lunes, 5 de junio de 2023

La soledad de los insatisfechos


No dispongo de estadísticas fiables. Parto de algunas experiencias significativas y de mi propia intuición. Puedo estar perfectamente equivocado, pero me parece que la soledad indeseada está royendo el alma de muchas personas. No me refiero tanto a la soledad de quien no tiene gente cerca con la cual conversar, sino a la soledad de quienes conviven con algunas personas y están rodeadas por muchas otras. En estos casos se hace más insidiosa y triste. Incluso cuando se da un mínimo de respeto y colaboración, no suele abundar la comunicación profunda. Tenemos demasiado miedo. Uno tiene la impresión de no ser escuchado y comprendido de verdad. Las muchas palabras no siempre acercan los corazones.

La vida que llevamos está saturada de reuniones funcionales, de mensajes de WhatsApp, incluso de momentos conjuntos de diversión, pero apenas nos da oportunidades para un encuentro sereno. Les sucede a los matrimonios (y por eso aumenta el número de divorcios y separaciones en la edad adulta), a las familias, a los amigos y -mucho me temo- también a un gran número de comunidades religiosas. Es como si viviéramos al mismo tiempo un gran deseo de independencia personal (¡mi privacy nadie la toca!) y un inconfesado anhelo de encuentro y comunicación. Podemos estar todo el día rodeados de personas, intercambiar saludos y sonrisas, hacernos pequeños favores, colaborar en algunas tareas y, sin embargo, sentirnos solos e incluso aislados.


Son muchos los factores que influyen en esta sensación de soledad indeseada. Algunos son personales. Varían de un individuo a otro. Tienen que ver con el carácter, el tipo de trabajo, las experiencias vividas, etc. Pero hay otros que provienen de la cultura que nos va configurando a todos sin que nos demos cuenta. La falta de tiempo, el miedo a ser juzgados, la reticencia a asumir los compromisos que siempre se derivan de una comunicación interpersonal y una difusa invitación a “sálvese quien pueda” van creando distancias que, con el paso del tiempo, se hacen casi insalvables. 

Por eso, algunas personas se desahogan con los médicos de familia y se inventan enfermedades para justificar su visita al centro de salud. O con el carnicero a quien cada día le compran una pequeña cantidad de productos para tener que volver al día siguiente y así tener alguien con quien hablar. O con el quiosquero de la esquina que vende periódicos, botellas de agua y riñoneras, como el que veo todos los días en la calle Princesa. O con el camarero del bar más cercano. O -cada vez en menos casos- con el confesor que está dispuesto a escuchar sin prisas el desahogo de una conciencia torturada o simplemente aburrida. Los psicólogos hacen su tarea, pero su código deontológico no les permite convertirse en amigos de sus clientes, que es, en el fondo, lo que algunos desearían. ¡Y además cobran sus merecidos honorarios!


Ayer, en el autobús, se sentó a mi lado una simpática anciana de 91 años que, a los pocos segundos, comenzó a contarme su vida con una espontaneidad y una lucidez que me dejaron un poco aturdido. Se ve que necesitaba hablar. Me explicó que se dirigía al Hospital Clínico para visitar a una cuñada enferma y que sus hijos le habían recomendado que en cuanto llegase les pusiera un mensaje para saber que estaba bien. ¡La anciana era una experta del WhatsApp!

Creo que uno de los mejores regalos que hoy podemos hacernos entre nosotros es un momento tranquilo para conversar. En estos tiempos de individualismo rampante y de soledad indeseada, quizás no hay terapia más eficaz que una conversación a tumba abierta sobre un terreno desminado de prejuicios, prisas y recetas. Cuando acogemos el misterio del otro y revelamos el nuestro, entonces sucede siempre un misterio de reconocimiento. Se nos caen las escamas de los ojos y hollamos el terreno sagrado de la humanidad, que es como decir el terreno de la divinidad. 

Quizá hoy nos cuesta mucho creer en Dios porque no creemos en nosotros mismos y en los demás. Sin una humanidad reconocida, aceptada y celebrada, la divinidad se nos antoja una ficción. Conversar más, compartir la intimidad, no es solo el modo mejor de combatir la soledad, sino también de abrirnos al Misterio trascendente que siempre se cuela por las rendijas del encuentro interpersonal. Por eso, creo tanto en el ministerio de la escucha, en el poder salvífico de quienes están dotados para el arte de la conversación. Abundan los monólogos narcisistas. Escasean los verdaderos diálogos reveladores. Nunca es tarde.

1 comentario:

  1. No estás equivocado, Gonzalo. La soledad indeseada está muy presente en nuestro mundo. Hay muchas “puertas” cerradas… Estamos rodeados de gente y más solos que nunca. Cada vez, hay más personas que viven aisladas de su entorno, ya sea familia, amigos y/o vecinos.
    Como se agradece cuando te encuentras con una persona que “se abre” y te cuenta algo que le dificulta mucho el ver la positividad de la vida y al final te agradece la luz que le has aportado. Me digo a mi misma que solo falta que alguien abra el interruptor que estaba apagado.
    Para los lectores del Blog, a mi modo de ver, se provoca un encuentro interpersonal que ayuda a abrirnos al “Misterio trascendente”… Muchas gracias.

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