En la carta a la comunidad cristiana de Roma, Pablo exhorta a los creyentes con estas palabras: “Bendecid, no maldigáis” (12,14). Etimológicamente,
bendecir significa decir algo bueno
de una persona; maldecir significa,
por el contrario, decir algo malo. Dios nos bendice porque habla siempre bien
de nosotros, dice cosas buenas. Cuando pedimos la bendición de Dios no estamos
solicitando una intervención mágica que nos resuelva los problemas de la vida. Estamos
rogándole que siga hablando bien de
nosotros en cada momento porque quien habla bien de nosotros nos ayuda a ser
mejores. Lo que él dice es siempre lo mismo: “Tú eres mi hijo(a) amado(a)”. ¿Se puede decir alguna cosa mejor de cada uno de nosotros? Hay una frase que me acompaña desde hace años
y cuya autoría desconozco: “Quien te
cree, te crea”. Es decir, quien cree en ti, quien descubre lo mejor que hay
en ti y lo potencia… te está creando, te está ayudando a ser tú mismo, a
desarrollarte como ser humano. ¿Quién cree más en nosotros que nuestro Creador?
Porqué nos cree, nos está continuamente recreando. Creer en él significa a su
vez que participamos de su obra creadora. Donde hay fe, hay creatividad.
Con la palabra
podemos crear o podemos destruir, podemos bendecir o maldecir. Si fuéramos conscientes
de este poder, lo usaríamos de una manera más positiva y responsable. Por
desgracia, abunda la costumbre de la maledicencia. Hablamos mal de las
personas, divulgamos sus defectos. Maldecir es un verbo demasiado conjugado en
nuestra vida social. Repartimos con mucha facilidad el calificativo de “maldito”
entre las personas que no nos caen bien, que no son de nuestra cuerda. La maldición
acaba produciendo esterilidad. Donde solo decimos cosas malas (maldecimos) no
surge la vida, no se desarrollan las cualidades de las personas, no hay
fecundidad. Quien hace de la maldición su estilo de vida está contribuyendo,
tal vez inadvertidamente, a sembrar de sal nuestro mundo. Hay padres que
maldicen a sus hijos, políticos que maldicen a sus conciudadanos, sacerdotes
que maldicen a los miembros de sus comunidades… No nos extrañemos de que, donde
abunda la maldición, escaseen los frutos de humanidad.
Los cristianos
somos unos “benditos”, no en el sentido de que seamos unos perfectos ingenuos,
sino en el sentido más literal y profundo de la palabra. Hemos sido “bendecidos”
(bien-dichos) por Dios mismo: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesuscristo que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales" (Ef 1,1-2). En realidad, todo ser humano es un bendito. Porque
Alguien “dice bien” de nosotros, estamos llamados a reproducir este movimiento.
Nuestra llamada no es a maldecir sino a bendecir. Deberíamos borrar de nuestro
disco duro la maldición e instalar (o
reinstalar) la bendición. Aprender a “decir bien” (bendecir) de los demás ayuda
a los otros a crecer y nos hace mejores personas. Donde se bendice se
experimenta la fuerza de la gracia de Dios. Las personas que saben decir bien
de los demás, descubrir sus cualidades y celebrarlas, son las que mejor
contribuyen a sanear nuestro mundo contaminado. Sí, bendigamos y no maldigamos.
La maldición funciona “por defecto”: no hay que ser virtuoso para que se ponga
en marcha. La bendición es una función humana que hay que activar a base de fe
y humildad. No hay cursillos que ayuden a instalarla.
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