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jueves, 8 de noviembre de 2018

Bendecid, no maldigáis

En la carta a la comunidad cristiana de Roma, Pablo exhorta a los creyentes con estas palabras: “Bendecid, no maldigáis” (12,14). Etimológicamente, bendecir significa decir algo bueno de una persona; maldecir significa, por el contrario, decir algo malo. Dios nos bendice porque habla siempre bien de nosotros, dice cosas buenas. Cuando pedimos la bendición de Dios no estamos solicitando una intervención mágica que nos resuelva los problemas de la vida. Estamos rogándole que siga hablando bien de nosotros en cada momento porque quien habla bien de nosotros nos ayuda a ser mejores. Lo que él dice es siempre lo mismo: “Tú eres mi hijo(a) amado(a)”. ¿Se puede decir alguna cosa mejor de cada uno de nosotros? Hay una frase que me acompaña desde hace años y cuya autoría desconozco: “Quien te cree, te crea”. Es decir, quien cree en ti, quien descubre lo mejor que hay en ti y lo potencia… te está creando, te está ayudando a ser tú mismo, a desarrollarte como ser humano. ¿Quién cree más en nosotros que nuestro Creador? Porqué nos cree, nos está continuamente recreando. Creer en él significa a su vez que participamos de su obra creadora. Donde hay fe, hay creatividad.

Con la palabra podemos crear o podemos destruir, podemos bendecir o maldecir. Si fuéramos conscientes de este poder, lo usaríamos de una manera más positiva y responsable. Por desgracia, abunda la costumbre de la maledicencia. Hablamos mal de las personas, divulgamos sus defectos. Maldecir es un verbo demasiado conjugado en nuestra vida social. Repartimos con mucha facilidad el calificativo de “maldito” entre las personas que no nos caen bien, que no son de nuestra cuerda. La maldición acaba produciendo esterilidad. Donde solo decimos cosas malas (maldecimos) no surge la vida, no se desarrollan las cualidades de las personas, no hay fecundidad. Quien hace de la maldición su estilo de vida está contribuyendo, tal vez inadvertidamente, a sembrar de sal nuestro mundo. Hay padres que maldicen a sus hijos, políticos que maldicen a sus conciudadanos, sacerdotes que maldicen a los miembros de sus comunidades… No nos extrañemos de que, donde abunda la maldición, escaseen los frutos de humanidad.

Los cristianos somos unos “benditos”, no en el sentido de que seamos unos perfectos ingenuos, sino en el sentido más literal y profundo de la palabra. Hemos sido “bendecidos” (bien-dichos) por Dios mismo: "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesuscristo que nos ha bendecido con toda clase de bienes espirituales y celestiales" (Ef 1,1-2). En realidad, todo ser humano es un bendito. Porque Alguien “dice bien” de nosotros, estamos llamados a reproducir este movimiento. Nuestra llamada no es a maldecir sino a bendecir. Deberíamos borrar de nuestro disco duro la maldición e instalar  (o reinstalar) la bendición. Aprender a “decir bien” (bendecir) de los demás ayuda a los otros a crecer y nos hace mejores personas. Donde se bendice se experimenta la fuerza de la gracia de Dios. Las personas que saben decir bien de los demás, descubrir sus cualidades y celebrarlas, son las que mejor contribuyen a sanear nuestro mundo contaminado. Sí, bendigamos y no maldigamos. La maldición funciona “por defecto”: no hay que ser virtuoso para que se ponga en marcha. La bendición es una función humana que hay que activar a base de fe y humildad. No hay cursillos que ayuden a instalarla.


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