Ayer por la tarde paseé un rato por la Gran Vía madrileña. Hacía
tiempo que no visitaba esta centenaria ruta que nace en la calle de Alcalá y
muere en la Plaza de España. Me sorprendieron las obras de remodelación de la
calzada y las aceras, los grandes edificios remozados y la cantidad ingente de
personas que circulaban en ambas direcciones. Aunque no sé si se han inaugurado
ya, los adornos navideños eran muy visibles. Para el comercio, la Navidad comienza
antes de que llegue el Adviento. Dos semanas son poco tiempo para hacer caja. Abundan
los hoteles de lujo y los grandes comercios. Todavía quedan algunos cines y
teatros espectaculares. Los muchos turistas y visitantes se confunden con los ciudadanos
de Madrid. Todos caminan deprisa, como si esta calle fuera un mero lugar de paso
hacia no se sabe dónde. Grupos de albañiles rematan las nuevas y espaciosas
aceras y reforman la tradicional Casa del Libro en
la que hace años compraba algunas obras que no encontraba en otras librerías.
El imponente Edificio España
está recubierto con una inmensa lona publicitaria de 5.265 metros cuadrados. Me
dicen que es la más grande del mundo y que una parte se desenganchó el pasado
mes de marzo debido a las fuertes ráfagas de viento. También a este coloso de
los años 50 le ha llegado la hora de la remodelación. Sus entrañas albergarán
tiendas, un hotel de lujo y algunos apartamentos.
Mientras
contemplaba los cambios espectaculares de esta tradicional arteria madrileña, recordaba
otras reformas de las que fui testigo hace años. Pareciera que esta calle es un
testigo privilegiado, un escaparate de los cambios estéticos y urbanísticos que
imponen los tiempos. Es siempre la misma, pero no siempre es lo mismo. Quizá ninguna
otra calle de Madrid se ha rehecho tantas veces a lo largo de su corta historia.
Da la impresión de que no puede cargar con el peso de los años, de que
necesita hacerse un lifting cada
cierto tiempo. En otras ciudades más antiguas, hay calles que han resistido
siglos con muy pocas variaciones. No es el caso de la Gran Vía, que ha vibrado siempre
con los cambios de la historia y que ha ido mudando de piel –y hasta de nombre–
a medida que la ciudad se transformaba. Un viejo centro comercial puede
convertirse en un hotel de lujo; un cine de los años 50 acaba siendo un complejo
de tiendas y una vieja taberna puede acabar siendo una óptica o una farmacia.
Es casi imposible
no considerar la Gran Vía como una metáfora de la calle de la vida. Hay vidas
que parecen siempre igual; otras, por el contrario, son un muestrario de
cambios y novedades. Hay vidas anchurosas y vidas encogidas. Jesús se sirvió también
de la metáfora de la calle y del camino. Él mismo se presentó como “el camino, la verdad y la vida” (Jn
14,6). Las tres palabras se adjetivan mutuamente. Bien se podría decir que Jesús
es el camino verdadero y vivificador; o la verdad progresiva y vital; o la vida
dinámica y verdadera. Pero las palabras que me vinieron a la mente contemplando
el esplendor de la Gran Vía madrileña, de la calle ancha, fueron otras en las que Jesús
habla, más bien, de la “pequeña vía” o de la senda estrecha: “Pero estrecha es la puerta y angosta la
senda que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mt 7,14). Pareciera
que el camino que conduce a la vida que Jesús promete no es como la Gran Vía
madrileña, sino, más bien, como un sendero de montaña que discurre entre
farallones de piedra y serpea por densos bosques. La angostura de la que Jesús
habla no significa agobio sino, más bien, dirección. En una vía demasiado ancha
uno puede perder el rumbo; las sendas estrechas conducen con más precisión al
destino. Uno sabe mejor dónde colocar los pies.
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