Ayer por la tarde estuve un ratito con la hija de un primo mío que vive en Inglaterra. Trabaja
como enfermera en el hospital de Padworth, a pocos minutos de Cambridge.
Después de 16 años en Inglaterra, a finales de este año regresará a España. Hay
varias razones que han motivado su decisión, pero una de ellas es la
incertidumbre que está creando el Brexit en muchos europeos que viven en el
Reino Unido. Nadie sabe a ciencia cierta qué pasará, pero, por si acaso,
quieren adelantarse a las posibles consecuencias negativas. Este “adelanto”, si
se vuelve viral, puede crear un efecto pánico que no es bueno ni siquiera para
quienes propugnan un Brexit duro. En fin, mientras degustábamos un té verde
junto a una de las muchas chimeneas de este castillo de Buckden, repasábamos
los encantos y contradicciones de este viejo país. La gente está dividida. Los
que no quieren el Brexit lo dicen abiertamente. Quienes lo apoyan se callan con
discreción, sobre todo cuando hay otros europeos delante. Cuestión de estilo.
¿Por qué un país
tan importante como el Reino Unido decide salirse de la Unión Europea en pleno
siglo XXI? ¿Fue un error estratégico de David Cameron, demasiado seguro de que
iba a ganar el referéndum y, como consecuencia, afianzar su poder en el partido
conservador? ¿Es una señal clara de que los ingleses, galeses, escoceses e irlandeses del Norte se bajan del barco europeo
cuando intuyen que empieza a resquebrajarse y puede naufragar? ¿Es
sencillamente un movimiento irracional que, una vez puesto en marcha, ya no se
puede detener? ¿O es un síntoma del etnocentrismo emergente en tiempos en que
la globalización tiende a desdibujar los rasgos identitarios de las minorías? No
sabría responder a estas preguntas. Solo el paso del tiempo nos dará la
perspectiva suficiente para interpretar lo que está pasando ahora, pero lo que
observo en algunos europeos que viven en el Reino Unido es que está creciendo
la desconfianza con respecto a los británicos. La verdad es que se trata de un
sentimiento histórico favorecido por la distancia geográfica y emocional entre “la
isla” y “el continente” (como un poco despectivamente llaman los británicos al
resto de Europa).
No me gustan los
movimientos sociales que excitan los sentimientos de exclusión. Comienzan entusiasmando
a los propios hinchas y acaban originando enfrentamientos con “los otros” (es
decir, con el resto del mundo que no pertenece al club de los elegidos). Es verdad
que los británicos tienen fama de pragmáticos y que suelen anteponer los
intereses a las emociones, pero me parece igualmente verdad que poseen un
fuerte sentimiento de orgullo nacional por el que están dispuestos a perder
recursos con tal de asegurar su inviolable independencia. Sin prestar atención
a este doble movimiento no es fácil captar lo que el Brexit va a suponer en las
relaciones de los ciudadanos del Reino Unido entre ellos mismos y con el resto
de los pueblos europeos. Hay que reconocer que los británicos nunca han sido muy europeístas.
Mantienen con respecto al continente una relación de amor-odio, que podríamos
resumir en la frase: “Ni conmigo ni sin mí tienen tus males remedio”. Admiran la cocina francesa y el brillo de París,
están enamorados de la Toscana italiana, no pueden menos de reconocer el poderío
económico alemán, les gustan las playas y el sol de España, disfrutan
veraneando en Portugal… pero, a la hora de la verdad, lo que cuenta es ser súbditos
de Su Graciosa Majestad, sin que esto suponga renunciar a la ironía británica y a una rabiosa tradición democrática. Los Tratados
de Maastricht o de Lisboa
no cambian de la noche a la mañana una forma de ser forjada durante siglos. Más vale comprender estas cosas antes de que una mole de nuevas directivas europeas pretenda renovar la Unión desde los despachos.
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