Escribo esta entrada a las 4,30 de la mañana (hora de Indonesia). No es una hora muy humana para sentarse
ante el ordenador, pero hay dos razones poderosas para hacerlo. La primera es
que suenan las oraciones de las mezquitas cercanas, con lo cual no es fácil
seguir durmiendo a esta hora. La segunda es que, dentro de poco, saldré hacia Samosir, una isla volcánica
dentro de lago Toba, que tiene unos 100
kilómetros de largo y 30 de ancho. Se trata, pues, de una isla (Samosir) dentro
de otra isla (Sumatra); o sea, que estaré doblemente “aislado”. En esa zona
tenemos los claretianos algunas misiones con las tribus batak.
Al mismo tiempo que hacemos un alto en nuestros trabajos, tenemos la
oportunidad de compartir con nuestros hermanos misioneros y con la gente del
lugar la alegría del tercer domingo de Adviento, que es conocido como “el
domingo Gaudete o de la alegría”.
Espero disponer de tiempo el lunes para compartir algo de la experiencia del
fin de semana. Estuve en Samosir hace unos seis o siete años. Es posible que hayan cambiado muchas cosas en este lapso de tiempo.
El Adviento entra
ya en su segunda mitad. Quizás uno puede detenerse un poco para preguntarse si
la liturgia de este tiempo está teniendo algún impacto en la propia vida. Ya no
es cuestión de repetir por enésima vez que “nos han robado la Navidad”. No es
fácil luchar contra la lógica del comercio. No perdamos el tiempo en batallas
secundarias. Si la Navidad no sucede fuera, o si se reduce a montaje de cartón
piedra y luces de colores, concentremos la atención en nuestro proceso
interior. ¿Qué está sucediendo en mí durante este tiempo? ¿Qué anhelo y qué
temo? ¿Sigo creyendo en el paso de Dios por mi vida, en su cercanía amorosa? No
son preguntas banales. No hace falta responderlas a la carrera. Lo mejor es
dejar que se asienten dentro de nosotros y nos trabajen por dentro. Las
respuestas, si llegan, serán fruto de un proceso, no de la rutina o los miedos.
Si el Adviento no es el tiempo de las preguntas, la Navidad no será el tiempo
de las respuestas. Para que sintamos la fuerza del anuncio navideño –“Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha
dado”– es preciso que hayamos tenido la humildad y el coraje de dejarnos
habitar por algunas preguntas incomodas, esas que, en el día a día, se escurren
como anguilas en el agua.
Frente al nerviosismo
que se respira en el ambiente, necesitamos respirar hondo. Cada vez que entra al
aire en nuestros pulmones es como si nos dejáramos visitar por el Espíritu de
Dios. Cada vez que lo expulsamos, estamos echando fuera la tensión y la negatividad
que llevamos dentro. Este simple ejercicio fisiológico nos ayuda a comprender
mejor la dinámica de nuestra vida espiritual. Respirar es, en sí mismo, un acto
espiritual. Nos dejamos purificar por el Espíritu de Dios. No estaría mal
encontrar algún momento a lo largo del fin de semana para salir fuera de casa
(a un parque o al campo) y hacer conscientemente un ejercicio prolongado de
respiración pausada, profunda, mientras pensamos que nuestra vida está siendo
oxigenada por Dios.
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