Una de las pocas cosas que no han cambiado en este tiempo de pandemia es el calendario. También en 2020
celebramos la memoria de santa Marta, de
quien he hablado varias
veces en este blog. Incluso me he referido a una enfermedad inspirada
en su nombre (el “martalismo”)
de la que habló el papa Francisco cuando se dirigió a la Curia Romana. En tiempo del coronavirus, prefiero
fijarme en la actitud disponible y servicial de esta amiga de Jesús. Si existe
la enfermedad del “martalismo” (un activismo sin alma), también existe -y
espero que en mayor grado- la actitud de “martalidad” (una preocupación por las
necesidades de los demás). El domingo pasado saludé brevemente a un joven amigo
mío, carnicero de profesión, que me contaba cómo en estos meses de la pandemia
(sobre todo, durante las semanas de confinamiento) había llevado los pedidos a
las casas de muchos de sus clientes, especialmente ancianos que no podían o no
se atrevían a salir a la calle. Es uno de los muchos gestos de servicio que se están
prodigando en este tiempo extraño. Si al principio suele imponerse el “sálvese quien pueda”,
cuando tomamos conciencia de la situación, pasamos al “echémonos
todos una mano”. Durante estos últimos días aparecen en la televisión imágenes
de grupos de jóvenes haciendo botellón en la calle o inundando las discotecas
sin mascarillas y sin respetar la distancia de seguridad. Es una muestra clara
de irresponsabilidad y falta de civismo. Pero estas imágenes veraniegas no
deben hacer olvidar las imágenes de muchos jóvenes, como mi amigo carnicero, que en estos tiempos han
estado disponibles para muchos servicios sociales sin que nadie se lo pidiera.
El servicio es
inherente a la vocación cristiana. El pasado día de Santiago leíamos en el
Evangelio de Mateo: “El que quiera ser grande entre vosotros, que sea
vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro
esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino
para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20,27-28). Marta de
Betania, a pesar del suave reproche de Jesús, entendió muy bien estas palabras
del Maestro. Jesús no critica su espíritu de servicio, sino su agitación y
desasosiego, que le impiden escuchar la Palabra con atención. El servicio nunca
es un obstáculo para vivir el Evangelio, precisamente porque es su expresión privilegiada.
Lo que nos impide servir de verdad es la obsesión por hacer cosas, la huida de
nosotros mismos a través del trabajo, lo que hoy denominamos “activismo”. Cuando
la “martalidad” (actitud de servicio) degenera en “martalismo” (activismo sin
alma), entonces se producen los divorcios a los que estamos acostumbrados en
las comunidades cristianas: catequistas que organizan muchas cosas, pero nunca
oran ni participan en la Eucaristía; personas devotas que reducen su compromiso
a algunas limosnas ocasionales; sacerdotes que cuidan con mimo el culto, pero están
lejos de la gente… Lo que Jesús le pide a Marta es lo que nos pide a todos sus seguidores:
unir indisolublemente la escucha de la Palabra con el servicio a los demás.
La pandemia está
propiciando una “nueva servicialidad” que se expresa en numerosos gestos de preocupación por los
demás: llamadas a ancianos que viven solos, acompañamiento a los servicios médicos,
hacer la compra diaria o semanal, resolver asuntos burocráticos, cuidar de las
personas contagiadas, escuchar y acompañar a quienes padecen las secuelas de la
enfermedad, ofrecer propuestas digitales de espiritualidad, formación y
entretenimiento, organizar actividades para los pequeños cuyos padres trabajan,
distribuir alimentos a las personas con necesidad… Son formas que traducen a la
actualidad lo que Marta de Betania hacía. Jesús sigue haciéndose presente en tantas
personas que tienen necesidad de ayuda. Si la fe cristiana no desarrolla en
estas circunstancias difíciles la “imaginación de la caridad”, ¿para qué sirve?
La credibilidad no se recupera mediante razonamientos lógicos, sino mediante
el ejercicio humilde y paciente del amor. No hay nada más creíble que el amor. “Solo
el amor es digno de fe”, escribía hace años el teólogo suizo Hans Urs von
Balthasar. Pues eso.
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