Llegué ayer al aeropuerto de Málaga pasado el mediodía. Hacía varios años que no viajaba a esta hermosa
ciudad andaluza. A este paso, me parece que voy a hacer de la canción Volando voy mi himno de batalla. Me recibió una
temperatura suave de 14 grados y una lluvia menuda que no dejó de caer a intervalos
durante todo el día. He venido a Málaga desde Roma para orientar un retiro con un
grupo de 34 hombres y mujeres pertenecientes el movimiento Seglares Claretianos. Comenzaremos
hoy por la tarde en una casa a 40 kilómetros de la ciudad. Sus compromisos laborales no les permiten hacerlo antes.
Mientras llega ese momento, aprovecho para dar una vuelta diurna y nocturna por
una ciudad que ha experimentado cambios increíbles desde la última vez que la
visité. Caminar por el muelle sin apenas viandantes y con un paraguas en la mano
a eso de las cinco de la tarde es un placer que no se repite todos los días. Me
dicen que con frecuencia atracan grandes cruceros que arrojan miles de turistas
sobre las calles y establecimientos del centro histórico. Por fortuna, ayer no había
ninguno, así que pude pasear a mis anchas, sin los agobios de las hordas de
guiris invadiéndolo todo. No me olvido de que, no lejos de aquí, muchos inmigrantes africanos siguen jugándose la vida atravesando el Estrecho. Son los otros turistas, rechazados por muchos, pero muy bien tratados por algunos. Andalucía es una tierra de acogida.
Ciudades antiguas
como Málaga permiten combinar un teatro romano, una alcazaba árabe, una
catedral católica y un Museo Picasso
como piezas únicas de un armonioso puzle. La catedral –llamada
cariñosamente La Manquita, porque le falta completar la torre derecha– me
pareció extrañamente hermosa, con una estética a la que no estoy acostumbrado
en las catedrales románicas o góticas de mi Castilla natal. La calle Marqués
de Larios, adornada con arcos de luces para la Navidad, está
considerada como una de las más elegantes de España. Buena parte de la Alameda
está en obras debido a la construcción de una línea de metro. En fin, no quiero hacer de la entrada de hoy una guía turística, pero fueron muchos los rincones que me encantaron. En realidad, no sé expresar
bien la sensación que me produjo la ciudad. El hecho de poseer una historia
milenaria y de ser puerto de mar le confiere un aire cosmopolita y abierto que
no se percibe con tanta fuerza en las ciudades del interior. Es, además, una ciudad elegante, pero sin ese
punto de chulería que se respira en Sevilla, por ejemplo. Me sorprendieron las
muchas casas que poseen las cofradías para albergar los famosos tronos (nombre que aquí reciben los pasos) que procesionan
durante la Semana Santa. Sus altísimas puertas (en torno a los cinco o seis metros) dan idea de la envergadura de los grupos escultóricos que custodian dentro. Mis acompañantes
me contaron historias sorprendentes sobre el funcionamiento de estas
asociaciones. También este mundo me resulta difícil de comprender, aunque
soy consciente de que el
fenómeno cofrade está creciendo en España al mismo ritmo que crece la
indiferencia religiosa.
No hay viaje en
el que no aprenda algo y disfrute con los paisajes y las personas. Mientras me
preparo para comenzar el retiro con los Seglares Claretianos dentro de unas
horas, pienso en el retiro
que tendremos con algunos lectores de El
Rincón de Gundisalvus el próximo mes de febrero. Ya he recibido algunos
correos electrónicos de personas que han mostrado su disposición a participar.
Esperemos completar el número de 20 en los próximos días. Poner en contacto a personas de diversas procedencias que muestran interés por la espiritualidad es,
en sí mismo, un hecho creativo. Escuchar nuestras inquietudes y compartir nuestras
búsquedas nos ayuda a no caminar solos, a explorar nuevas formas de vivir la fe
en un contexto tan secularizado como el nuestro. Tengo confianza en que, a
partir de un humilde comienzo, se puedan ir tejiendo lazos y haciendo un camino
de maduración.
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