Llegué ayer a Asunción, la capital de la República del Paraguay, a la inhumana hora de las 7 de la mañana (una hora más en Argentina). Huelga decir a qué hora tuve que
levantarme. Todo quedó compensando por la siestecita en el avión y un paisaje
sobrecogedor a medida que me acercaba a la capital paraguaya. Las lluvias de
los últimos días han desbordado los ríos, así que desde el avión se veía una
masa de agua salpicada de manchas verdes, como puede comprobarse en las fotos
que acompañan esta entrada. En menos de una hora llegué a nuestra comunidad de Lambaré, una
ciudad satélite de la capital con una población que sobrepasa los 180.000
habitantes. En contraste con la sequedad y aridez de Jacobacci, aquí noté
enseguida los efectos del calor y la humedad. Todo está verde, la tierra es
rojiza. El cuerpo empieza enseguida a transpirar. A mediodía la temperatura
sobrepasa los 30 grados en esta época otoñal. Me encantó la casa de formación que
los claretianos tenemos en este lugar. Me pareció un monasterio moderno –con tres
pequeños claustros– en medio del bosque urbano. Hay lugares que son anodinos,
que no inspiran nada. Hay otros, por el contrario, que hablan por su armonía, funcionalidad,
sencillez y belleza. Este es uno de ellos. Se ve que detrás de la construcción
hay una idea. Se trata de una casa pensada.
Por la tarde,
celebré la eucaristía en la cercana parroquia
de san Juan Bautista, atendida por nuestros misioneros. Es un templo enorme,
construido como si fuera un inmenso galpón, sin la belleza de los templos neogóticos
que había visto en Buenos Aires, Rosario, Córdoba y Montevideo, por poner solo
unos pocos ejemplos. Se trata de una iglesia, pero –como sucede con otros
templos de los años 60 y 70– bien podría ser un almacén de grano, un
polideportivo o una sala de conciertos de rock. La funcionalidad ha matado a la
belleza, a pesar del enorme mural con el Cristo de Dalí que se extiende por
todo el frontis. Más allá de esta limitación, deudora de una mentalidad teológica
y estética que no comparto, lo fundamental fue la alta participación en una
misa de diario. En el templo habría un centenar de personas, tanto mujeres como
varones. Cantaban con entusiasmo, acompañadas por un corito de cuatro varones. Respondían
con fuerza. Luego me aclararon que Paraguay sigue siendo un país muy religioso,
una rara excepción en el Cono Sur americano. Se podrán objetar algunas
prácticas de la religiosidad popular, pero es admirable el sentido fe y de pertenencia
a la Iglesia.
Eso no impide que, como lleva sucediendo desde hace décadas en toda Latinoamérica, las sectas evangélicas estén realizando agresivas campañas de proselitismo. Ante este fenómeno, pierdo la corrección, olvido mi talante ecuménico y desenvaino la espada del enfado. Es muy probable que exagere, pero las sectas me parecen lobos que solo pretenden engullirse las ovejas más débiles. En primer lugar, me niego a llamar iglesias a los grupúsculos montados por un pastor (o una pastora) con la ayuda de una organización internacional. En la mayoría de los casos, lo religioso se utiliza como una excusa para manipular a las personas, sacarles su dinero y prometerles cosas imposibles: curaciones, prosperidad material y bienaventuranza celestial. La tríada salud-dinero-amor funciona como cebo. Y muchas personas sencillas pican con gran ingenuidad. No importa que los pastores tengan una deficiente (o nula) formación bíblica y teológica y basen casi todo en el esquema tú eres un miserable pecador-Dios te perdona-págame el diezmo.
Eso no impide que, como lleva sucediendo desde hace décadas en toda Latinoamérica, las sectas evangélicas estén realizando agresivas campañas de proselitismo. Ante este fenómeno, pierdo la corrección, olvido mi talante ecuménico y desenvaino la espada del enfado. Es muy probable que exagere, pero las sectas me parecen lobos que solo pretenden engullirse las ovejas más débiles. En primer lugar, me niego a llamar iglesias a los grupúsculos montados por un pastor (o una pastora) con la ayuda de una organización internacional. En la mayoría de los casos, lo religioso se utiliza como una excusa para manipular a las personas, sacarles su dinero y prometerles cosas imposibles: curaciones, prosperidad material y bienaventuranza celestial. La tríada salud-dinero-amor funciona como cebo. Y muchas personas sencillas pican con gran ingenuidad. No importa que los pastores tengan una deficiente (o nula) formación bíblica y teológica y basen casi todo en el esquema tú eres un miserable pecador-Dios te perdona-págame el diezmo.
Es de sobra
conocido el famoso informe Rockefeller que recomendaba a los Estados Unidos
apoyar la proliferación de sectas protestantes para acabar con la influencia de
la Iglesia católica en América latina y, de manera especial, con las consecuencias
perniciosas de la teología de la liberación para los intereses estadounidenses. De hecho, las
sectas –con los nombres más extravagantes– han crecido como hongos en las
últimas décadas, sobre todo en Centroamérica y Brasil. También han llegado a los países del Cono Sur,
aparentemente más impermeables. Parece increíble que alguien se deje seducir
por propuestas tan simplistas y manipuladoras, pero los números están ahí. Es verdad que muchos
adeptos al cabo de un tiempo abandonan el grupo, se pasan a otro, permanecen
en tierra de nadie o regresan a la Iglesia católica. De hecho, hay una fluidez
extraordinaria en este supermercado religioso. Pero no deja de ser un fenómeno muy preocupante este cóctel de religiosidad sensiblera, milagrera y ferozmente anticatólica. Los
escándalos de la Iglesia católica –admitámoslo con humildad– son leña que alimenta este fuego. No ayudan mucho a la causa de la credibilidad.
Más que una lucha sin
cuartel, como si estuviéramos en tiempo de las cruzadas o de las guerras
religiosas del siglo XVI, lo esencial es preguntarse qué ha descuidado la Iglesia
católica en su tarea evangelizadora, por qué gente de buen corazón encuentra
sosiego y ayuda en estas sectas. El fenómeno ha sido muy estudiado, pero no acabo de
ver por nuestra parte una clara estrategia de respuesta, sino a menudo una actitud de resignación que me
enerva. Necesitamos cuidar mucho más la formación de los catecúmenos, el
acompañamiento personal, el cuidado de los pobres de la comunidad, la belleza y calidez de las celebraciones, el arte moderno de la comunicación y un compromiso sociopolítico
lúcido y valiente. No se trata, pues, de atacar, sino de aprender. También esta
moderna crisis provocada por algunos “hermanos extraños” puede ser una excelente
oportunidad para examinar lo que no estamos haciendo bien y ensayar, en forma
sinodal, una nueva respuesta. Pero hay que espabilarse.
Da para pensar!!! Opino también que necesitamos mayor formación. Considero muy positivo, las parroquias que dan prioridad a las catequesis de padres con niños que se preparan para recibir la Comunión, como pequeña muestra encaminada a ello.
ResponderEliminar