Ayer participé en el cumpleaños de una señora que cumplía un siglo de vida. Celebramos la Eucaristía,
le entregamos varios regalos y dimos gracias a Dios por una existencia tan
dilatada como la suya en medio de muchas pruebas. Nació cuando terminaba la Gran Guerra,
vivió la Guerra civil
española y los duros años de la postguerra y entró en el siglo XXI con
más de 80 años. No está dicho que para vivir mucho haya que hacerlo en
condiciones fáciles. Hoy muchas personas no saben si vivirán mucho tiempo. Tienen
miedo al futuro. La ciencia nos presenta desafíos enormes en el campo de la
ingeniería genética, la nanotecnología, la inteligencia artificial, la astronomía, la física, la bioquímica, etc. No sabemos
hasta dónde podemos llegar ni qué
consecuencias va a tener este enorme desarrollo en la especie humana. Todo
avance científico es ambiguo: proporciona elementos de progreso y también armas de
destrucción. Nos faltan criterios éticos y jurídicos para afrontar un futuro
tan retador. Para algunos, estamos a las puertas del “fin del mundo”; otros
consideran, más bien, que estamos terminando “este” mundo, al mismo tiempo que
nos adentramos en otro desconocido. ¿Cómo iluminar esta situación desde la Palabra de Dios?
Las lecturas de
este XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, el penúltimo del año litúrgico, pertenecen
al género apocalíptico. No se pueden entender literalmente (como hacen muchas
sectas protestantes). Necesitamos conocer el contexto histórico en el que se
escriben y los símbolos que se utilizan. Lo que importa es captar el mensaje de
fondo. Cuando se escribe el Evangelio de Marcos, los cristianos están angustiados por los síntomas de disolución que se observan en el imperio romano; por eso, el Evangelio pone en labios de Jesús un mensaje de esperanza. Pueden suceder muchas cosas
(que se oscurezcan el sol y la luna y que haya guerras y cataclismos), pero
nada de esto significa el final. Solo el Padre sabe cuándo será. Mientras
tanto, nosotros tenemos que interpretar positivamente estos signos. La alusión
a la higuera nos habla de la inminencia de la primavera y el verano (es decir,
de dos estaciones de vida y cosecha). El cristiano nunca tendría que temer el
futuro, como si la historia se le fuese a escapar a Dios de las manos. No
caminamos hacia el fracaso de la historia sino hacia su culminación. La
seguridad de que el final le pertenece a Dios arroja esperanza sobre las etapas
intermedias, por ambiguas e inciertas que puedan parecer, y nos permite interpretar los signos de vida que siempre se están produciendo.
En este caminar
hacia la plenitud, la preocupación por los últimos es signo claro de que caminamos
en la dirección correcta. Precisamente hoy, la Iglesia celebra la II
Jornada Mundial de los Pobres. El
papa Francisco es muy sensible a la realidad de los millones de personas que
viven en los bordes del camino de la vida y a quienes ni siquiera vemos. El
Papa se muestra muy crítico con un tipo de asistencialismo que da cosas, pero
no escucha el grito de los pobres: “Lo que necesitamos es el silencio de la
escucha para poder reconocer su voz. Si somos nosotros los que hablamos mucho,
no lograremos escucharlos. A menudo me temo que tantas iniciativas, aun siendo
meritorias y necesarias, están dirigidas más a complacernos a nosotros mismos
que a acoger el clamor del pobre. En tal caso, cuando los pobres hacen sentir
su voz, la reacción no es coherente, no es capaz de sintonizar con su
condición. Estamos tan atrapados por una cultura que obliga a mirarse al espejo
y a preocuparse excesivamente de sí mismo, que pensamos que basta con un gesto
de altruismo para quedarnos satisfechos, sin tener que comprometernos
directamente”.
Después explica cuál es el sentido de una jornada como ésta, que se lleva celebrando apenas un par de años: “La Jornada Mundial de los Pobres pretende ser una pequeña respuesta que la Iglesia entera, extendida por el mundo, dirige a los pobres de todo tipo y de cualquier lugar para que no piensen que su grito se ha perdido en el vacío. Probablemente es como una gota de agua en el desierto de la pobreza; y sin embargo puede ser un signo de cercanía para cuantos pasan necesidad, para que sientan la presencia activa de un hermano o una hermana. Lo que no necesitan los pobres es un acto de delegación, sino el compromiso personal de aquellos que escuchan su clamor”. Es suficiente para ayudarnos a despertar de nuestro letargo.
Después explica cuál es el sentido de una jornada como ésta, que se lleva celebrando apenas un par de años: “La Jornada Mundial de los Pobres pretende ser una pequeña respuesta que la Iglesia entera, extendida por el mundo, dirige a los pobres de todo tipo y de cualquier lugar para que no piensen que su grito se ha perdido en el vacío. Probablemente es como una gota de agua en el desierto de la pobreza; y sin embargo puede ser un signo de cercanía para cuantos pasan necesidad, para que sientan la presencia activa de un hermano o una hermana. Lo que no necesitan los pobres es un acto de delegación, sino el compromiso personal de aquellos que escuchan su clamor”. Es suficiente para ayudarnos a despertar de nuestro letargo.
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