Roma ha amanecido con una temperatura en torno a los 0 grados. Luce el sol, pero se siente el frío.
Hay poco tráfico en las calles. Hoy, fiesta de san
Esteban, es un día festivo. Imitando una tradición del Boxing Day británico, esta tarde se jugarán algunos partidos de fútbol de primera división. En Italia no se
hacía desde 1971. Tras los excesos de la Navidad, hoy es un día de descanso y
recuperación. La liturgia de la Iglesia nos presenta la experiencia de la
muerte contigua a la de la vida. Ayer celebrábamos el nacimiento de Jesús. Hoy
conmemoramos la muerte del diácono Esteban, el primer mártir de la Iglesia. Ambos
acontecimientos están teñidos de alegría. Ambos nos ayudan a iluminar los
extremos de la existencia: el comienzo y el fin. A primera vista, podría
parecer que el recuerdo del martirio de Esteban es poco “navideño”, pero esta
impresión solo cobra fuerza en quienes tienen una idea falsa de la Navidad. El
niño que nace en Belén es el mismo que será crucificado en Jerusalén. Es más:
solo se comprende el alcance de su nacimiento desde la fuerza de su muerte y
resurrección. Se escriben antes los relatos de la pasión que los de la
infancia.
Seguir a Jesús es
siempre una empresa arriesgada. Lo fue al comienzo del cristianismo y lo sigue
siendo hoy. Unos 215 millones
de cristianos son perseguidos en todo el mundo. Algunos pagan con su
vida su adhesión a Jesús. En 2017, alrededor de 3.000 cristianos fueron asesinados a
causa de su fe. Cuesta hacerse cargo de este fenómeno cuando uno vive en un
contexto pacífico, cuando, desde niño, ser cristiano se ha visto como “lo
normal”. Es el caso de los países europeos y americanos. Pero incluso en estas
zonas tradicionalmente cristianas está creciendo una especie de cristofobia.
Es como si Cristo y su comunidad fueran un impedimento para la construcción de “otro
mundo” sin referencias trascendentes. El anticristianismo es
un sentimiento de hostilidad hacia todo lo que tenga que ver con Cristo y con
la Iglesia. Es evidente que este sentimiento reviste formas y grados muy
diversos según países y grupos, pero el denominador común es siempre la persecución
de quienes se confiesan seguidores de Jesús. Que esto suceda en regiones
dominadas por otras religiones puede tener alguna explicación, pero que se dé también
en aquellos lugares que secularmente han estado impregnados por la cultura
cristiana llama más la atención. Raro es el intelectual europeo que no se
pronuncia públicamente en contra del cristianismo, como si hacerlo fuera una
señal inequívoca de agudeza mental y de compromiso ético. Aunque también es
cierto que muchos intelectuales cristianos permanecen callados, como si
hubieran dado por pérdida de antemano la batalla cultural y se resignaran a
vivir su fe en los cuarteles de invierno.
Debemos
acostumbrarnos a una espiritualidad martirial. Creer en Jesús no sale gratis.
Es una opción que comporta riesgos. Es verdad que hoy promovemos mucho la “cultura
del encuentro” y del diálogo. El papa Francisco es un adalid de la superación
de prejuicios y de la salida hacia quienes piensan de otra manera. Esta es la
orientación principal de los cristianos. Nuestra fe no nos encierra en una
fortaleza inexpugnable sino que nos impulsa a abrirnos a todos, a buscar juntos lo mejor para nuestro mundo y a establecer alianzas estratégicas. Pero Jesús ya
nos advirtió de que no fuéramos ingenuos. Siempre ha habido lobos vestidos de
corderos, incluso dentro de la propia comunidad cristiana. Hay que adiestrarse
para el diálogo, pero hay que estar también preparados para la persecución. En
la mayoría de los casos no se trata de una persecución cruenta, sino de algo
más sutil y quizá más deletéreo: la ridiculización del fenómeno cristiano como
residuo cultural. No es necesario que nos disparen una bala. Basta con que, un
día sí y otro también, presenten la fe como un fenómeno anormal, hablen de la
Iglesia como una institución corrupta y ensalcen solo a aquellos cristianos que se
muestran muy críticos con su propia comunidad. Esto último da excelentes resultados. De no advertir a tiempo esta estrategia, acabaremos siendo engullidos por una
cultura que no soporta la existencia de un Padre común que tiene preferencia
por los últimos y descartados. Recordar el desenlace de san Esteban protomártir
nos ayuda a mantener los ojos abiertos y a pedir el don de la fidelidad y la perseverancia en
tiempos convulsos.
Querido amigo. Es cierto lo que escribes hoy Gonzalo, aunque en mi adentro siento que existe un renacer de la espiritualidad del Evangelio, como siempre sin demasiado ruido.
ResponderEliminarGracias por tu alimento diario, no sólo para el alma, sino para el ánimo y el intelecto. Un abrazo de Navidad.