Aquí en Italia se habla de “mascherina”. Es una palabra de moda. En inglés se suele decir “face
mask” o “surgical mask”. En español hay varias formas. En algunos lugares de
América dicen “tapaboca”, “cubrebocas” o “barbijo”. En España se utiliza el término
“mascarilla”. De momento, es obligatoria en lugares públicos y medios de transporte. Imagino que está sucediendo algo parecido en otros países. Aquí en Italia –patria de la moda– se ven modelos de lo
más variopinto. Hay mascarillas con los colores de la bandera nacional, con el
logo de algunas empresas o con símbolos de partidos políticos. Las infantiles están
salpicadas de dibujitos de colores. Algunas tienen pintados unos llamativos labios rojos. Otras son transparentes en la zona de los labios para permitir que los sordos entiendan mejor lo que dicen sus interlocutores. ¡Hasta
algunos se han atrevido a diseñar mascarillas con los colores litúrgicos para
que los sacerdotes puedan usarlas durante las celebraciones a juego con los
ornamentos del día!
Reconozco que es un adminículo que no me gusta nada, pero, como todo hijo de vecino, lo estoy usando cada vez que salgo a la calle, uso el transporte público o entro en algún establecimiento. Hace años que me sorprendía su uso frecuente en algunos países de Oriente. Recuerdo que, durante un viaje a Japón en el invierno de 2012, veía a mucha gente con mascarilla, tanto en el metro como por la calle. Me dijeron que era normal. Se consideraba un signo de urbanidad, un modo de protegerse de contagios (como la gripe estacional) y de proteger a otros. Esta “moda” oriental ha saltado a Europa y a otros países del mundo por culpa de la famosa Covid-19.
Reconozco que es un adminículo que no me gusta nada, pero, como todo hijo de vecino, lo estoy usando cada vez que salgo a la calle, uso el transporte público o entro en algún establecimiento. Hace años que me sorprendía su uso frecuente en algunos países de Oriente. Recuerdo que, durante un viaje a Japón en el invierno de 2012, veía a mucha gente con mascarilla, tanto en el metro como por la calle. Me dijeron que era normal. Se consideraba un signo de urbanidad, un modo de protegerse de contagios (como la gripe estacional) y de proteger a otros. Esta “moda” oriental ha saltado a Europa y a otros países del mundo por culpa de la famosa Covid-19.
Impresiona ver
una iglesia llena de personas “enmascaradas”. Lo de llena es un decir, porque
solo se permite un 30% (o un 50%) del aforo. El panorama me produce perplejidad
y me suscita una cascada de preguntas. ¿Qué significa una sociedad “enmascarada”?
Cuando nos cubrimos la boca y la nariz, ¿qué mensaje subliminal estamos
transmitiendo? Me parece que el más evidente es que todos somos víctimas de un enemigo invisible y que nos hemos vuelto, en contra de nuestra voluntad, sus “aliados”
potenciales. El “otro” –sin llegar a ser un infierno, como señalaba Sartre– se
convierte en una amenaza para mí y yo me convierto en una amenaza para él.
La máxima cristiana del “amaos los unos a los otros” se transforma, por arte de la Covid-19, en “protegeos los unos de los otros”. El lenguaje de la proximidad física, tan importante para expresar la proximidad afectiva, se convierte ahora en distanciamiento social. Y la boca con la que hablamos y la nariz con la que respiramos (palabra y aire son símbolos sustanciales de identidad humana) se cubren con un trozo de tela, como si fueran las imágenes de una iglesia en tiempos de la antigua Cuaresma. Cubrir, tapar, proteger y defenderse se han convertido en verbos de moda. Todos tienen algo que ver con el miedo, con un renacido y quizás insano sentido del pudor. Si se habla de “nueva normalidad”, no veo inconveniente en que hablemos de “nuevo pudor”. Un invisible virus nos ha orientalizado un poco más. China tiene el campo expedito.
La máxima cristiana del “amaos los unos a los otros” se transforma, por arte de la Covid-19, en “protegeos los unos de los otros”. El lenguaje de la proximidad física, tan importante para expresar la proximidad afectiva, se convierte ahora en distanciamiento social. Y la boca con la que hablamos y la nariz con la que respiramos (palabra y aire son símbolos sustanciales de identidad humana) se cubren con un trozo de tela, como si fueran las imágenes de una iglesia en tiempos de la antigua Cuaresma. Cubrir, tapar, proteger y defenderse se han convertido en verbos de moda. Todos tienen algo que ver con el miedo, con un renacido y quizás insano sentido del pudor. Si se habla de “nueva normalidad”, no veo inconveniente en que hablemos de “nuevo pudor”. Un invisible virus nos ha orientalizado un poco más. China tiene el campo expedito.
Cada miembro de
nuestra comunidad romana tiene su juego de mascarillas. Algunas nos las han
proporcionado nuestros hermanos de Hong Kong; otras, el ayuntamiento de Roma.
Creo que también hemos adquirido algunas en la farmacia. Dentro de casa no las
usamos, ni siquiera cuando han empezado a llegar, a cuentagotas, algunos
invitados. Pero fuera seguimos estrictamente las recomendaciones de las
autoridades sanitarias. Reconozco que a mí me cuesta mucho. Es como si violentara
el circuito normal de la respiración. Tengo la sensación de volver a inhalar el
aire que expiro, un símbolo perfecto de egocentrismo y –como le gusta decir al
papa Francisco– de “autorreferencialidad”.
En fin, espero que esta moda sea efímera y que pronto podamos caminar a boca y nariz descubiertas. Un rostro tapado es una identidad velada. Toda máscara –incluidas las mascarillas– es una “persona” (que eso es lo que significa originalmente el término en griego) que me impide ser yo mismo, que mata el ejercicio de autorrevelación que supone todo encuentro. Ya tenemos demasiados elementos que complican las relaciones personales como para seguir añadiendo otros nuevos. No podemos convertir la calle en un inmenso “hospital de campaña”.
En fin, espero que esta moda sea efímera y que pronto podamos caminar a boca y nariz descubiertas. Un rostro tapado es una identidad velada. Toda máscara –incluidas las mascarillas– es una “persona” (que eso es lo que significa originalmente el término en griego) que me impide ser yo mismo, que mata el ejercicio de autorrevelación que supone todo encuentro. Ya tenemos demasiados elementos que complican las relaciones personales como para seguir añadiendo otros nuevos. No podemos convertir la calle en un inmenso
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