La segunda frase es la más decisiva: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (v. 19). Jesús no trata solo de corregir algunos abusos o realizar pequeñas reformas en la religión de Israel, sino de inaugurar un nuevo modo de relacionarnos con Dios. El lugar del encuentro no será ya un templo material, por sacrosanto que pueda parecer, sino el cuerpo de Cristo muerto y resucitado. Es el mismo mensaje que dirigió a la mujer samaritana: “Se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así” (Jn 4,23). Por tanto, el único sacrificio que Dios nos pide es el de nuestra propia vida y el del servicio a los más necesitados. Todo lo demás es secundario.
A la luz de esta nueva comprensión del culto (y, por tanto, de la
relación con Dios) se entiende mejor el verdadero sentido del decálogo, al que
se refiere la primera lectura (Ex 20,1-17). No se trata de diez “mandamientos”,
sino de diez “palabras” en las que Dios nos muestra caminos de vida. Por eso, las
dos versiones que la Biblia nos transmite (cf. Ex 20,2-17; Dt 5,6-21) están
introducidas por la misma fórmula: “Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué
de Egipto, de la esclavitud”. Esta es la clave. Dios no quiere imponernos
nada, sino sacarnos siempre de la esclavitud de nuestro propio capricho, de una
libertad desordenada. Jesús nunca cita el decálogo de manera explícita. Lo hace
una vez (cf. Mc 10,19), pero de forma incompleta. En realidad, Jesús no habla
de diez palabras, sino solo de dos: “Ama a Dios y ama a tu prójimo” (cf.
Mt 22,33-34). E incluso estas dos se pueden reducir a una: “Ama a tu
hermano” (cf. Jn 13,34-35). En el resto del Nuevo Testamente se habla
siempre de un solo mandamiento. Pablo lo resume así: “A nadie le debáis nada,
más que el amor mutuo; porque el que ama ha cumplido el resto de la ley. De
hecho, el no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás, y
cualquiera de los otros mandamientos, se resume en esto: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo” (Rm 13,8-9).
Acostumbrados a una religión muy legalista y moralista, no sé si percibimos la gran revolución introducida por Jesús. Frente al templo material, él se presenta como el verdadero templo (lugar de encuentro) entre Dios y los seres humanos. Frente a un “decálogo” (diez palabras) entendido como un conjunto de pesados mandamientos, él nos ofrece la vía del amor como el único camino que conduce a Dios. Me parece que estas revelaciones no acaban de hacerse carne de nuestra carne. No es que no tenga sentido celebrar la liturgia en templos materiales hermosos o aplicar el amor a las distintas situaciones de la vida, sino que en ningún caso debemos perder la clave. Las notas del pentagrama de nuestra vida cristiana sonarán a Evangelio si al principio colocamos la clave que Jesús mismo nos ofrece. De lo contrario, todo quedará reducido a un esfuerzo voluntarista por ser mejores o incluso a un negocio en nombre de la religión. La realidad cotidiana nos muestra que no se trata de remotas posibilidades, sino de acontecimientos reales. La Cuaresma constituye una oportunidad para ajustar las coordenadas.
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