En mi meditación matutina he leído hoy un texto del teólogo ortodoxo Olivier Clément (1921-2009). También él pertenece al grupo de los grandes convertidos del siglo XX. Hasta los 30 años vivió como ateo, aunque siempre en búsqueda. Su encuentro con Jesucristo significó un cambio completo en la dirección de su vida. Se bautizó en la Iglesia ortodoxa. Francés de nacionalidad, es uno de los teólogos ortodoxos más conocidos en Occidente. Enamorado de la belleza como camino de encuentro con Dios, mantuvo una actitud muy abierta a las otras iglesias cristianas sin renunciar a ser crítico. De su obra Nel dramma dell’incredulità (En el drama de la incredulidad), extraigo y traduzco este párrafo:
“Nos hacen falta profetas, ¡quizás un poco locos! Sí, porque la resurrección es una locura. Hay que proclamarla un poco a lo loco. Si la anunciamos de manera “educada”, la cosa no funciona. Tenemos que decir “Cristo ha resucitado” y todos nosotros hemos resucitado en él. ¡Todos los seres humanos, no solo los que están en la Iglesia, todos! Entonces, si en nuestro interior la angustia se transforma en confianza, entonces podremos hacer lo que nadie se atreve a hacer hoy: bendecir la vida.
Hoy los cristianos son una minoría cada vez más – me atrevería a decir – en diáspora. ¿Qué relación hay entre esta minoría y el resto de la humanidad? Esta minoría es un pueblo separado para ser rey, sacerdote y profeta; para trabajar, servir y orar por la salvación universal y la trasfiguración del universo, para convertirse en servidor pobre y pacífico del Dios crucificado y resucitado”.
¿Quién se atreve hoy a bendecir la vida, a proclamar abiertamente que merece la pena vivir, que la vida es un don de Dios que debemos agradecer y desarrollar? Estamos tan marcados por la “cultura de la muerte” (guerras, atentados, suicidios, abortos, eutanasia, aburrimiento existencial…) que nos cuesta respirar a pleno pulmón y considerarnos de verdad “resucitados”. La pandemia no ha hecho sino reforzar esta sensación de que la vida es un “valle de lágrimas” y de que debemos disfrutar al máximo porque no sabemos cuándo nos va a sorprender la muerte.
En este contexto, la experiencia cristiana representa una alternativa, una manera diferente de entender las cosas. Los cristianos no nos limitamos a proclamar con buenos modales que creemos en la vida eterna. Un mensaje anunciado en sordina y como pidiendo perdón para no molestar no llega al corazón de las personas. Nos atrevemos a confesar con audacia que Cristo ha resucitado y que, en él, todos hemos empezado ya a vivir una vida distinta. La muerte, ciertamente, supondrá una frontera, pero la “vida nueva” ha comenzado cuando hemos sido incorporados a Cristo. Vivimos ya como resucitados. Este evangelio “loco” no debe ser descafeinado. Si queremos acomodarlo demasiado a los criterios de lo meramente razonable, de lo políticamente correcto, de lo que hoy se lleva, pierde su mordiente y su fuerza transformadora. No merece la pena hacerse cristiano para ser solo una persona de buenos modales, que no da guerra y se limita a comportarse como todos esperan que lo haga.
Transformar la angustia en confianza. He aquí el gran fruto de la fe en Jesús. Creer que, en nuestra pobreza, todos hemos sido ungidos para ser sacerdotes, profetas y reyes, para ser testigos de esa salvación universal producida por la resurrección de Jesús. La Iglesia no es – como algunos han denunciado con ironía – una ONG internacional al servicio de los objetivos de la ONU. La Iglesia es un signo y un instrumento (es decir, un sacramento) del Cristo que, muriendo y resucitando, transfigura todo el universo. Los cristianos, pues, no nos limitamos a defender la Agenda 2030 de desarrollo sostenible. Si lo hacemos, no es solo por un genérico sentimiento de solidaridad con todos los seres humanos, sino como parte de nuestra misión en el mundo. No aspiramos solo a un “desarrollo sostenible”, sino a la cristificación de toda la creación. No nos conformamos con menos. El día que lo hagamos, habremos dejado de ser sal de la tierra y luz del mundo para convertirnos en un grupo de educadas personas que persiguen objetivos razonables dentro de una visión muy inmanente de la especie humana.
Teólogos como Olivier Clément, que ha probado en sus carnes la vaciedad del ateísmo contemporáneo y la novedad de la fe, nos ayudan a abrir los ojos y a no renunciar a la locura cristiana. Pablo ya lo anunció hace dos mil años: “Pues los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1 Cor 1,22-24).
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