Llegué a Bariloche ayer a mediodía después de un vuelo de dos horas y media desde Buenos Aires. El
paisaje del incipiente otoño y la temperatura fresca me ayudaron a prepararme para el triduo
pascual. Después de compartir almuerzo y conversación con el obispo claretiano
del lugar, salí con dos compañeros hacia la misión de Ingeniero Jacobacci.
Fueron 200 kilómetros por una pista de tierra –la ruta 23– que solo en algunos tramos estaba
asfaltada. Nos alejamos de las montañas y nos internamos en la inmensa estepa patagónica. Enseguida cayó la noche. En el cielo apareció una luna oronda, intensa,
pascual. Las estrellas brillaban con fuerza porque en esos parajes, hechos de llanuras interminables y cerros suaves, no hay
contaminación lumínica de ninguna clase.
El camino transcurría con buen humor
hasta que, pasado el pueblo de Comallo, nos encontramos
con un coche detenido en un borde de la pista. Junto a él, un matrimonio de mediana edad contemplaba la
rueda trasera izquierda. Estaba completamente destrozada. No llevaban rueda de
repuesto. La de nuestro Toyoya 4x4 no servía para su pequeño Ford. No lo
dudamos. Subimos al matrimonio a nuestro vehículo y regresamos a Comallo, donde
decían tener unos conocidos. El hombre, albañil de profesión, regresó al cabo de
unos minutos con una rueda en sus manos. Volvimos al lugar donde había dejado
el viejo coche con las luces de posición encendidas para evitar que otro vehículo
pudiera chocarse contra él en la noche patagónica. Fueron 40 kilómetros (entre
ida y vuelta) por una ruta polvorienta. El reloj corría. El frío se iba haciendo notar.
La operación de cambio de rueda no dio
resultado porque, aunque el hombre se había asegurado de que fuese un modelo con cuatro
anclajes, no conseguimos encajarla. La noche avanzaba. La temperatura rondaba ya los cero grados. En ese paraje no hay cobertura de móvil. El matrimonio decidió
quedarse en el lugar. Llevaban cobijas (mantas) en su coche. Nos pidió que avisásemos a la policía del puesto más
cercano. Así lo hicimos. Ellos se encargaron de avisar a sus colegas de Comallo para
que acudieran en su rescate. Nos sentamos a la mesa de nuestra pequeña casita
de Ingeniero Jacobacci al filo de la medianoche. La cena estaba preparada desde
las 8,30 de la tarde. Otro compañero nos estaba esperando con los platos puestos en la mesa.
Hoy es Jueves Santo. Los cristianos de todo el mundo recordamos la última cena de Jesús. Hablamos
de Eucaristía, ministerio ordenado y amor fraterno. Siguiendo lo que hizo Jesús
con sus discípulos, incorporamos a la misa in
coena Domini el rito del lavatorio de los pies. De esta forma –tres en uno– nos preparamos para el solemne triduo pascual en el que celebramos la muerte,
sepultura y resurrección del Señor Jesús. Durante los últimos años, estas
fiestas me han coincidido en Roma. Este año estoy en un rincón perdido de la
Patagonia argentina. Hay abundancia de silencio, horizonte y frío. Tengo la
impresión de que mi Jueves Santo se ha anticipado un día. Lo vivido la pasada
noche en el camino de Bariloche a Ingeniero Jacobacci me hizo entender mejor que
el verdadero significado de la cena de Jesús –y, por tanto, de todas nuestras
cenas eucarísticas– es prepararnos para dar nuestra vida por los demás, para convertirnos
en pan entregado. Mis compañeros me dijeron que en las interminables rutas
patagónicas es normal que los viajeros se detengan cuando ven a alguien con problemas.
Ayer no fue así. De hecho, pasaron algunos vehículos que no lo hicieron. A nosotros nos supuso un retraso de casi
cuatro horas. Alteró nuestros planes, nos impidió participar en un encuentro con jóvenes, pero ¿quién tiene cuajo para dejar a un
pobre matrimonio en medio de la estepa con un coche averiado?
Pienso en todos
los amigos que leéis a menudo este Rincón.
Os imagino en los lugares más dispares: en mi pueblo natal, en Roma, en pueblos
y ciudades de todo el mundo. Algunos estaréis empeñados en tareas pastorales.
Otros estaréis disfrutando de unos días de vacaciones. Tal vez algunos viváis
estos días sin pena ni gloria. Cualquiera que sea la situación en la que nos
encontramos, el Señor Jesús nos invita a una cena muy especial. Quiere
hablarnos al corazón sin multiplicar las palabras. A nosotros, hombres y mujeres
orgullosos, celosos de nuestra intimidad, nos va a pedir que nos descalcemos. Antes
de que podamos reaccionar, va a tomar una jofaina y nos va a lavar los pies.
Nosotros no vamos a saber cómo reaccionar. Ya el hecho físico de descalzarnos nos
indica que, si queremos reconocer al Señor, necesitamos librarnos de muchos
prejuicios y rutinas. Solo desnudos, descalzos, estamos en condiciones de que
su piel roce la nuestra. Solo así notaremos el contacto del agua rodando por
nuestros pies. Si somos capaces de no mirar hacia otro
lado, habremos comprendido qué significa creer, amar y esperar. Sin ningún
esfuerzo discursivo, habremos comprendido que si Jesús, el Maestro, el Señor,
hace eso con nosotros, nuestra vida no va a tener ningún sentido a menos que nosotros
hagamos lo mismo con los demás. Lavar los pies es una profesión que ha caído en
desuso porque a todos nos interesa dominar, no servir. Y, sin embargo, es la verdadera profesión del cristiano.
La noche patagónica,
un Jueves Santo anticipado al miércoles, me ha hecho intuir todas estas cosas.
Es como si en una especie de flash
inesperado hubiera entendido de otra manera mi ministerio sacerdotal, el
significado del amor fraterno y el sacramento por excelencia: la Eucaristía. Las
tres realidades forman un triángulo indivisible, un complejo vitamínico para
nuestra fe mortecina. Antes de acostarme, le di gracias a Dios por haberme
introducido en el triduo pascual metiéndome de lleno en una versión actualizada
de la parábola del buen samaritano. Mis compañeros me dieron una gran lección
que espero no olvidar.
Gonzalo, gracias por compartirlo... Es como una cadena, unos hechos te ayudan a introducirte en el triduo pascual y compartiendolo, también nos ayudas a poder vivirlo desde otra perspectiva... Gracias por el testimonio de tu vocación sacerdotal... Unidos en la oración... Un abrazo
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