Mi cuota de problemas ha aumentado en los últimos días. A los propios se añaden los
familiares, comunitarios y eclesiales. Hay veces en las que parece que se alían
las fuerzas del mal para hacernos la vida más dura e insoportable. Hablando con unos y con
otros, me sorprendo de la facilidad con la que nos complicamos la vida. Es verdad que hay
problemas (crisis, accidentes, enfermedades y muertes) que se nos imponen.
Tenemos que lidiar con ellos del mejor modo posible sin perder la esperanza. Pero hay otros que son el
resultado de nuestra manera deficiente de conducirnos en la vida, de nuestra
inmadurez y, a veces, de nuestra mala voluntad. Hay un terreno enorme para
aprender a no crear problemas absurdos y, en cualquier caso, a resolver
aquellos que hemos creado. No se trata de huir de los conflictos, sino de no
provocarlos innecesariamente. Hay personas expertas en atar nudos y personas
expertas en desatarlos; personas que contaminan cuanto tocan y personas que descontaminan
el ambiente con su bonhomía y positividad; personas que se quejan de todo y
personas que agradecen todo; personas que siempre están exigiendo sus derechos
y personas que saben renunciar a ellos en beneficio de los demás. Este es el
tablero de juego. En él tenemos que jugar la partida, conscientes de nuestras
fortalezas y debilidades.
En una conversación
que mantuve el domingo por la tarde, una mujer de mediana edad me confesó que tiene la
impresión de que muchas personas van por la vida como “zumbadas” (esta fue la
palabra que utilizó), sin saber por qué se levantan cada mañana, qué sentido tiene el
trabajo que hacen y cómo pueden relacionarse mejor con los demás. Esta falta de
brújula vital les produce una gran desorientación que se traduce a menudo en
sentimientos de tristeza, apatía, desgana e incluso agresividad. Si no se vive la
propia vida con serenidad y alegría, uno se venga de los demás procurando que
tampoco ellos la vivan bien. El esquema “yo
mal-tú mal” (uno de los posibles juegos que propone el análisis
transaccional) es más común de lo que a simple vista parece. Puesto que yo
no soy feliz, voy a hacer todo lo posible para que tampoco tú lo seas. No
soporto que haya gente a mi lado que sonría, trabaje con dedicación y se entregue
a los demás sin esperar nada a cambio. Dado que una estrategia de este tipo no se
puede presentar abiertamente, el psiquismo humano se las arregla para
disfrazarla de mil maneras que resulten tolerables. El resultado es siempre el
mismo: como yo estoy mal, todo el mundo tiene que estar mal: mi familia es un
desastre, mis amigos no me quieren, la Iglesia va de capa caída y a la sociedad
le quedan tres telediarios. No hay nada peor que ver la realidad con las gafas
negras de la propia frustración.
Cuando uno se
encuentra con personas así, ¿qué se puede hacer? Lo más fácil es desentenderse
(¡que cada cual arregle su vida!), desanimarse (¡yo tiro la toalla!), aguantar
con resignación (¡la vida es así, qué le vamos a hacer!), caer en la trampa (¡y tú más!)… o utilizar la única
estrategia que cambia de verdad a las personas, que no es otra que el amor. Lo mejor que podemos hacer por una persona problemática es quererla de verdad. En
el fondo, una persona amargada y agresiva está gritando con su propia vida algo que quizás nunca diga con las palabras: “Necesito que alguien me
quiera”. Una persona que se sabe querida y que puede querer no va por la vida
de víctima o de agresor. Puede tener problemas, le pueden salir algunas cosas
mal, puede atravesar rachas de infortunios, pero los fundamentos de su casa son
sólidos como para resistir los embates de la crisis. No somos felices porque
las cosas nos vayan bien, sino porque sabemos Quién nos quiere incondicionalmente,
a Quién pertenecemos, por Quién vivimos y a Quién esperamos. Cuando una persona
no experimenta nada de esto es normal que tire la toalla. ¿Qué podemos hacer
para que ese Quién se haga el encontradizo con las personas que van por la vida
como “zumbadas”? Esta es mi preocupación como misionero. A veces, intuyo
caminos y procuro recorrerlos. Otras veces, yo mismo me siento perdido, pero
nunca tiro la toalla.
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