En el momento de
colgar esta entrada, el papa Francisco ha aterrizado ya en Bagdad. Él ha querido
viajar a Irak, a pesar de las amenazas del sedicente (y derrotado) Estado islámico
y de la pandemia de coronavirus. Desde fuera, puede parecer una cabezonada. Desde
dentro, creo que responde a su interés por acompañar a la minoría cristiana
(tan perseguida en los últimos años) y, en general, a todo el pueblo iraquí.
Acentúo el sustantivo “pueblo” porque para el papa Francisco es una categoría
de suma importancia. Precisamente ayer dediqué toda la mañana a dialogar sobre
el libro “Soñemos juntos. El camino a un futuro mejor”, escrito
por el periodista británico Austen Ivereigh
como fruto de las conversaciones que mantuvo con el Papa en el mes de junio del
año pasado. En el epílogo, este periodista católico, que habla perfectamente
español [ver vídeo al final de la entrada de hoy], confiesa que cuando vio al papa Francisco en aquel sobrecogedor
momento de oración en la plaza de san Pedro el 27 de marzo, se sintió
conmovido. Le parecía que era la única figura mundial que podía ayudarnos a interpretar
a fondo la tormenta del coronavirus que estaba descargando sobre la humanidad. El
libro, dividido en tres partes (ver, elegir y actuar), no tiene desperdicio. Lo
recomiendo a todos los lectores de este Rincón. En él se mezclan las
reflexiones de fondo, las anécdotas personales y las orientaciones para este
tiempo difícil que estamos viviendo. No se trata de un tratado académico, sino,
más bien, de una conversación con los lectores. O, si se prefiere, de una
especie de confesión de alguien que ha vivido mucho y, desde la fe, quiere
iluminar el futuro que nos aguarda a partir de una interpretación del presente.
A mí me tocó
presentar la tercera parte, así que estoy más familiarizado con ella que con el
resto del libro. El papa Francisco cree que Dios, a través de esta pandemia de
coronavirus, está purificando a la humanidad. Ha hecho que todo se detenga para
que caigamos en la cuenta de que no podemos seguir como hasta ahora. O,
hablando en términos positivos, para que nos descubramos como “pueblo” y no
simplemente como “masa” y mucho menos como consumidores de un inmenso “mercado”
global, que es la tentación en la que solemos caer en tiempos de prosperidad y
abundancia. El término “pueblo” asusta a muchos. No es sinónimo de “país” (concepto,
más bien, geográfico) o de “nación/estado” (concepto de tipo jurídico). Un “pueblo”
es siempre una “comunidad de sufridores”; es decir, un grupo de personas que
han atravesado experiencias de dolor y de prueba y que han aprendido a
afrontarlas juntos. Ser “pueblo” es pertenecer a un grupo humano que tiene una
peculiar forma de ver el mundo y que, a menudo, la expresa con relatos míticos
y con músicas que tienen el carácter de himnos. En este sentido, se puede decir
que el pueblo tiene “alma”.
Hablar de pueblo es un antídoto contra todos los elitismos
(étnicos, económicos, culturales, políticos o religiosos) que pretenden acaparar
para sí mismos los dones que Dios ha concedido a todos. El verdadero pueblo
tiene conciencia de su unidad en medio de una gran diversidad (e pluribus unum). El caso de Israel
es paradigmático. Está formado por doce tribus distintas, pero todos sus miembros se saben pertenecientes
al mismo pueblo escogido. Así entendido, el concepto de “pueblo” que maneja el
papa Francisco se separa por igual del reduccionismo neoliberal y de los
populismos. Para el neoliberalismo, el “pueblo” es una masa de consumidores
atomizados, un mercado que no debe ser regulado por nadie porque se autorregula.
Para los populismos de cualquier signo, el “pueblo” es un grupo de fanáticos
que entienden su identidad por vía de exclusión y que se abandonan al esquema “nosotros”
(los buenos y elegidos) y “ellos” (los malos y los proscritos). Resulta paradójico, por no decir escandaloso, que algunos de estos populismos (sobre todo, en Europa y Estados Unidos)
quieran preservar la “civilización cristiana” practicando lo más anticristiano
que existe, que es la exclusión del otro, del diferente.
Frente a estos
reduccionismos, la Iglesia debe ayudar a la humanidad a redescubrir su condición
de “pueblo” tomando como icono la parábola del buen samaritano.La cercanía y
la solidaridad son las claves esenciales. No se trata, sin embargo, de
compartir con los más desfavorecidos las migajas que caen de la mesa de quienes
nadan en la abundancia, sino de hacer un puesto a todos en la mesa común. Esto se consigue
asegurando a todos los seres humanos las tres T a las que el Papa se ha
referido en numerosas ocasiones: Tierra, Techo y Trabajo. En relación con cada una de ellas, el libro aborda temas acuciantes como la emigración, la
trata de personas, el aborto, los refugiados y personas sin hogar, el desempleo
masivo causado por la pandemia, etc.
¿Qué hacer para “refundar el mundo” tras
la pandemia? ¿Cuál es la misión de la Iglesia en este nuevo contexto mundial?
El papa Francisco lo tiene claro: la Iglesia debe ir a las periferias geográficas
y existenciales donde viven los “descartados” por el sistema imperante. Eso es
lo que hizo la Iglesia en su origen y, por eso, fue capaz de insuflar esperanza
en el corrompido imperio romano y de cambiarlo por dentro. Pero no se trata de ver a los “descartados”
solo como víctimas. Ellos son, sobre todo, “agentes de transformación” que
pueden encontrar en Jesús, el gran “periférico”, la razón de ser para una vida
diferente. La Cruz de Jesús es el símbolo transformador para todos los “crucificados”.
No podemos quedarnos, pues, rumiando la impotencia. La pandemia nos empuja a descentrarnos
(a no buscar solo el propio interés) y a trascender (a ir
más allá de nuestros círculos), a ponernos en camino como peregrinos. Quizá ahora se comprende mejor por qué el Papa ha decidido viajar a Irak, a pesar de todos los riesgos que el viaje comporta. Es un viaje a una de las periferias más martirizadas del mundo. No va buscando petróleo, sino dispuesto a escuchar y consolar.
El libro
se cierra con un poema del cubano Alexis Valdés
que se ha hecho viral en estos meses de pandemia. El Papa dice que se lo mandó un amigo argentino y que no paró hasta saber quién era su verdadero autor.
Esperanza
(Alexis Valdés)
Cuando la tormenta pase y se amansen los caminos y seamos sobrevivientes de un naufragio colectivo.
Con el corazón lloroso y el destino bendecido nos sentiremos dichosos tan sólo por estar vivos.
Y le daremos un abrazo al primer desconocido y alabaremos la suerte de conservar un amigo.
Y entonces recordaremos todo aquello que perdimos y de una vez aprenderemos todo lo que no aprendimos.
Ya no tendremos envidia pues todos habrán sufrido. Ya no tendremos desidia Seremos más compasivos.
Valdrá más lo que es de todos Que lo jamas conseguido Seremos más generosos Y mucho más comprometidos
Entenderemos lo frágil que significa estar vivos Sudaremos empatía por quien está y quien se ha ido.
Extrañaremos al viejo que pedía un peso en el mercado, que no supimos su nombre y siempre estuvo a tu lado.
Y quizás el viejo pobre era tu Dios disfrazado. Nunca preguntaste el nombre porque estabas apurado.
Y todo será un milagro Y todo será un legado Y se respetará la vida, la vida que hemos ganado.
Cuando la tormenta pase te pido Dios, apenado, que nos devuelvas mejores, como nos habías soñado.
Let us dream together
At the time of posting this entry, Pope Francis has already landed in Baghdad.He has wanted to travel to Iraq, despite the threats of the seduced (and defeated) Islamic State and the coronavirus pandemic. From the outside, it may seem stubborn. From the inside, I believe that it responds to his interest in accompanying the Christian minority (so persecuted in recent years) and, in general, all the Iraqi people. I emphasize the noun "people" because for Pope Francis it is a category of utmost importance. Yesterday I spent the whole morning discussing the book "Let Us Dream The Path to a Better Future", written by the British journalist Austen Ivereigh as the fruit of conversations he had with the Pope in June of last year. In the epilogue, this Catholic journalist, who speaks perfect Spanish [see video at the end of today's post], confesses that when he saw Pope Francis in that overwhelming moment of prayer in St. Peter's Square on March 27, he was moved. It seemed to him that he was the only world figure who could help us interpret in depth the storm of the coronavirus that was unloading on humanity. The book, divided into three parts (see, choose and act), is not to be missed. I recommend it to all readers of this Rincón. It is a mixture of basic reflections, personal anecdotes, and orientations for these difficult times we are living in. It is not an academic treatise, but rather a conversation with readers. Or, if you prefer, a kind of confession from someone who has lived a lot and, from the faith, wants to illuminate the future that awaits us based on an interpretation of the present.
I had to present the third part, so I am more familiar with it than with the rest of the book. Pope Francis believes that God, through this coronavirus pandemic, is purifying humanity. He has brought everything to a halt so that we realize that we can't go on as we are. Or, positively speaking, so that we discover ourselves as "people" and not simply as a "mass" and much less as consumers of an immense global "market", which is the temptation we tend to fall into in times of prosperity and abundance. The term "people" frightens many. It is not synonymous with "country" (a geographical concept) or "nation/state" (a legal concept). A "people" is always a "community of sufferers"; that is, a group of people who have gone through experiences of pain and trial and who have learned to face them together. To be a "people" is to belong to a human group that has a peculiar way of seeing the world and that, often, expresses it with mythical stories and with music that has the character of hymns. In this sense, it can be said that the people have a "soul".
To speak of people is an antidote to all the elitisms (ethnic, economic, cultural, political or religious) that seek to monopolize for themselves the gifts that God has given to all. The true people is aware of its unity in the midst of great diversity. The case of Israel is paradigmatic. It is made up of twelve different tribes, but they all know that they belong to the same chosen people. Thus understood, the concept of "people" that Pope Francis handles is equally separate from neoliberal reductionism and populism. For neoliberalism, the "people" is a mass of atomized consumers, a market that should not be regulated by anyone because it is self-regulating. For populisms of any sign, the "people" is a group of fanatics who understand their identity by way of exclusion and who abandon themselves to the scheme "us" (the good and elected) and "them" (the bad and outlawed). It is paradoxical, not to say scandalous, that some of these populisms (especially in Europe and the United States) want to preserve "Christian civilization" by practicing the most anti-Christian thing that exists, which is the exclusion of the other, the different.
In the face of these reductionisms, the Church must help humanity to rediscover its condition of "people" taking as an icon the parable of the Good Samaritan. Closeness and solidarity are the essential keys. It is not, however, a matter of sharing with the most disadvantaged the crumbs that fall from the table of those who swim in abundance, but of making a place for themselves at the common table. This is achieved by assuring to all human beings the three L's to which the Pope has referred on numerous occasions: Land, Lodging, and Labor. Behind the lack of each of these, the book addresses pressing issues such as emigration, human trafficking, abortion, refugees and homelessness, mass unemployment caused by the pandemic, and so on.
What can be done to "re-found the world" after the pandemic? What is the mission of the Church in this new world context? Pope Francis is clear: the Church must go to the geographical and existential peripheries where those "discarded" by the prevailing system live. That is what the Church did at its origin and, for that reason, it was able to breathe hope into the corrupt Roman Empire. But it is not a matter of seeing the "discarded" only as victims. They are, above all, "agents of transformation" who can find in Jesus, the great "peripheral", the raison d'être for a different life. The Cross of Jesus is the great transforming symbol for all the "crucified". We cannot remain, therefore, ruminating on impotence. The pandemic pushes us to decenter ourselves (not to seek only our own interests) and to transcend (to go beyond our circles), to set out on the road as pilgrims. Perhaps now we can better understand why the Pope has decided to travel to Iraq, despite all the risks that the journey entails.
The book closes with a poem by Cuban poet Alexis Valdés that has gone viral in these months of pandemic.
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