lunes, 3 de diciembre de 2018

Este muerto goza de buena salud

Hemos empezado el tiempo de Adviento con una clave muy precisa para interpretar lo que estamos viviendo. Hay un mundo que está llegando a su final y otro que surge con fuerza. Hay personas que ponen el acento en lo que muere. Sus sentimientos suelen ser de tristeza e incertidumbre. Hay otras que, sin olvidarse del pasado y del presente, miran siempre a lo que está por llegar. Viven con sentimientos de espera, en permanente adviento. Cuando observamos la situación de la Iglesia, sobre todo en algunas regiones del mundo, los signos de muerte nos entran por los ojos. Cuesta mucho más percibir los signos de vida y de futuro, pero existen. A mí me basta mirar al grupo de mis amigos y conocidos para ver actitudes diversas. Gracias a Dios, el espectro es muy amplio. Tengo amigos ateos, agnósticos, creyentes e indiferentes. Algunos nunca pisan la iglesia y otros están más comprometidos con ella que algunos sacerdotes. Entre los más jóvenes veo, en general, despreocupación, pero también un interés limpio y fresco. ¿Por qué la Iglesia está siempre como muriendo y renaciendo? ¿Cuántas veces se ha certificado la muerte del cristianismo y cuántas ha vuelto a renacer con espíritu renovado?

Solo hay una explicación: Jesús. La Iglesia en cuanto institución humana ha cometido muchos errores a lo largo de la historia, pero incluso en los momentos más oscuros nunca ha perdido su referencia a Jesús. Sin él, la Iglesia no es nada. Sin Jesús, hace mucho tiempo que hubiera sucumbido víctima de sus incoherencias y de los ataques externos. Cada vez que la Iglesia pierde el norte y se embarca en extrañas aventuras alejadas del Evangelio, el Espíritu Santo suscita hombres y mujeres que empuñan el timón de la barca para orientarla de nuevo hacia Jesús. Él y su Evangelio siempre son nuevos. Nunca tenemos la impresión de que se trata de algo gastado porque, en cierto sentido, está siempre por estrenar. Es verdad que muchos de los valores evangélicos (la igualdad sustancial de todos los seres humanos, la dignidad inviolable, la libertad, la justicia y la solidaridad, etc.) se han secularizado hasta formar parte de los ordenamientos jurídicos de muchos países. Es verdad que hay mucho Evangelio diluido en la masa del mundo. Pero, ¿cuánto tiempo podemos vivir un cristianismo sin Cristo, un reino de Dios sin el rey Jesús? Sin una referencia explícita a la persona de Jesús, sin una relación con él, el cristianismo acaba siendo una ideología más, sometida a las mismas tentaciones que todas: poder, control, banalización, guerra de las interpretaciones… Lo que salva a la Iglesia frente a cualquier otra forma de vida o institución es que su referencia última no es un sistema de valores (por sublimes que puedan ser) sino una persona viva, Jesús, con la que es posible establecer una relación íntima. Solo del cristianismo se puede decir algo semejante.

Soy testigo de que Jesús sigue siendo determinante para muchos hombres y mujeres, también de nuestra generación y de nuestra Europa secularizada. Donde un hombre o una mujer se sienten tocados por Jesús, hay siempre futuro. No importa que su comunidad, la Iglesia, atraviese tormentas, sufra crisis de identidad y relevancia, esté en la picota de los medios de comunicación social… Lo que la salva no es su coherencia, sino su Señor. Si la Iglesia se sigue remitiendo a Jesús siempre tendrá futuro. Si lo sustituye por otros valores o por algunos ídolos, tendrá los días contados. Como misionero, me emociona conocer a hombres y mujeres para los cuales Jesús es el centro de sus vidas. No encuentro palabras para describir lo que sucede cuando uno se encuentra con Jesús. Todo cambia. Por eso, no es conveniente ir de víctimas por la vida, complacernos en ficciones que justifican nuestra mediocridad y, en algunos casos, nuestro secreto deseo de venganza. De nada sirve quejarnos todo el día de que “se acaba el mundo” (es decir, nuestro pequeño mundo). Lo que importa es abrir los ojos para ver que el Resucitado está quizá más presente que nunca. Este “muerto” y su comunidad gozan de buena salud. Pero hay que abrir los ojos. Dormidos, no percibimos los signos de su presencia.




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