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viernes, 14 de diciembre de 2018

Cristo es una mina

De Jesús se han dicho muchas cosas. La lista de apelativos es interminable. Estamos acostumbrados a llamarlo Señor, Salvador, Redentor, Libertador, Rey, Mesías… Y también, en menor escala, amigo, compañero, hermano y esposo. Pero no creo que solamos referirnos a él como “mina”. Y, sin embargo, esta es una de las metáforas que utiliza san Juan de la Cruz, cuya memoria celebramos hoy, para referirse a él. He tenido la suerte de visitar varias veces su tumba en la iglesia de los Carmelitas de Segovia. En el Oficio de lecturas que he celebrado esta mañana a primera hora en la improvisada capilla del Catholic Center de Medan, la liturgia nos propone un fragmento del comentario del Santo a su hermosísimo Cántico Espiritual. En él, Juan de la Cruz escribe que Cristo “es como una abundante mina con muchos senos de tesoros, que por más que ahonden, nunca les hallan fin ni término, antes van en cada seno hallando nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá”. Me gusta la comparación. Parafraseando a san Pablo, añade: “En Cristo moran todos los tesoros y sabiduría escondidos, en los cuales el alma no puede entrar ni puede llegar a ellos, si no pasa primero por la estrechura del padecer interior y exterior a la divina Sabiduría”. Hoy no solemos escribir así. Puede que muchas personas consideren que de Jesús se ha hablado demasiado, que ya no queda mucho que decir, que es casi un asunto agotado. Un místico como Juan de la Cruz nos ayuda a caer en la cuenta de nuestra superficialidad. Cristo está siempre por descubrir. Esta es la gran ventaja de no depender solo lo que cada época vive y piensa. El hecho de pertenecer a una comunidad multisecular como la Iglesia nos permite beneficiarnos de lo que otros muchos hombres y mujeres, movidos por el Espíritu Santo, han vivido, pensado y a veces escrito sobre nuestra fe a lo largo de la historia. Esto nos libera del presentismo, de creer que solo existe lo que nosotros investigamos y vivimos. El recuerdo de los santos ensancha nuestro horizonte y nos mantiene siempre alerta.

¿Qué podemos hacer para seguir excavando en esa mina inagotable que es Jesús? ¿Cómo seguir enriqueciendo nuestra experiencia de encuentro con él? ¿Cómo superar la impresión de que siempre estamos en la misma página? Encontramos la respuesta a estas preguntas en la experiencia mística de san Juan de la Cruz que, por otra parte, es Evangelio puro. Con el delicioso castellano del siglo XVI, el místico abulense escribe: “Porque aun a lo que en esta vida se puede alcanzar de estos misterios de Cristo, no se puede llegar sin haber padecido mucho y recibido muchas mercedes intelectuales y sensitivas de Dios, y habiendo precedido mucho ejercicio espiritual, porque todas estas mercedes son más bajas que la sabiduría de los misterios de Cristo, porque todas son como disposiciones para venir a ella”. La puerta de entrada que nos conduce a los senos más profundos de esta mina es el padecimiento, la compartición de los sufrimientos del mismo Cristo. Este lenguaje suena mal a los oídos de nuestros contemporáneos. ¿Quién se atreve a hablar positivamente del padecimiento cuando hacemos todo lo posible por no padecer? En un tiempo en el que parece que todos estamos obligados a ser felices, padecer se considera algo opuesto a la felicidad. Tienen que ser los místicos quienes nos despierten de nuestro autoengaño. Hay ciertamente un padecer patológico, que se debe a un mal funcionamiento de nuestro psiquismo. Todo lo que hagamos para remediarlo es bueno. Pero hay un padecer que es sinónimo de amar; es decir, morir a uno mismo para que Dios sea nuestro centro y, desde él, podamos entregarnos a los demás. Sin aceptar de buen grado este paso, no podemos avanzar en el conocimiento de Cristo.

Pero todavía hay algo más que señala Juan de la Cruz: la necesidad de hacer “mucho ejercicio espiritual”. Es una manera de referirse a la práctica de la oración como cultivo de la relación personal con Jesús. ¿Cómo podemos conocerlo más si no lo frecuentamos? Las personas que cultivan un hábito de oración y meditan a menudo la Palabra de Dios van desarrollando, sin que se den cuenta de ello, una sintonía con el Maestro que les permite llegar a tener sus mismos sentimientos. Creo que, en tiempos de reducción del mensaje de Jesús a práctica ética, es necesario que un místico nos lleve más lejos. Los místicos, en cuanto exploradores y no meros cartógrafos del Misterio, nos descubren perspectivas que a quienes caminamos a ras de tierra se nos suelen escapar. Por eso, si queremos crecer espiritualmente, necesitamos de su magisterio. No podemos depender solo de lo que nosotros vamos descubriendo a tientas. En realidad, caminamos aupados sobre los hombros de estos gigantes del Espíritu. Cada vez comprendo más la necesidad que tenemos de incorporar a nuestros hábitos diarios la lectura de las vidas de los santos. Son ellos quienes nos ayudan a entender el Evangelio, no como un libro de consejos morales, sino como un camino de vida.




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