Ayer estuve un par de horas en el cementerio Campo Verano de Roma. Como era muy temprano,
apenas había movimiento. Celebramos la Eucaristía en el panteón de los
misioneros claretianos y paseamos por los caminos bajo una constante lluvia de
otoño. Un escritor romántico del siglo XIX hubiera disfrutado contemplando las
tumbas monumentales, las inscripciones, las fotos de algunos difuntos en las lápidas,
la yedra trepando por las capillas y un aire entre melancólico y decadente invadiéndolo
todo. Yo me dejé llevar por otros pensamientos. Imaginaba las vidas de algunos
de los personajes famosos enterrados en la inmensa necrópolis romana. Recordaba el zarpazo de las guerras al atravesar una zona donde estaban enterrados muchos soldados. Sentía el
dolor de los padres mientras cruzaba por la zona en la que se concentran los nichos de
los niños muertos a temprana edad. A medida que caminaba en silencio protegido por mi paraguas, veía la necesidad de que nuestros jóvenes vengan a estos lugares, hagan de vez en cuando una meditación sobre el sentido de la vida en la ciudad
de los muertos. Sé que, en general, aborrecen este tipo de visitas. Han nacido en una cultura
que, desde hace ya muchos años, esconde la muerte, la trata con asepsia clínica,
la separa enseguida de la trama de los vivos. He sido testigo de cómo en los hospitales,
apenas fallece una persona, la retiran de la habitación y la guardan en las cámaras
mortuorias. Cada vez son menos los familiares que pueden “velar” (hermosa palabra)
el cadáver de sus seres queridos en casa, sin la protección profiláctica de una mampara de cristal. De esta forma, nos libramos de algunas molestias, pero también nos privamos de una de
las experiencias más hermosas que un ser humano puede vivir: la de ser testigo del
tránsito de esta vida terrena a la definitiva, acompañar a los seres queridos en el momento postrero y aprender a vivir la vida con serenidad,
alegría y esperanza.
No faltan en
Internet consejos sobre cómo
prepararse para la muerte o cómo aprender
a dar el pésame. Se mueven en el terreno de la moderna urbanidad. Todo se circunscribe
al ámbito de lo correcto. Todo tiene el aire pulcro y minimalista que caracteriza los modernos tanatorios de nuestros pueblos y ciudades. No hay alusiones trascendentes. Parece de mal gusto hacer cualquier referencia a Dios
y a la vida eterna. Si hay alguien que todavía cree en estas cosas, las debe
guardar con cuatro llaves en su fuero interno. El creyente sabe que la
vida no termina, se transforma, pero no siempre encuentra las palabras
justas para expresar esta fe. Sabe que Dios pronuncia sobre cada ser humano una promesa de vida: “tú
no morirás”, pero sigue albergando dudas que no siempre se atreve a compartir. Como suelen decir las personas
sencillas, nadie ha vuelto del otro lado para contarnos en qué consiste esa
vida definitiva. Y, sin embargo, creemos en ella porque ya hemos empezado a desgustarla aquí. La fe en Jesús es portadora de vida nueva, de vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Creer en Jesús significa anticipar el futuro al presente.
Hoy, la Iglesia católica celebra la Conmemoración de los Fieles Difuntos. En algunos países (como México y Filipinas) es una celebración muy popular. Pareciera que estos pueblos no le tienen miedo a la muerte, conviven con ella como parte de la vida. ¡Hasta se permiten celebrarla con alegría! La frontera entre los vivos y los muertos casi desaparece. Lo que en estos países es algo tradicional, aceptado por la mayoría, en otros resultaría desagradable y hasta repugnante. Una vez más se ponen de relieve las diversas actitudes con que los seres humanos nos enfrentamos a las experiencias fundamentales de la vida. Sucede con la muerte, pero también con la religión, el sexo, la política, las relaciones sociales, etc.
Hoy, la Iglesia católica celebra la Conmemoración de los Fieles Difuntos. En algunos países (como México y Filipinas) es una celebración muy popular. Pareciera que estos pueblos no le tienen miedo a la muerte, conviven con ella como parte de la vida. ¡Hasta se permiten celebrarla con alegría! La frontera entre los vivos y los muertos casi desaparece. Lo que en estos países es algo tradicional, aceptado por la mayoría, en otros resultaría desagradable y hasta repugnante. Una vez más se ponen de relieve las diversas actitudes con que los seres humanos nos enfrentamos a las experiencias fundamentales de la vida. Sucede con la muerte, pero también con la religión, el sexo, la política, las relaciones sociales, etc.
La filosofía y la
literatura han cargado las tintas sobre la angustia y el drama de la muerte. Desde el “ser-para-la-muerte”
de Heidegger hasta la célebre rima “¡Qué solos se quedan los muertos!” de Gustavo Adolfo Bécquer,
hay una larga ristra de opiniones que nos presentan la muerte como una
tragedia. Yo prefiero contemplarla desde otra perspectiva. Francisco de Asís,
poco antes de morir, se atrevió a alabar a Dios por la “hermana muerte”. La vio
como un paso necesario para entrar en la plena comunión con Él. No es lo mismo imaginarla
como un esqueleto armado con una guadaña, que verla como una transición hacia la vida plena en Dios. Los
cristianos disponemos de una palabra que cada vez se está utilizando más para
expresar la visión cristiana de la muerte. Es la palabra “pascua”, que
significa “paso”. He tenido la fortuna de encontrarme con personas que estaban
anhelando la muerte, no para librarse del peso de esta vida llena de problemas,
sino porque suspiraban por Dios. Hacían suyas las palabras del salmo 62: “¡Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo!;
mi alma está sedienta de ti como tierra reseca, agostada, sin agua”. Solo la
Palabra de Dios puede ayudarnos a transformar nuestras ideas paganas sobre la muerte
y aceptar con gozo la promesa de Jesús. Hoy es un día muy apropiado para preguntarnos qué
pesa más en nuestra propia vida, de qué lado nos situamos.
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