De Jesús se han dicho muchas cosas. La lista de apelativos es interminable. Estamos
acostumbrados a llamarlo Señor, Salvador, Redentor, Libertador, Rey, Mesías… Y también,
en menor escala, amigo, compañero, hermano y esposo. Pero no creo que solamos
referirnos a él como “mina”. Y, sin embargo, esta es una de las metáforas que
utiliza san Juan de la Cruz,
cuya memoria celebramos hoy, para referirse a él. He tenido la suerte de visitar
varias veces su tumba en la iglesia
de los Carmelitas de Segovia. En el Oficio de lecturas que he celebrado
esta mañana a primera hora en la improvisada capilla del Catholic Center de Medan, la liturgia nos propone un fragmento del
comentario del Santo a su hermosísimo Cántico Espiritual.
En él, Juan de la Cruz escribe que Cristo “es
como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que por más que ahonden,
nunca les hallan fin ni término, antes van en cada seno hallando nuevas venas
de nuevas riquezas acá y allá”. Me gusta la comparación. Parafraseando a
san Pablo, añade: “En Cristo moran todos
los tesoros y sabiduría escondidos, en los cuales el alma no puede entrar ni
puede llegar a ellos, si no pasa primero por la estrechura del padecer interior
y exterior a la divina Sabiduría”. Hoy no solemos escribir así. Puede que
muchas personas consideren que de Jesús se ha hablado demasiado, que ya no
queda mucho que decir, que es casi un asunto agotado. Un místico como Juan de
la Cruz nos ayuda a caer en la cuenta de nuestra superficialidad. Cristo está
siempre por descubrir. Esta es la gran ventaja de no depender solo lo que cada
época vive y piensa. El hecho de pertenecer a una comunidad multisecular como
la Iglesia nos permite beneficiarnos de lo que otros muchos hombres y mujeres,
movidos por el Espíritu Santo, han vivido, pensado y a veces escrito sobre
nuestra fe a lo largo de la historia. Esto nos libera del presentismo, de creer
que solo existe lo que nosotros investigamos y vivimos. El recuerdo de los santos ensancha
nuestro horizonte y nos mantiene siempre alerta.
¿Qué podemos
hacer para seguir excavando en esa mina
inagotable que es Jesús? ¿Cómo seguir enriqueciendo nuestra experiencia de
encuentro con él? ¿Cómo superar la impresión de que siempre estamos en la misma
página? Encontramos la respuesta a estas preguntas en la experiencia mística de
san Juan de la Cruz que, por otra parte, es Evangelio puro. Con el delicioso
castellano del siglo XVI, el místico abulense escribe: “Porque aun a lo que en esta vida se puede alcanzar de estos misterios
de Cristo, no se puede llegar sin haber padecido mucho y recibido muchas
mercedes intelectuales y sensitivas de Dios, y habiendo precedido mucho
ejercicio espiritual, porque todas estas mercedes son más bajas que la
sabiduría de los misterios de Cristo, porque todas son como disposiciones para
venir a ella”. La puerta de entrada que nos conduce a los senos más
profundos de esta mina es el
padecimiento, la compartición de los sufrimientos del mismo Cristo. Este
lenguaje suena mal a los oídos de nuestros contemporáneos. ¿Quién se atreve a
hablar positivamente del padecimiento
cuando hacemos todo lo posible por no padecer? En un tiempo en el que parece
que todos estamos obligados a ser felices, padecer se considera algo opuesto a
la felicidad. Tienen que ser los místicos quienes nos despierten de nuestro autoengaño.
Hay ciertamente un padecer patológico, que se debe a un mal funcionamiento de
nuestro psiquismo. Todo lo que hagamos para remediarlo es bueno. Pero hay un
padecer que es sinónimo de amar; es decir, morir a uno mismo para que Dios sea
nuestro centro y, desde él, podamos entregarnos a los demás. Sin aceptar de
buen grado este paso, no podemos avanzar en el conocimiento de Cristo.
Pero todavía hay
algo más que señala Juan de la Cruz: la necesidad de hacer “mucho ejercicio espiritual”. Es una manera de referirse a la práctica
de la oración como cultivo de la relación personal con Jesús. ¿Cómo podemos
conocerlo más si no lo frecuentamos? Las personas que cultivan un hábito de
oración y meditan a menudo la Palabra de Dios van desarrollando, sin que se den
cuenta de ello, una sintonía con el Maestro que les permite llegar a tener sus
mismos sentimientos. Creo que, en tiempos de reducción del mensaje de Jesús a práctica
ética, es necesario que un místico nos lleve más lejos. Los místicos, en cuanto
exploradores y no meros cartógrafos del Misterio, nos descubren perspectivas
que a quienes caminamos a ras de tierra se nos suelen escapar. Por eso, si
queremos crecer espiritualmente, necesitamos de su magisterio. No podemos
depender solo de lo que nosotros vamos descubriendo a tientas. En realidad,
caminamos aupados sobre los hombros de estos gigantes del Espíritu. Cada vez
comprendo más la necesidad que tenemos de incorporar a nuestros hábitos diarios
la lectura de las vidas de los santos. Son ellos quienes nos ayudan a entender
el Evangelio, no como un libro de
consejos morales, sino como un camino de vida.
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