Entre mis compañeros de gobierno solemos utilizar la expresión inglesa “Thank you for sharing” (Gracias por compartir) cuando queremos que uno acabe pronto lo que está diciendo. Cada vez que alguno de nosotros pronuncia estas cuatro palabras mágicas, todos nos echamos a reír. Ya sabemos lo que queremos decir. La cosa tiene su explicación. Hace años, otro compañero mío, estadounidense de nacionalidad y psicólogo de profesión, me dijo que cuando un psicólogo de su país está harto de su paciente y quiere que deje de hablar, suele decirle con amabilidad fingida: “Thank you for sharing”. En ocasiones, cuando se trata de pacientes muy pesados, lo que en realidad quisieran decir es: “Déjeme en paz, váyase a la m…”. Su código deontológico y un mínimo de urbanidad les impide semejantes desahogos, así que se inclinan por el cortés “Thank you for sharing”, que suele tener una eficacia comprobada. El cliente paga y se va.
La anécdota viene a cuento porque en los últimos años vengo observando conductas parecidas en los intercambios digitales. Por ejemplo, cuando uno está chateando con alguien por WhatsApp y, de repente, no quiere seguir la conversación porque le aburre, está simultaneándola con otra o le ha surgido otra cosa más interesante, entonces teclea: “Hablamos”. En realidad, lo que querría decir es: “No quiero seguir chateando. Déjame en paz”. Como este mensaje es muy brusco, se disfraza con una fingida cortesía. Quien eso escribe no tiene la más mínima intención de hablar ni fija fecha alguna, pero con esas palabras – “Hablamos” – deja a su interlocutor aparentemente tranquilo.
Otras veces la descortesía es abierta. No es infrecuente la imagen de una familia reunida en torno a la mesa del comedor mientras algunos de sus miembros (o todos) están más pendientes del teléfono móvil que de escucharse y hablar entre ellos. Es frecuente que, en reuniones, conferencias y videoconferencias, algunos de los participantes dejen de prestar atención a quien está hablando para centrarse en su teléfono móvil. Es una práctica tan frecuente que ya ni siquiera se considera descortés. Más resulta el hecho de que en las conversaciones personales alguno de los participantes esté más pendiente del teléfono que de la persona que tiene enfrente. Hemos llegado a tal grado de dependencia del móvil que a menudo ni siquiera nos damos cuenta del fenómeno. Convertimos al otro en objeto y también nosotros, inadvertidamente, nos vamos objetualizando. La descortesía es la cara visible de una adicción invisible.
Este riesgo es mayor en las conversaciones digitales. El otro queda reducido a una imagen que aparece en la pantalla y a una voz que me llega a través de los auriculares mientras yo, en un ejercicio de multitasking, me dedico a otras tareas. Toda conversación digital tiene algo de impostado. Es casi como una performance en la que – para empezar – infringimos una ley básica del encuentro interpersonal: nos vemos a nosotros mismos. La pantalla actúa como un espejo que nos devuelve nuestra imagen junto a la de quienes participan en la conversación. El milagro de una conversación presencial es que nosotros fijamos nuestros ojos en el rostro de la persona con la que hablamos porque no podemos ver nuestro propio rostro. En cierto sentido, nos vaciamos de nosotros mismos para dejar todo el espacio al otro. Por eso, una conversación presencial es un ejercicio permanente de reconocimiento y acogida. En las conversaciones digitales, por el contrario, nosotros nos convertimos en un elemento más del “espectáculo”. Somos actores y espectadores al mismo tiempo. Podemos estar más pendientes de nuestra apariencia que de lo que los demás tienen que decirnos. El yo vuelve a las andadas.
Sé que los hábitos no se cambian de la noche a la mañana, pero a todos nos hace bien preguntarnos qué nos está pasando y que descortesía digital se ha hecho ya carne de nuestra carne. Quizás sin darnos cuenta estamos pagando un precio demasiado alto. Sin incurrir en un nuevo casuismo, tendríamos que poner de moda conductas como:
1) No utilizar
nunca el móvil cuando estamos hablando con otra persona, sobre todo si se trata
de conversaciones personales y no meramente funcionales.
2) No mantener
dos o más conversaciones simultáneas en las redes sociales, aunque tengamos
habilidad para hacerlo. Cada persona merece ser tratada con respeto y como
alguien único.
3) Evitar en lo
posible consultar el móvil cuando estamos participando en una conferencia,
celebración o concierto por respeto a las personas que intervienen.
En fin, a tiempos nuevos, códigos nuevos. La cortesía es la cara amable del respeto. Es, en definitiva, una hermana menor de la caridad.
Gonzalo me ha hecho sonreír la anécdota de thank you for sharing, pero las conductas en el uso o mal uso del móvil me parecen muy preocupantes. Un abrazo
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