Hay muchas razones para decir aquello de: “Que paren el mundo, que me quiero bajar”. Algunos cargan contra
el teletrabajo y la renta mínima, dos realidades que están aquí. No les
falta algo de razón. Se presentan como conquistas sociales (por eso las abandera
la izquierda), pero enmascaran otras realidades inconfesables. Me temo que el
mundo que se delinea tras la pandemia va a ser menos ideal del que hubiéramos
deseado. Mientras muchos tratamos de recuperarnos del impacto, otros (más
avispados) están ya haciendo negocio con lo que vendrá luego. Las lecciones que
parecía que estábamos aprendiendo durante el confinamiento se desaprenden en
cuanto conseguimos salir a la calle y tomarnos una cerveza en una de las
terrazas permitidas. ¿Quién piensa en el futuro de las próximas generaciones?
Demasiado tenemos con asegurar a duras penas el nuestro. Los gobiernos hacen con
que mandan y nosotros hacemos con que obedecemos, pero quienes de verdad mueven los hilos no se sientan en los parlamentos ni en los consejos de ministros.
Prefieren actuar en la sombra, a salvo de miradas indiscretas y del control
institucional.
Sí, el pecado original existe. Es muy peligroso olvidarlo. El mal se pasea por el mundo, se incrusta en las conciencias, acampa en las instituciones y se rodea de talones bancarios. Casi siempre actúa sub angelo lucis (es decir, bajo apariencia de bien), pero sus objetivos no son hacer un mundo mejor, sino extraer provecho, subyugar a los seres humanos para sus fines. De vez en cuando da la cara, pero enseguida se refugia en su madriguera. Casi todos nosotros nos dejamos seducir. Enfrentarse a él (a ello) es demasiado peligroso.
Sí, el pecado original existe. Es muy peligroso olvidarlo. El mal se pasea por el mundo, se incrusta en las conciencias, acampa en las instituciones y se rodea de talones bancarios. Casi siempre actúa sub angelo lucis (es decir, bajo apariencia de bien), pero sus objetivos no son hacer un mundo mejor, sino extraer provecho, subyugar a los seres humanos para sus fines. De vez en cuando da la cara, pero enseguida se refugia en su madriguera. Casi todos nosotros nos dejamos seducir. Enfrentarse a él (a ello) es demasiado peligroso.
Ya sé que estoy pintando
con trazos sombríos el momento que vivimos, pero eso no significa que me haya
levantado con el pie izquierdo o que crea que este boceto agota la realidad. Es
una invitación que me hago a mí mismo a practicar la astucia que Jesús
recomienda a sus discípulos, porque –por desgracia– “los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz” (Lc
16,8). Mientras nosotros soñamos con salir a la calle, pasear por un parque o
tomar un café en el bar, otros se las ingenian para sacar partido del miedo
acumulado y llevar las aguas a su molino. Cuando uno cae en la cuenta de
algunas –pocas– maniobras, la tentación es reaccionar con rabia y abandonarse a
sentimientos de impotencia. No sirve de nada. Tampoco es eficaz lanzarse a
derribar molinos de viento con una simple adarga.
En estos casos, tenemos que creer que “el mal se vence a fuerza de bien” (Rm 12,21). Esta regla paulina se puede aplicar a todas las situaciones, también a la comprensible rabia que muchos estadounidenses sienten en estos días tras el asesinato de George Floyd. Lo que está sucediendo en bastantes ciudades de los Estados Unidos muestra que el racismo es un virus que no ha sido erradicado y que nunca hay que dar la batalla por vencida. El presidente Trump está preocupado por garantizar el orden público, pero no se lo ve muy sensible al problema de fondo, quizá porque él se sabe un WASP (blanco, anglosajón y protestante) y, por lo tanto, dueño del cotarro. Es solo un botón de muestra de todo lo que está funcionando mal.
En estos casos, tenemos que creer que “el mal se vence a fuerza de bien” (Rm 12,21). Esta regla paulina se puede aplicar a todas las situaciones, también a la comprensible rabia que muchos estadounidenses sienten en estos días tras el asesinato de George Floyd. Lo que está sucediendo en bastantes ciudades de los Estados Unidos muestra que el racismo es un virus que no ha sido erradicado y que nunca hay que dar la batalla por vencida. El presidente Trump está preocupado por garantizar el orden público, pero no se lo ve muy sensible al problema de fondo, quizá porque él se sabe un WASP (blanco, anglosajón y protestante) y, por lo tanto, dueño del cotarro. Es solo un botón de muestra de todo lo que está funcionando mal.
Ser cristiano en
un mundo tan complejo como el que nos está tocando vivir no es nada fácil. La
tentación de tirar la toalla se nos presenta cada día. La fe en Jesús parece una
diminuta semilla de mostaza pisoteada por los gigantes dueños del campo. El
Evangelio no puede competir con los planes dominadores de las grandes corporaciones.
Los cristianos podemos pasar –en el mejor de los casos– por un grupo de
ingenuos que todavía creen que la fe mueve montañas. Nosotros mismos podemos
sentir en carne propia la pequeñez y la impotencia de la fe. ¿Para qué sirve
creer si da la impresión de que –con fe o sin ella– el mundo sigue su curso? ¿No
es esto mismo lo que vivieron los primeros discípulos cuando asistieron desconcertados
y temerosos a la muerte de Jesús y, por lo tanto, a su aparente fracaso? ¿No pensaron que con la cruz todo había terminado, que, una vez más, los poderosos aplastaban a los débiles? Y, sin
embargo, Dios sacó vida de donde los hombres habían producido muerte. Lo hemos celebrado, quizá un poco en sordina, durante los 5o días del tiempo pascual. Es la
dinámica oculta de la historia.
Conscientes de ella, nunca perdemos la esperanza. Por muy fuerte que sea el mal en todas sus formas (burdas y sutiles), el amor de Dios tiene siempre la última palabra. Por eso, nos mantenemos en pie y seguimos practicando la única estrategia vencedora a largo plazo: ofrecer bien a cambio de mal. Con mucho realismo, cada uno de nosotros podría decir: “Mundo del siglo XXI, me estás hiriendo demasiado, estás poniendo a prueba los fundamentos de mi vida, me estás robando la esperanza y casi el futuro… y, sin embargo, te quiero”. La razón de este súbito quiebro no es un acto de buena voluntad, sino una confesión de fe. Queremos hacer lo que Dios hace cada día: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Si Dios ama este mundo, ¿quiénes somos nosotros para despreciarlo o para huir de él?
Conscientes de ella, nunca perdemos la esperanza. Por muy fuerte que sea el mal en todas sus formas (burdas y sutiles), el amor de Dios tiene siempre la última palabra. Por eso, nos mantenemos en pie y seguimos practicando la única estrategia vencedora a largo plazo: ofrecer bien a cambio de mal. Con mucho realismo, cada uno de nosotros podría decir: “Mundo del siglo XXI, me estás hiriendo demasiado, estás poniendo a prueba los fundamentos de mi vida, me estás robando la esperanza y casi el futuro… y, sin embargo, te quiero”. La razón de este súbito quiebro no es un acto de buena voluntad, sino una confesión de fe. Queremos hacer lo que Dios hace cada día: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Si Dios ama este mundo, ¿quiénes somos nosotros para despreciarlo o para huir de él?
No, no te has levantado con mal pie, Gonzalo, estás viendo la realidad que hay, a pesar de que no la queramos… Vivimos con una dinámica muy diferente y tengo la sensación de que es solo un comienzo…
ResponderEliminarNos está llegando un mensaje subliminal: “el otro es un peligro para mi… distancia…” Parece que la dinámica que va tomando el trabajo, los estudios, va por ahí… Me cuesta entender como proponen las medidas de seguridad en las escuelas, distancia… sobretodo en jardín de infancia e infantil… todo el revuelo que ello conlleva y casi imposible pero el mensaje ya está lanzado.
Estoy de acuerdo contigo de que “el amor de Dios tiene siempre la última palabra”, pero como cuesta creerlo en estos momentos… Hace días que voy reflexionando en que en estos tiempos será bueno que seamos sal y fermento… que estemos presentes, en nuestros ambientes, sin hacer mucho ruido para que no nos hagan callar.