El Evangelio de este XVII Domingo del Tiempo Ordinario nos propone cuatro miniparábolas: el tesoro escondido, la perla preciosa, la red barredera y el arcón familiar. Las cuatro parten de experiencias ordinarias,
perfectamente conocidas por los oyentes de Jesús. Las cuatro tienen un objetivo
común: decir algo sobre el reino de los cielos y, sobre todo, urgir a tomar una
opción clara y arriesgada por él. Creo que ninguna de estas parábolas refleja
experiencias actuales, y menos para quienes viven en grandes ciudades. Hoy no
es normal que uno, arando la tierra, se encuentre una vasija de barro llena de monedas
de oro. Y tampoco es normal comerciar con perlas, pescar con red o guardar la
ropa en un viejo arcón. Y, sin embargo, en estas historias de sabor añejo percibimos
con bastante claridad lo que Jesús nos quiere decir hoy. Quien quiere vivir el
Evangelio debe tener el coraje de arriesgar todo. Esa fue la experiencia que tuvo,
por ejemplo, Pablo de Tarso, hasta el punto de que llegó a escribir: “Lo que para mí era ganancia lo consideré, por
Cristo, pérdida. Más aún, todo lo considero pérdida comparado con el bien
supremo de conocer a Cristo Jesús mi Señor; por él doy todo por perdido y lo
considero basura con tal de ganarme a Cristo” (Fil 3,7-8).
Para ponderar el tesoro de
la fe necesitamos el don del discernimiento; es decir, la capacidad de distinguir
el bien del mal, lo verdadero de lo falso, lo valioso de lo fútil. Ese es precisamente
el don que Salomón le pide a Dios, como leemos en la primera lectura (cf. 1 Re 3,5.7-12).
El joven rey israelita no le pide lo que le hubiéramos pedido la mayoría de nosotros:
riquezas y larga vida. A esos bienes prefiere la sabiduría. Es aquí donde se
produce una brecha entre la enseñanza bíblica y la cultura contemporánea. El
arte del discernimiento es valioso cuando uno cree que no es lo mismo la verdad
que la mentira, la belleza que la fealdad, el bien que el mal. Pero cuando
-como sucede hoy- todo es relativo, todo
tiene la misma categoría, todo puede ser importante “según y cómo”,
entonces no tiene mucho sentido ser hombres y mujeres de juicio. Lo que cuenta
es hacer lo que en cada momento “nos pida el cuerpo” y tratar de disfrutar lo más
posible.
¿Alguna vez le hemos llamado
a Dios “mi tesoro”? Entre los enamorados, o entre madres e hijos pequeños, es frecuente
utilizar este término para expresar amor y ternura. No abunda en la literatura
religiosa y litúrgica, aunque sí en la bíblica. Si Dios es nuestro tesoro, se
desprenden dos consecuencias: tenemos que hacer todo lo posible por descubrirlo
y no hay ninguna otra realidad que pueda atrapar nuestro corazón. ¿Cómo sabemos
si Dios es nuestro tesoro? Si produce en nosotros alegría, paz, amor y un
incontenible deseo de dedicar nuestra vida a Él. Es probable que en estos
tiempos de pandemia no tengamos el ánimo muy dispuesto para este tipo de
reflexiones. Si nos encontramos un poco confusos, temerosos y alicaídos, basta
con que nos abandonemos suavemente en Él, que nos dejemos querer. Nadie mejor
que nuestro Padre Dios comprende lo que nos pasa. Sabe que no todos los tiempos
de nuestra vida son de entusiasmo, pero todos, incluso los más dolorosos,
pueden ser de confianza. El “tesoro” nunca se va a devaluar.
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