Afronto este XV Domingo del Tiempo Ordinario con la mirada puesta en los Ejercicios Espirituales que esta tarde comenzaré por Internet con un nutrido grupo de Europa y Latinoamérica. A las puertas de esta experiencia −para mí novedosa− el Evangelio de este domingo nos habla de la eficacia de la Palabra de Dios. Cuando Jesús, sentado junto al lago de Genesaret, narra la conocida parábola del sembrador, quiere iluminar una crisis que los discípulos están viviendo. Esa crisis se parece mucho a la que nosotros estamos viviendo hoy, en el corazón de esta pandemia que nos está colocando contra las cuerdas de la paciencia. ¿En qué consiste esta crisis? Los primeros discípulos se habían entusiasmado con el estilo de vida de Jesús y con su palabra fresca e imaginativa. Al principio, muchos se le unieron. Pero −como sucede en todas las aventuras espirituales− pronto empezaron las decepciones.
Algo parecido he
visto en algunos modernos “convertidos”. Tras un período inicial de entusiasmo,
enseguida se cansan porque las cosas no eran como ellos habían imaginado. Los
primeros discípulos no entendían por qué la Palabra de Dios no era capaz de cambiar
las cosas. Si es tan eficaz, si −como leemos en la primera lectura de hoy− “no
volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo” (Is
55,11), ¿por qué hay muchas personas que no se convierten? Acercando la crisis
a nuestro tiempo, podríamos desplegar una batería de preguntas: ¿Por qué el Dios
providente permite que el mundo padezca una pandemia? ¿Por qué parece que no
sirve de nada rezar? ¿Dónde van a parar todos nuestros esfuerzos en el campo de
la evangelización si son muchos los que se desentienden de todo lo que tenga
que ver con Jesús y su Evangelio? ¿Merece la pena seguir empeñándose en una
batalla condenada al fracaso? Frente al virus Covid-19 ¿qué diferencia hay
entre un creyente y un ateo? ¿No están sometidos ambos a la misma
incertidumbre? ¿Para qué sirve creer en Dios?
Jesús toma en serio
nuestras preguntas, pero no cae en la tentación de ofrecernos una receta para
cada una de ellas. Nos cuenta una parábola que posteriormente la iglesia de la
segunda generación cristiana transformó en una alegoría para aplicarla a la
dura situación que estaban viviendo. Lo que nos dice Jesús es fácil de comprender.
Dios es como un sembrador que lanza la semilla de su palabra sin fijarse mucho
dónde cae. No calcula, es generoso. Un porcentaje alto de la semilla (en torno
al 75%) cae al borde del camino, en terreno pedregoso o entre zarzas. Como es
natural, muchas semillas no van a fructificar como sería deseable. Pero hay un
25% que cae en tierra buena y produce grano en cantidades diversas: “unos,
ciento; otros, sesenta; otros, treinta” (Mt 13,8). No hace falta ser un lince
para comprender que con esta parábola Jesús estaba transmitiendo un doble
mensaje. En primer lugar, ponía de relieve la sobreabundancia de la Palabra de
Dios. El Padre no es tacaño. Prodiga su Palabra, igual que prodiga los frutos de
la naturaleza, con exuberante generosidad. Ahora bien, la “eficacia” de la Palabra −como sucede con el trigo− no depende solo de la calidad de la semilla
(que en este caso es óptima), sino también de las condiciones del terreno. No
es lo mismo ser “tierra buena” que “terreno pedregoso”. Hay una fuerte llamada
a creer en la fuerza de la Palabra y, al mismo tiempo, a examinar la calidad de
nuestro terreno personal. De nada sirve escuchar la Palabra si no estamos preparados
para acogerla y hacerla fructificar. Hay demasiadas preocupaciones y afanes que
pueden acabar ahogando la semilla.
Si esta parábola del
sembrador la entendiéramos aislada de su contexto, nos sentiríamos cargados con
una responsabilidad excesiva. Es como si Jesús nos dijera más o menos esto: “La
Palabra de Dios no produce fruto, no es eficaz, porque tú no eres una tierra
buena, así que aplícate el cuento”. Es verdad que la preparación del terreno es
importante, pero no es toda la verdad. Por eso, los Evangelios añaden otras dos
parábolas que completan la enseñanza de la primera: la parábola de la semilla
que crece sola (sin que el labrador tenga que obsesionarse con ella) y la del
grano de mostaza (que, a pesar de su pequeñez, se convierte en un arbusto
gigante). En los tres casos, por caminos que no siempre coinciden con nuestras
expectativas, la Palabra de Dios siempre nos transforma.
No estará de más hacer
una conexión con la segunda lectura de la carta a los Romanos. Pablo nos dice
que “los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos
descubrirá. Porque la creación, expectante, está aguardando la plena
manifestación de los hijos de Dios” (Rm 8,18-19). La pandemia nos está poniendo
a prueba. Algunas personas han perdido el ánimo y la esperanza. La Palabra de
Dios sale a nuestro encuentro para recordarnos que la gloria que Dios nos
promete es infinitamente superior a los sufrimientos que padecemos. Más aún,
que toda la creación será transformada. Es normal que nos cueste creer esto en plena
crisis, pero si para algo sirve la fe es para recordarnos que Dios siempre cumple
su Palabra, aunque no sepamos cómo ni cuándo. Esta vez no va a ser una
excepción.
Feliz domingo y, por favor, no olvidéis orar por todas las personas que
esta tarde nos embarcamos en la experiencia de Ejercicios Espirituales, que no
es otra cosa que un trabajo paciente de escucha de la Palabra de Dios y de
preparación del terreno de nuestra vida para que la semilla de la Palabra pueda
echar raíces y producir fruto.
Muchas gracias, esta tarde comenzaremos con gran ilusión.
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