardía a la audacia misionera.


Este fuego purificador hace que en el seno de las familias y comunidades se produzcan algunas divisiones inevitables. El texto del Evangelio refleja bien lo que pasaba en la Iglesia primitiva: algunos miembros de las casas se convertían a la fe y otros no. La opción por Jesús y su evangelio producía divisiones y rupturas. 

Hoy, en un clima de gran tolerancia, hemos perdido en buena media esta dimensión profética y combativa del cristianismo. En nombre de una falsa paz social, transigimos con casi todo, somos capaces de casar la fe con la increencia, el compromiso ético con la comodidad, la pertenencia comunitaria con el individualismo ultramoderno. El resultado es una fe sin mordiente, con poca capacidad de mover los corazones e invitar a la conversión. No queremos correr la suerte del malogrado profeta Jeremías (primera lectura). Ser testigos de la verdad se ha convertido en un estilo de vida de alto riesgo.


El camino de transformación pasa por tener “fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús” (segunda lectura). Él no se dejó guiar por criterios de plausibilidad social, sino que “en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios”. Seguir a Jesús comporta siempre la muerte al propio ego, aceptar las consecuencias de una vida entregada, asumir que, de una manera u otra, vamos a ser criticados e incluso perseguidos. 

En los últimos años hemos subrayado tanto la cultura del diálogo y del encuentro, totalmente imprescindible, que hemos olvidado que en la vida real no siempre es posible, a menos que renunciemos a aquello que constituye el núcleo de nuestra fe: la confesión de Jesús como el Hijo de Dios. 

Hay incendios que deben apagarse cuanto antes para impedir que nos destruyan, pero otros son imprescindibles para purificar una fe que de otro modo puede convertirse en mera tradición o en práctica insignificante.

jueves, 14 de agosto de 2025

¡Vivan las fiestas!


Este año la pingada del mayo de la plaza mayor tardó casi una hora y media, el doble que otros años. Fue una operación medida y tranquila, casi quirúrgica. Cuando el reloj de la torre de la iglesia marcaba las 13,20, el pino de 26,40 metros quedó encajado en el hoyo que hay en el centro de la plaza. Estalló entonces un aplauso de alivio (por la tensión acumulada) y de agradecimiento (por el esfuerzo de numerosos jóvenes que sostuvieron y empujaron las aspas y de quienes dirigieron la operación con tino y aguante). 

Cuando la bandera española anudada a la picota ondeaba movida por un viento suave, yo pensaba en los numerosos fuegos activos en el oeste de la península ibérica avivados por vientos enérgicos. El pino erguido -pingado, como se dice en la zona- representaba la lozanía de un bosque sano frente a la decadencia de muchos bosques heridos. No me gusta empezar la fiesta sabiendo que hay miles de personas que han perdido sus casas y propiedades o que han debido abandonarlas a causa de los incendios. Pero la vida se abre siempre paso.


Las fiestas de mi pueblo siguen cada año un guion estricto, con pequeñas variantes ocasionales. La pingada del mayo es, por así decir, el rito secular, y la ofrenda de la vela a la Virgen del Pino, el rito religioso. Ambos tienen el pino como denominador común y ambos marcan el comienzo oficial de las fiestas: uno por la mañana y otro por la tarde-noche. Muchos visontinos que viven lejos vienen (venimos) estos días para celebrar, junto a nuestros familiares y amigos, las fiestas en honor a la Virgen del Pino y San Roque. 

Tras la obertura de hoy, los dos primeros días están marcados, sobre todo, por ritos religiosos; los dos últimos acentúan más los ritos seculares. No sé si esta distinción es muy ortodoxa, pero ayuda a clarificar ámbitos y ritmos. Hay personas que se reconocen más en la primera parte y otras (sobre todo, los jóvenes) que disfrutan más con la segunda. Ambas tienen su sentido y no tienen por qué excluirse. 

Lo que más me llama la atención es que en origen del entramado de rituales que se dan a lo largo de las fiestas hay una clara motivación religiosa. Sin ellas, las fiestas quedarían reducidas -como sucede en otros lugares- a meros días de entretenimiento colectivo. Ofrecer las velas a la Virgen del Pino, cantar la Salve, celebrar la Eucaristía con solemnidad, cantar el Rosario por las calles, orar por los difuntos de las cofradías y de la parroquia… son actos que dan sentido y densidad a unos días entrañables y muy comunitarios.


A nosotros, que somos ciudadanos de un mundo cada vez más individualista y fragmentado, las fiestas nos recuerdan que somos pueblo, que formamos parte de una colectividad que, en medio de sus diferencias, tiene motivos comunes para celebrar. Creo que tanto los que viven en el pueblo como los que venimos de otros lugares valoramos el sentido de pertenencia que otorgan las fiestas. Herederos de una tradición en algunos casos multisecular, dejamos a un lado rencillas y puntos de vista individuales, nos conectamos con la historia (las fiestas de Vinuesa atesoran muchos ritos más o menos antiguos) y nos abrimos al futuro (pensamos que la hermandad de estos días puede extenderse al resto del año). 

Como en todo rito, hay actores que ayudan a dar vida a la representación. Algunos son institucionales (el párroco, los cofrades, los miembros de la corporación municipal) y otros son espontáneos o tradicionales, como quienes limpian y decoran la iglesia, quienes realizan la pingada del mayo o preparan la caldereta final, sin olvidar a los músicos de las orquestas, el coro, los miembros de las peñas, los empleados municipales que coordinan y limpian y otros oficios imprescindibles para que todo se desarrolle con solemnidad (en algunos casos) o camaradería y jolgorio (en otros). Un pueblo sin fiestas acaba siendo víctima de la rutina y la disgregación.



miércoles, 13 de agosto de 2025

La respiración del alma


La lluvia de la tarde consiguió que el termómetro se desplomara veinte grados. Pasamos de los 34 a los 14, así que cuando comenzamos la adoración a las once de la noche la temperatura era fresca. Bastantes personas llevaban una prenda de abrigo. Las puertas de la iglesia de Nuestra Señora del Pino se abrieron de par en par. Por el pasillo central había dos hileras de velas que señalaban el camino. Centelleaban más velas de distintos tamaños esparcidas por el presbiterio y otros lugares de la iglesia. Sobre el altar se alzaba la custodia con el Santísimo Sacramento expuesto. Durante casi dos horas la iglesia permaneció a oscuras, iluminada solo por los puntitos de luz que desprendían las decenas de velas repartidas por el recinto. 

Nos juntamos un buen número de personas, incluidos jóvenes y adolescentes, con el único propósito de adorar al Señor. Cada cierto tiempo, el coro cantaba composiciones suaves. Algunas con letras clásicas (“No me mueve mi Dios para quererte”); otras, de factura moderna y un tanto sentimental. El resto del tiempo el silencio era completo, interrumpido solo por el murmullo que llegaba de las terrazas de la plaza contigua y algún ladrido canino. Pasada la medianoche, muchos se fueron yendo con discreción. Una hora parece el tiempo más razonable para este tipo de oración colectiva.


La adoración está de moda. Basta ver cómo prolifera en algunos movimientos juveniles (por ejemplo, Hakuna), en las Jornadas Mundiales de la Juventud, en el reciente Jubileo de los Jóvenes, etc. En una sociedad ruidosa y acelerada, los jóvenes buscan espacios de silencio y calma. Pero ¿la adoración se reduce a crear pequeños oasis contemplativos en el desierto contemporáneo de la fe? ¿Se trata de una práctica de relajación adobada con algunos elementos estéticos que reflejan el minimalismo de Ikea (velas, telas de colores crudos, focos efectistas, música sentimental, incienso y posturas corporales cercanas al yoga)? La adoración al Santísimo es infinitamente más que eso. ¡Es una prolongación de la Eucaristía! 

El mismo Señor que se entrega por amor sacrificando su vida se nos da a nosotros para que, adorándolo, reproduzcamos su dinámica de amor. San Juan Pablo II lo expresó con nitidez en su encíclica Ecclesia de Eucharistia:
“El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa –presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino–, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual. Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas. Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón” (n. 25).

Es hermoso que, en el corazón de una fresca noche de verano, un grupo de cristianos se reúna para adorar al Señor. Conviene que seamos conscientes de los peligros a los que esta práctica se enfrenta hoy: teatralización, sentimentalismo, psicologismo, reducción del sacramento a mera reliquia, etc. Pero es más importante acentuar su profundo significado cristiano. En un mundo caracterizado por la volatilidad, la incertidumbre, la complejidad y la ambigüedad, la adoración nos conecta con la fuente del ser y nos centra en la verdad de nuestra condición de criaturas e hijos de Dios. 

Adorar significa reconocer que estamos envueltos por un Misterio que nos sobrepasa sin aterrarnos, que nos mantiene vivos sin anularnos como criaturas. La adoración es la respiración del alma, un ejercicio imprescindible para no perecer bajo los efectos del secularismo ambiental que padecemos. Adorar nos hace más hombres y mujeres porque nos pone en contacto con la fuente de nuestra identidad. Nunca somos más grandes que cuando nos sentimos pequeños frente al Dios que se hace también pequeño para estar a nuestro alcance y no humillarnos con su grandeza. 

Cuando adoramos a Dios de rodillas renunciamos a nuestro narcisismo, dejamos que Él tome la iniciativa, reconocemos su poder salvador. Así entendida, la adoración es un camino de crecimiento en la fe que merece ser promovido y cultivado.

Muchas gracias de corazón al joven párroco y a quienes anoche organizaron el evento y nos ayudaron a orar.

martes, 12 de agosto de 2025

España arde


Me resulta duro disfrutar de la calma matutina de mi pueblo cuando los informativos nos cuentan que España arde y no solo en sentido metafórico, que también. En el oeste de nuestra comunidad de Castilla y León hay varios fuegos activos. En Tres Cantos, ciudad que he visto nacer desde finales de los años 70, el fuego se ha cobrado la vida de un hombre. Las altas temperaturas están desquiciando a muchas personas. Los golpes de calor incluso han acabado con algunas de ellas. 

Cuando los incendios son inevitables, solo queda reaccionar con energía, organización y solidaridad, pero, cuando son provocados deliberadamente por el hombre, lo que brota es una tremenda indignación. Detrás de algunos pirómanos hay secretas venganzas y oscuros intereses de empresas dedicadas a la extinción de incendios y otros colectivos que buscan la reventa de la madera quemada, la recalificación del suelo, etc. Sin ser experto en la materia, creo que las penas para este tipo de delitos son todavía demasiado leves y, por lo tanto, poco disuasorias.


He nacido en una tierra de bosques. Necesito el bosque para vivir. Admiro cómo la gente de esta tierra lo cuida y lo respeta. No podría decir lo mismo de bastantes turistas desconsiderados que hacen fuego en lugares prohibidos, dejan la basura en cualquier sitio, se internan con motos en zonas reservadas y no muestran el más mínimo sentido cívico. Los que más entienden de estas cosas llevan años quejándose de que los montes no se limpian como antes. Desde mi limitada observación, creo que esto es verdad. A veces se esgrimen razones falsamente ecológicas. A menudo la verdadera causa es la falta de presupuesto. La idea romántica de bosques salvajes, dejados a su suerte, no tiene mucho sentido en áreas pobladas por humanos. 

En nuestros entornos ibéricos se trata de bosques “humanizados” que hay que saber cuidar y administrar teniendo en cuenta los beneficios que proporcionan a los seres humanos. Por mal que suene en un contexto de ecologismo libresco, no estamos nosotros al servicio de los bosques, sino los bosques al servicio de los demás seres, en una interacción beneficiosa para todos. Cuando llegan los incendios estivales, siempre hay políticos y ciudadanos que repiten como un mantra la misma frase: “Los incendios del verano se apagan en invierno”. Pero esta frase casi nunca se traduce en medidas preventivas eficaces.


Contemplando las enormes masas de pinos y robles que rodean a mi pueblo y el embalse que comienza a ensancharse en el valle del Revinuesa, me preguntaba cuántos años se necesitan para que la naturaleza adquiera un perfil y tan hermoso. Todo puede dañarse en pocas horas si algún desalmado cae en la tentación de prenderle fuego. Necesitamos torres de vigilancia, equipos especializados, material eficaz, cortafuegos inteligentes, planes estratégicos…, pero lo que más necesitamos es sensatez y sentido moral. 

Atentar contra los bosques es atentar contra los seres humanos y los animales, es poner en juego los ecosistemas que nos permiten vivir. No se trata solo de vigilar y, en su caso, de perseguir a los pirómanos, sino también de evitar muchas malas costumbres (como tirar colillas al suelo, hacer fuego en espacios y tiempos prohibidos, etc.) que pueden tener consecuencias fatales. También aquí, como en tantos aspectos de la vida, la educación juega un papel esencial. Nos queda todavía mucho camino por recorrer.

lunes, 11 de agosto de 2025

¿Cuerpos perfectos, almas perdidas?


El horario del gimnasio marca la agenda de muchas personas, incluyendo la de algunos sacerdotes y religiosos. De unos años a esta parte se ha vuelto casi imprescindible frecuentar este nuevo “santuario” en el que se rinde culto al cuerpo. Mientras las iglesias han perdido muchos adeptos, los gimnasios los han ganado. Podríamos decir -si se me permite una breve concesión al dualismo- que el cuerpo ha ganado por goleada al alma. No importa que la entrada a la iglesia sea libre y que para entrar al gimnasio haya que pagar una cuota más o menos elevada según su categoría. 

En esta sociedad de la apariencia, lo importante es “estar en forma” y tener un cuerpo saludable y hermoso que pueda seducir a otros cuerpos igualmente saludables y hermosos. Al fin y al cabo, lo primero que vemos de una persona es su cuerpo. La primera impresión condiciona el desarrollo posterior. Si “la cara es el espejo del alma”, el cuerpo debería ser el espejo de nuestra personalidad. ¿Es realmente así? ¿Un cuerpo tonificado y hermoso se corresponde con una rica personalidad?


Me he preguntado muchas veces cómo ha surgido este furor y -digámoslo con claridad- este suculento negocio. He hablado abiertamente de este tema con algunos amigos míos adictos al gimnasio. Normalmente, todos me dicen que lo frecuentan por motivos de salud, pero no es tan claro que sea solo por eso. Conozco el caso de algunos religiosos que no tienen inconveniente en saltarse la oración comunitaria o algún otro acto, pero no perdonan la asistencia al gimnasio, casi como si fuera un rito obligatorio. 

¿Qué significa esta tendencia que en bastantes casos tiene los rasgos de una adicción? ¿Está reflejando un tipo de sociedad que, a falta de auténticas experiencias de interioridad, apuesta todo a la apariencia? Quienes frecuentan los gimnasios, incluso sin ser muy conscientes de ello, tal vez buscan un cuerpo más atractivo porque necesitan sentirse bien consigo mismos mismos y ser admirados por otros. Quizá todo tiene mucho que ver con la búsqueda de una identidad segura y reconocida, con una autoestima que comienza en el espejo y sigue por la admiración o envidia de aquellos con cuerpos menos trabajados. Imagino que es un cóctel de motivaciones de difícil separación.


La palabra gimnasio proviene de la palabra griega gymnos, que significa “desnudez”, de modo que el vocablo griego gymnasium viene a significar “lugar donde ir desnudo”. Esta era la práctica común en la antigua Grecia, pero en nuestros gimnasios modernos la desnudez queda circunscrita a las duchas. En las diversas ejercitaciones todo el mundo va vestido con la ropa adecuada al tipo de disciplina que va a practicar. No solo eso. La forma de vestir se convierte en una especie de filtro o disfraz que permite teatralizar el paso por el gimnasio para convertirlo en carne de Facebook, Instagram o Tik Tok. Para muchas personas, tan importante es ir al gimnasio como contarlo en las redes sociales. 

La nueva corporeidad “gimnastizada” tiene que ser vista y apreciada por el mayor número de personas, no solo por aquellas con las que se convive a diario. No merece la pena machacarse en una máquina si luego casi nadie va a admirar y aplaudir el resultado. Hay, pues, una estrecha y sutil conexión entre el culto a la corporalidad y la (sobre)exposición mediática.

¿Cultivar el cuerpo implica perder el alma? ¡De ninguna manera! Más aún, en la antigua Grecia ambas dimensiones iban muy unidas. No era infrecuente que en los gimnasios hubiera bibliotecas y que, tras la ejercitación física, los gimnastas se dedicaran a leer y conversar. Pero mucho me temo que en nuestro contexto actual el exceso gimnástico está muy ligado a un empobrecimiento espiritual. ¡Ya que no podemos ser virtuosos, seamos por lo menos fuertes y guapos!

domingo, 10 de agosto de 2025

Dios como tesoro


En el evangelio de este XIX Domingo del Tiempo Ordinario Jesús llama a sus discípulos “pequeño rebaño”. La expresión se ajustaba bien a las dimensiones de la iglesia primitiva y se ajusta cada vez más a las dimensiones de la Iglesia que peregrina en Europa. Es verdad que la expresión “pequeño rebaño” no tiene primariamente un significado numérico, pero tampoco lo excluye. 

Hoy, cuando contemplamos por ejemplo las asambleas dominicales de las parroquias y las comparamos con el número de bautizados que hay en ellas, tenemos la impresión de ser, en efecto, un “pequeño rebaño”. Lo llamativo es que, según las palabras de Jesús, a esta minoría “vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino”; por lo tanto, a pesar de la pequeñez, no hay lugar para el temor. Lo que se necesita es poner nuestro corazón en Dios como nuestro tesoro y estar atentos y vigilantes para percibir los signos de su venida. Jesús lo dice con estas palabras: “Estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre”.


¿Cómo sabemos dónde está nuestro tesoro? Hay un test que pocas veces falla. Examinemos en qué pensamos, de qué hablamos, a qué dedicamos nuestro tiempo y dinero y dónde colocamos nuestros afectos. Es probable que si hiciéramos una lista con nuestras prioridades reales (no las imaginadas), nos sorprenderíamos de su evolución a lo largo de nuestra vida. 

Quizás en la etapa de la juventud figurarían en los primeros puestos la amistad, conseguir acabar la cerrera, encontrar una buena relación y un buen trabajo, viajar, etc. Tal vez en la etapa de la madurez, el orden se altera un poco. Puede pasar al primer lugar la familia, luego el trabajo, la estabilidad económica, etc. En el umbral de la ancianidad suele aparecer con fuerza la presencia de Dios. No es que Dios tenga que competir con las realidades terrestres (de hecho, las atraviesa todas), pero es importante prestar atención a la manera como aparece en nuestras vidas, a la importancia subjetiva que le damos. ¿De verdad consideramos que Dios es nuestro tesoro, por encima de cualquier otra realidad (incluida la familia), y en consecuencia centramos nuestro corazón en él?


Hay un poemita del obispo claretiano Pedro Casaldáliga, del que celebramos el pasado día 8 el quinto aniversario de su muerte, que pone nombre a ciertos equívocos en nuestra manera de entender a Dios. Fluye así: “Donde tú dices ley, / yo digo Dios. / Donde tú dices paz, / justicia, / amor, / yo digo Dios. / Donde tú dices Dios, / yo digo libertad, / justicia, / amor”. 

Con la fuerza de la poesía, Casaldáliga nos ayuda a caer en la cuenta de que no basta decir que creemos en Dios con los labios. A menudo, somos víctimas de imágenes distorsionadas que no se ajustan a la imagen revelada por Jesús. Un Dios que no nos empuje a vivir en libertad, justicia y amor... no es el Dios Padre que Jesús nos ha mostrado


viernes, 8 de agosto de 2025

Siete "observatorios de humanidad"


Desde mi casa a la iglesia hay unos 360 metros. En condiciones normales tardo pocos minutos en desplazarme de un punto a otro. Mi casa está en la parte baja del pueblo y la iglesia en la parte alta. Lo que alarga el tiempo de recorrido no es la distancia ni la pendiente, sino el paso por los siete “observatorios de humanidad” que encuentro a lo largo de mi corto trayecto. 


La expresión entrecomillada requiere una mínima explicación. En los pueblos de la comarca de Pinares, como en casi todos los pueblos de España, hay en algunas calles y rincones unos lugares en los que suelen sentarse algunas personas para descansar, conversar y “observar” (de ahí lo de observatorio). 

A veces se trata de vigas de madera convenientemente asentadas sobre piedras; otras, de asientos de piedra labrada; otras, en fin, de bancos propiamente dichos colocados por el ayuntamiento. Algunos de estos lugares son de propiedad privada y otros de propiedad municipal. 


Los más grandes pueden acoger a media docena de personas; otros tienen capacidad solo para dos o tres, pero siempre se puede completar el aforo con algunas sillas aportadas por los vecinos de la zona. 

Lo que los convierte en atractivos y únicos es que fungen de consultorio médico, centro de escucha, oficina de información, torre de control, espacio recreativo y muchas otras cosas. 


En invierno son poco utilizados, a menos que estén orientados a mediodía. En verano, sin embargo, se produce un verdadero overbooking a partir de las siete u ocho de la tarde. Normalmente, en estos lugares no hay niños ni jóvenes. Son patrimonio de las personas adultas y ancianas. En cierto sentido, son una prolongación pública de la sala de estar doméstica. 


Cuando era adolescente odiaba pasar por delante de ellos porque me sentía observado y objeto de comentarios: “Mira, este año ha dado el estirón”, “Parece que está más delgado”, “¿Quién será esa chica que va con él?”. A medida que fui creciendo comprendí que estos “observatorios de humanidad” son, a veces, verdaderos check points que someten a los viandantes a un control exhaustivo. 
Este control incluye casi siempre un interrogatorio en toda regla: ¿cuándo has llegado?, ¿has venido solo?, ¿cuánto tiempo te vas a quedar?, etc. 

Pero, más allá de este lado un poco cotilla que asemeja estos lugares a la famosa “vieja del visillo” de José Mota, hay que reconocer que son espacios de socialización, una verdadera terapia contra la soledad de los ancianos y una forma saludable de establecer lazos, ponerse al día y superar el individualismo que nos corroe.


Ya dije antes que en el corto trayecto de 360 metros yo tengo que pasar por siete “observatorios” de este tipo. No todos están siempre “habitados”. Depende de la hora a la que pase. Si lo hago entre las siete y las nueve de la tarde, estoy seguro de que en al menos cinco de ellos hay personas tomando el fresco, conversando, leyendo y “observando”. Esta última actividad no puede fallar si quieren seguir manteniendo su estatus de “observatorios de humanidad”. 


Lo que de adolescente me irritaba (porque lo consideraba un método indigno de control social) hoy me parece una actividad respetable e incluso simpática. El único problema es que me obliga a salir de casa con tiempo suficiente si no quiero llegar tarde a la misa vespertina. Cada “observatorio” exige un saludo de cortesía y, en ocasiones, una pequeña conversación. ¿No es mejor esto que el anonimato urbano? ¡Sin duda!

jueves, 7 de agosto de 2025

El calor social


Resulta que vivo en un refugio climático sin saberlo. Mi cuarto está orientado al noroeste, así que solo recibe el tibio sol del atardecer. El resto del día permanece a la sombra, lo que permite mantenerlo en torno a 22 grados sin usar ningún artilugio refrigerador. Reconozco que soy un privilegiado. 

Los telediarios nos inundan con imágenes y testimonios de personas que dicen asarse debido a esta prolongada segunda ola de calor estival. Sé por experiencia lo difícil que es concentrarse, trabajar y descansar cuando la temperatura es tan elevada. Muchas viviendas están preparadas para el combatir el frío del invierno, pero no tanto el calor del verano. En Vinuesa, donde estoy ahora, aunque el termómetro escale hasta los 35 grados a media tarde, por la noche baja a 17, con lo cual es posible dormir.


En el fondo, lo del calor meteorológico me sirve de excusa para hablar del calor social. Llevamos mucho tiempo con una temperatura demasiado elevada. Hablando ayer con un amigo, repasamos varios asuntos de actualidad y nos detuvimos en el problema de la vivienda. ¿Cómo es posible que haya tanta escasez y que los precios de compra o de alquiler sigan siendo tan altos? Ya es un tópico reconocer que la mayoría de los jóvenes trabajadores no están en condiciones de acceder a una vivienda digna. Y no digamos en el caso de muchos inmigrantes. 

El problema es complejo porque inciden en él muchos factores, pero se podría afrontar con éxito si hubiera una decidida voluntad política para resolverlo. Si algo le sobra a España es precisamente suelo, aunque algunos municipios como Madrid hayan agotado casi su terreno urbanizable. ¿Por qué no se agilizan los procedimientos para la construcción de viviendas? Mi amigo, que es empresario, se quejaba del exceso de regulación que existe en España y en toda la Unión Europea. Lo que, de entrada, puede asegurar la calidad y seguridad de los productos, acaba convirtiéndose en un lastre que impide resolver los problemas con prontitud y eficacia. Se lo he escuchado también a otros parientes y amigos míos que son trabajadores autónomos. 

Tengo la impresión de que la Unión Europea va a ser víctima -lo está siendo ya- de su elefantiasis burocrática. Esta tendencia a controlar todo -desde la fabricación de los tapones de las botellas de plástico hasta la construcción de viviendas- indica una desconfianza radical en la sociedad civil, un verdadero “miedo a la libertad” (Erich Fromm). Pero sin libertad no hay ni creatividad ni productividad.


Promover y garantizar la libertad de las personas y grupos no significa crear un espacio anómico, donde el más fuerte pueda campar a sus anchas. Significa clarificar los derechos y deberes de cada uno, evitando imponer más normas de las imprescindibles. Cuando la sociedad está hiperregulada -como sucede ahora- se atasca, no consigue resolver problemas que la libertad de los ciudadanos afrontaría de una manera mucho más creativa, eficaz y justa. 

Pero seguimos siendo víctimas de una mentalidad estatalista que, para corregir los riesgos del liberalismo desbocado, pone la venda antes de que se produzca la herida. Al final, todos vamos a parecer pacientes de un enorme hospital social o párvulos de una escuela monitorizada, seres tutelados por quienes nos dicen lo que tenemos que comer y beber, lo que tenemos que comprar, los lugares que debemos visitar, si podemos pagar con tarjeta o en efectivo y otras muchas cosas que tienen que ver con la libertad de vivir. La IA ha venido para que ese control acabe siendo casi absoluto