Las grandes instituciones (por ejemplo, los estados, las empresas, las universidades, la Iglesia) hacen con frecuencia estudios sociológicos para saber cómo piensa la
gente sobre diversos temas, qué productos consume, a qué partido vota, qué programas
de televisión ve, cómo se posiciona ante la religión, la homosexualidad, la
eutanasia… o el sursum corda. “Queremos
saber qué piensa la gente”. Algunos hablan de “pueblo” o de “gente”; otros del “hombre
y la mujer de la calle”. No faltan quienes invocan otras categorías más metafísicas:
“el hombre de hoy”, “los seres humanos”, etc. Aunque reconozco la aportación
que estas encuestas pueden proporcionar, siempre me he mostrado muy cauto respecto
a ellas. ¿Existe el “hombre común”? ¿Cómo sabemos lo que piensan los
demás? Creo que fue Gustavo Adolfo Bécquer quien dijo: “Sé que conozco a mucha
gente a la que no conozco”. A veces, la mejor manera de conocer a los demás es
conocernos a nosotros mismos, explorar lo que nos gusta o nos disgusta, nuestras
filias y fobias, las motivaciones que nos impulsan, las personas que nos atraen,
los ideales que tiran de nosotros. En cada ser humano se concentra la humanidad
entera. Conocernos a nosotros con objetividad y empatía nos permite conocer –sin
conocerlos– a todos los demás. Somos un laboratorio en el que investigamos a
diario cómo es ese “hombre común” al que con ahínco queremos conocer para luego conseguir su voto, venderle algún producto o incluso proponerle el Evangelio.
En ese
laboratorio personal testamos las pasiones humanas dominantes. Aprendemos a
identificar el odio, la envidia, la avaricia, la pereza, la ira, la lujuria, la
soberbia…, en fin, los siete pecados capitales.
Pero también la curiosidad, la prudencia, la justicia, la fortaleza, la
belleza, el amor…, todas las virtudes que nos ayudan a vivir como seres
humanos. ¿Cómo podemos conocer a los demás y tratarlos como merecen si no hemos
aprendido a conocernos a nosotros mismos? Cada vez me convenzo más de que la mejor
encuesta no es la que proporcionan las empresas demoscópicas, sino la que
hacemos en nuestro interior. El nosce te
ipsum (“conócete a ti mismo”) sigue siendo el mejor modo de conocer,
respetar y amar a los demás. A veces tengo la impresión de que políticos, comunicadores,
educadores, sacerdotes, etc. no acertamos a conocer y ayudar a los demás porque
nos conocemos poco, porque dependemos mucho de baremos externos (siempre tan
cambiantes), porque tememos hacer una excursión a nuestro interior. El
resultado suele ser una comunicación pobre, una ayuda ineficaz y, en muchos casos, una tremenda
manipulación.
El “hombre común”
no es la persona hermosa, rica y llena de oportunidades que nos vende la
publicidad. Quizá es un trabajador con una formación secundaria, que gana poco
más de mil euros al mes, que no lee periódicos
ni libros, que navega poco por internet, que ve mucho la televisión y sabe quién
es Leo Messi o Belén Esteban, pero no tiene ni idea
de quién es Rafael Sánchez Ferlosio, el obispo de Alcalá de Henares o el filósofo
Bauman. El “hombre común” se debate en un escenario más bien pequeño (su
trabajo, su familia, su bar de la esquina, su equipo de fútbol, su hipoteca y
su preocupación por el futuro de sus hijos). Pero –y esto es lo que hace inconmensurable
al ser humano– en ese escenario aparentemente pequeño vive, cada uno a su modo,
las grandes preguntas y experiencias de todo ser humano. Experimenta amor y odio,
admiración y envidia, laboriosidad y pereza, humildad y soberbia… todo aquello
que nos distingue de los animales. Es probable que no siempre sea fácil tomar conciencia
de estas polaridades, pero quien sepa conectar las cuestiones cotidianas (el
precio de una barra de pan, la pensión de jubilación o el seguro de enfermedad)
con las cuestiones esenciales, estará en condiciones de llegar al corazón del “hombre
común”. Jesús supo hacerlo como nadie. Por eso, su palabra llega a todo ser
humano como no llega la de ningún filósofo, político o educador. Creo que soy
testigo de muchas historias que lo confirman.
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