No creo que muchos lectores de este Rincón sepan quién fue Teófilo de Antioquía. Voy a ofrecer cuatro pinceladas. Teófilo, nacido en una localidad cercana al río Éufrates, fue el sexto obispo de Antioquía, la ciudad donde los discípulos de Jesús empezaron a ser llamados “cristianos”. Vivió en el siglo II. Se desconoce la fecha de su nacimiento. Se sabe que murió en el año 183. De sus producciones escritas solo se conservan los tres libros de su obra A Autólico. Saco a relucir a este antiquísimo cristiano porque precisamente en el Oficio de lecturas de hoy se nos propone un texto extraído del primero de esos libros. Parece escrito para quienes, muchos siglos después, miramos y no vemos, creemos que solo existe lo que nosotros podemos controlar. Copio un fragmento:
“En efecto, ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, pero algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean ha de decirse que el sol ha dejado de lucir, sino que esto hay que atribuírselo a sí mismos y a sus propios ojos.
De la misma manera, tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y mala acciones. El alma del hombre tiene que ser pura, como un espejo brillante. Cuando en el espejo se produce el orín, no se puede ver el rostro de una persona; de la misma manera, cuando el pecado está en el hombre, el hombre ya no puede contemplar a Dios.
Pero puedes sanar, si quieres. Ponte en manos del médico, y él punzará los ojos de tu alma y de tu corazón. ¿Qué médico es éste? Dios, que sana y vivifica mediante su Palabra y su sabiduría”.
Es verdad que “a Dios nadie lo ha visto nunca” (Jn 1,18). Pero también es verdad – como acabamos de leer en el texto de Teófilo de Antioquía – que “ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu”. Se trata, naturalmente, de una “visión” imperfecta porque los seres humanos no podemos ir más allá de nuestros límites. Cuando Moisés le pide a Dios que la haga ver su gloria, recibe esta respuesta: “Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciaré ante ti el nombre del Señor, pues yo me compadezco de quien quiero y concedo mi favor a quien quiero». Y añadió: «Pero mi rostro no lo puedes ver, porque no puede verlo nadie y quedar con vida»” (Ex 33,19-20). No podemos ver el “rostro” de Dios como no podemos ver directamente el sol, pero sí podemos percibir su luz y su calor.
Para ello, necesitamos curarnos de la ceguera que nos mantiene en la oscuridad. Creer que no existe Dios porque no podemos verlo (en el caso de la ceguera espiritual) es tan absurdo como decir que no existe el sol porque no vemos su resplandor (en el caso de la ceguera física). Creo que algo de esto nos está pasando en la actualidad. De tal manera hemos reducido “lo real” a lo que nosotros captamos, que dejamos fuera de nuestro ámbito lo más valioso. No deja de ser un triste ejercicio de soberbia infundada, porque, si algo nos dice la ciencia, es que la realidad desborda con mucho nuestra limitada capacidad de percibirla. No hay nadie más humilde que un científico de raza, siempre abierto a los desbordamientos de la realidad.
Es bueno que nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, tengamos la humildad de acoger la sabiduría de un santo del siglo II. Es posible que en conocimiento científico le demos cien vueltas, pero en penetración espiritual somos unos enanos ante él. Teófilo de Antioquía nos recuerda que para ver a Dios (es decir, para percibir el reflejo de su gloria) “el alma del hombre tiene que ser pura, como un espejo brillante” porque “cuando el pecado está en el hombre, el hombre ya no puede contemplar a Dios”.
No deberíamos extrañarnos, por tanto, que cuando vivimos dominados por la codicia, la envidia, la lujuria, la soberbia, etc. (en definitiva, lo que la tradición llama los “pecados capitales”) todo lo relativo a Dios nos parezca una fábula o sencillamente no nos diga nada. Pero Teófilo no se limita a hacer un diagnóstico que me parece certero y que explica por qué muchas veces no “vemos” a Dios. Nos ofrece una vía de futuro que muchos hemos experimentado: “Puedes sanar, si quieres. Ponte en manos del médico, y él punzará los ojos de tu alma y de tu corazón. ¿Qué médico es éste? Dios, que sana y vivifica mediante su Palabra y su sabiduría”. Dios mismo es ese médico que, a través de su Palabra, puede curar nuestra ceguera y nuestra autosuficiencia.
Creo que la Cuaresma es un tiempo privilegiado para esta terapia profunda contra la ceguera espiritual que nos mantiene encerrados en un mundo oscuro y sin horizonte.
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