Los cristianos comenzamos las principales acciones de nuestra vida “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Aprendemos a santiguarnos desde niños. Nos
parece la cosa más natural. Con dos o tres años no podemos sospechar el significado insondable de esta diminuta puerta abierta al Misterio. Y hoy, que celebramos la solemnidad
de la Santísima Trinidad, tampoco. ¿Podríamos pasarnos años sin hablar
de Dios? A algunos les puede parecer blasfema esta pregunta. Para mí representa
casi una necesidad. De lo que nos entusiasma, preocupa o atemoriza solemos
hablar mucho. De lo que determina nuestra vida, es mejor decir lo justo. El silencio
es más elocuente que la verborrea. La adoración suple con creces a la reflexión.
La incluye y la perfora. Hay un versículo del evangelio de Juan que me acompaña
siempre y que nos previene contra el exceso de información: “A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo
único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer”
(Jn 1,18). O sea, que Jesús es el rostro visible del Dios invisible. Pero “nadie puede decir Jesús es Señor si no está
movido por el Espíritu Santo” (1 Cor 12,3). Ya tenemos en danza la
Trinidad, aunque esta palabra no aparece ni una sola vez en la Biblia. Dios es
un baile infinito de amor. Los místicos lo perciben, pero suelen callar. A lo
más, transcriben sus experiencias con lenguaje poético. Juan de la Cruz fue un
maestro. Sus versos se parecen mucho a los de algunos místicos musulmanes e
hindúes. En el abismo de Dios, todo se unifica.
¿Qué queremos decir
nosotros cuando hablamos de Dios para confesarlo, negarlo o suspender el
juicio? Quizá no hay en el diccionario palabra más polisémica que esta, más alabada
y más vilipendiada. Hay un poemita del obispo Casaldáliga que dice así: “Donde tú dices ley, / yo digo Dios. / Donde
tú dices paz, justicia, amor / ¡yo digo Dios! / Donde tú dices Dios, / ¡yo digo
Libertad, Justicia, Amor!”. Nuestras imágenes de Dios se nutren de las experiencias
vitales que hemos vivido desde niños y de la formación que hemos recibido. Cada
uno de nosotros hemos ido haciendo un Dios a la medida de nuestras búsquedas, necesidades,
temores y expectativas. Dime en qué Dios crees y te diré quién eres. Nuestras imágenes
de Dios reflejan más lo que nosotros somos que lo que Dios es. La única manera
de ir purificando estas imágenes es dejarnos iluminar y moldear por la Palabra
de Dios. En la solemnidad de hoy, encuentro tres pistas que ensanchan un poco
la puerta. Dios es, sobre todo, amor (primera lectura del Éxodo), paz (segunda
lectura de la segunda carta a los Corintios) y vida (evangelio de Juan).
Siguen siendo palabras humanas (no podemos pensar de otra manera), pero, por lo
menos, son palabras que –dentro de su incapacidad para abarcar el Misterio– nos
señalan con claridad la dirección y nos ayudan a desprenderos de imágenes equivocadas que
presentan a Dios como vengativo, batallador o aliado de la muerte. Dios es
amor, paz y vida. No es poca cosa, aunque con esto sigamos sumidos en el misterio.
Si un niño se
santiguara “en el nombre del Amor, de la Paz y de la Vida” estaría confesando
al Dios Uno y Trino sin necesidad de usar palabras que no comprende. En las últimas
décadas, varios teólogos han insistido en que esta imagen de Dios “comunidad” (unidad
en la diversidad) es la que puede ayudarnos a afrontar de otra manera los
muchos conflictos sociales, familiares y eclesiales en los que nos vemos inmersos.
Cuando tenemos una idea muy monolítica y fija de Dios, no sabemos cómo conjugar
las tensiones propias de la vida: libertad y responsabilidad, persona y
sociedad, unidad y diversidad, confesión de fe y pluralismo religioso… Cuando
nos dejamos introducir en la “danza de amor” de un Dios comunidad, caemos en la
cuenta de que el amor trasciende el conflicto tomando lo mejor de cada elemento
y creando síntesis integradoras. Para vivir una vida personal armónica, una
vida social respetuosa y una vida eclesial constructiva, no es lo mismo creer
en el Dios solo (unipersonal, monocromático, monofónico y monolítico) que en un
Dios uno y tripersonal. No se trata de una jerga más o menos ingeniosa o hermética,
sino de una forma de expresar la realidad del Dios amor que inunda y transforma a quienes
hemos sido creados “a su imagen y semejanza”. Como decía hace años Leonardo
Boff, “la Santísima Trinidad es la mejor comunidad”.
Entremos en esta danza de amor y dejémonos llevar por ella, sin preocuparnos
demasiado de las palabras que utilizamos. Nuestra vida de entrega y alabanza será la mejor
confesión de fe.
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