Todos los días en la oración de vísperas se recita o se canta el Magníficat de María. Muchas personas
lo saben de memoria: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi
espíritu en Dios mi Salvador”. El evangelista Lucas pone en labios de María
una serie de frases inspiradas en el cántico de Ana (cf. 1 Sam 2,1-10) y en otros pasajes del Antiguo Testamento. La historia del arte occidental está repleta de
representaciones pictóricas y musicales del Magnificat
mariano. Sorprendentemente, es menos conocido el llamado “Magnificat de Jesús”
que nos propone el Evangelio de Mateo en este XIV Domingo del Tiempo Ordinario. Es muy breve, pero de una profundidad
y belleza incomparables: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra,
porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has
revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo
ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce
al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt
11,25-27).
En realidad, las palabras de Jesús son una solemne y jubilosa acción
de gracias. Se dirige al Señor de cielo y tierra llamándole Padre (Abba).
El motivo del agradecimiento es que ha querido esconder los misterios del Reino a “los
sabios y entendidos” y se los ha querido revelar a la “gente sencilla”
(literalmente, a “los pequeños”). El primer “pequeño” es Jesús
mismo, que “siendo de condición divina… se despojó de su grandeza” (Flp
2,6-7). Solo este “pequeño” conoce al Padre. Solo a quienes se hagan “pequeños”
como él se les revelará el misterio de Dios.
La primera lectura (cf. Zac 9,9-10) refuerza la idea de un Dios desconcertante,
que no responde a las expectativas del pueblo. No es un soberano “grande” (como
les gustaba imaginar a los pueblos orientales), sino “pequeño”, un Dios a bordo
de un pollino: “Alégrate, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira a tu
rey que viene a ti justo y victorioso; modesto y cabalgando en un asno, en un
pollino de borrica”. No es un rey
belicoso y nacionalista, sino pacífico y universal: “Destruirá los carros de
Efraín, los caballos de Jerusalén, romperá los arcos guerreros, dictará la paz
a las naciones; dominará de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra”.
Es
muy probable que estos textos lleguen a nosotros despojados de su fuerza
revolucionaria, pero, en realidad, describen a un Dios que se parece muy poco al
que nosotros solemos imaginar. La grandeza de Dios consiste en su “pequeñez”.
Por eso, las personas que se consideran grandes (“los sabios y entendidos” en expresión
de Jesús) nunca lo podrán entender. Esto es rigurosamente cierto. Lo
comprobamos cada día. Es raro encontrar a algunos de los que hoy consideramos “grandes”
(científicos, políticos, artistas, deportistas) que confiesen su fe en Dios. La
mayoría engrosa las filas del agnosticismo y aun del ateísmo. Por contra, es muy frecuente que
los “pequeños” (personas de condición humilde) tengan un sexto sentido para
percibir la presencia amorosa de Dios en sus vidas. Lo he podido comprobar a
menudo en mi experiencia misionera. Jesús observó que estas dos actitudes se
daban también en su tiempo. Y se maravilló. ¿Cómo es posible que “el misterio
de los misterios” sea mejor percibido por quienes a primera vista no tienen
ninguna preparación que por aquellos que presumen de saber muchas cosas? Y prorrumpió
en un Magnificat estremecedor.
La segunda parte del Evangelio de hoy (la que se refiere a la invitación
a acercarse a él todos los que están cansados y agobiados) la comenté hace
menos de un mes, en la solemnidad del Corazón de Jesús. Jesús nos invita a
encontrar sosiego camino “uncidos
a él”, compartiendo -aunque desigualmente- el yugo de la
vida. Me parece que tenemos que volver una y otra vez sobre estas palabras para
poner sosiego en estos tiempos de incertidumbre que vivimos. Uno de los efectos
secundarios de la pandemia es el “agobio” con el que muchas personas intentan
volver a la normalidad. Es como si vivir se les hiciera cuesta arriba. El hecho
de no poder hacer previsiones a medio o largo plazo crea una gran
incertidumbre. Nos vemos obligados a vivir al día. Esto, que parece ser un
obstáculo para una vida serena, es precisamente el consejo que Jesús nos dirige:
“No andéis preocupados por el día de mañana, que el mañana traerá su propia
preocupación. A cada día le basta su propio afán” (Mt 6,34). También este “vivir
al día” es un rasgo de “los pequeños”, de quienes no disponen de recursos para
hacer planes a largo plazo; por eso, deben poner toda su confianza en Dios, no
en sus ahorros o en su fondo de pensiones. La “pequeñez” es una gran fuente de libertad.
Nos libera de la obsesión por el mañana, por la seguridad, y nos abre al misterio de Dios que cuida siempre de nosotros.
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