El Evangelio de este V Domingo de Cuaresma es de los que quitan el hipo. De no haber sido auténtico, la Iglesia no se hubiera atrevido a “inventarlo”. Es demasiado hermoso e incómodo como para sacarlo de la nada. Lo que no sabemos es por qué un texto que encajaría muy bien al final del capítulo 21 de Lucas ha ido a parar al capítulo 8 de Juan. Ni el estilo literario, ni el enfoque están en línea con el cuarto evangelio. Todo apunta al evangelio de la misericordia; es decir, al de Lucas. No sé si algún día se encontrará una explicación plausible, aunque los exégetas han ensayado varias. Una de las más socorridas es vincular este relato a la referencia al juicio que se hace en Juan 8,15: “Yo no juzgo a nadie”. Sea como fuere, la historia de la mujer adúltera perdonada por Jesús es una mina de la que todavía no hemos extraído sus múltiples tesoros. Si lo hiciéramos, no sabríamos qué hacer con nuestros códigos legales. La actitud de Jesús nos desconcierta. Lo que le dice a la mujer –“Tampoco yo te condeno”– es una revelación de la actitud de Dios hacia los pecadores. No le dice: “Te perdono esta vez, pero cuidado con la segunda”. El perdón no tiene límite. Nadie de los presentes resiste tanta autenticidad y tanta audacia. Todos se van retirando, comenzando por los “presbíteros” (es decir, por los de más edad).
La historia tiene dos mil años, pero es tan desconcertante que podríamos
decir que es nueva, demasiado nueva para personas que somos deudoras de una concepción
equilibrista de la justicia: “tanto has hecho, tanto mereces”. Jesús, a diferencia
de algunos movimientos actuales, no tolera el adulterio. Considera que es una
afrenta al amor. Pero sabe también que el mejor modo de ayudar a la mujer adúltera
a superar su pecado no es la condena –como querían los biempensantes de su
tiempo– sino el perdón que abre las puertas del futuro. Solo los fuertes pueden
perdonar sin sentirse disminuidos. Por otra parte, en el relato no aparece por
ninguna parte el varón. El peso de la ley suele recaer siempre sobre los que
menos cuentan; en este caso, la mujer “sorprendida
en flagrante adulterio”. Me impresiona la escena en la que, una vez que
todos se han marchado (la traducción litúrgica dice que “se fueron escabullendo uno a uno”) se quedan solos Jesús y la mujer.
¿Qué conversación cabe entre una acusada y alguien que es presentado como juez?
La iniciativa la toma Jesús. No espera a que la mujer le pida perdón o muestre
alguna señal de arrepentimiento. Aquí no se siguen los cinco pasos clásicos de
la confesión.
Falta una semana para el comienzo de la Semana Santa. Muchos hacen planes
de salida. Aunque ahora esté nevando en algunas zonas de España, la Semana
Santa se asocia a las “vacaciones de primavera”. Está bien tomarse un respiro
al comienzo de esta estación. Muchas personas dicen que necesitan “desconectar”.
Usan este verbo tecnológico. Se supone que están “conectadas” a algo que no
produce energía y ganas de vivir, sino, más bien, estrés y desencanto. Las
personas sencillas no necesitan “desconectar” de nada porque están “conectadas”
a la fuente de la vida. Para ellas, la vida cotidiana no es un potro de tortura
del que tengan que huir, sino el escenario en el que conjugan los verbos creer,
amar y esperar con naturalidad. Imagino que la mujer adúltera, de la que el
Evangelio no dice su nombre, regresó a su vida cotidiana con ganas de contagiar
el perdón que había recibido. Jesús le dijo “en adelante, no peques más”, pero,
en realidad, su mensaje sonaría de otra manera: “En adelante, no dejes de amar”.
O sea, conéctate a la fuente del amor. Disfruta donándolo. Verás cómo entonces no
necesitas buscar un amor furtivo. Feliz domingo desde Córdoba, Argentina.
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